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BUTTERFLY (capítulo XLVIII)

HORACIO VICTOR ROCHÓNHORACIO VICTOR ROCHÓN Gonzalo de Berceo s.XIII
editado junio 2011 en Terror
CAPÍTULO XLVIII


Pasó las manos por su cara, refregándose los ojos. Sacudió la cabeza, inspiró profundo y, con paso resuelto, dobló la esquina.
Al llegar a la puerta, tocó en ella y esperó.
Luego de unos segundos tocó por segunda vez. Como nadie respondía al llamado, el doctor tanteó la cerradura de acceso.
Estaba abierto.
- ¡¿James?! – preguntó, mientras abría suavemente la puerta.
No escuchó nada.
- ¡¿James?! – preguntó de nuevo, y en vista de que no había respuesta, entró a la casa. Cerró la puerta y repitió:
- ¡James! ¡¿Estás aquí?! ¡Soy Jonathan!
El silencio presidió. La lámpara estaba encendida pero no había nadie.
Observando en todas direcciones, Caw avanzó por la sala hasta llegar al pie de la escalera interior. Desde allí pudo percatar que una luz de arriba estaba encendida también.
Peldaño a peldaño comenzó a subir la escalera, mientras continuaba diciendo insistentemente:
- ¡James! ¡¿Me oyes?! – y miraba buscando alguna variación en las sombras de lo alto que revelase algún movimiento.
Trabajosa le resultaba la cuesta arriba. Las sienes le ardían terriblemente, y el sueño, que estaba de regreso, lo acometía con irremediable pesar.
Cuando alcanzó el piso superior, descubrió que la claridad provenía del estudio del biólogo. La puerta de aquel, estaba tornada y dejaba escapar los rayos de luz. Se dirigió, entonces, hacia el lugar.
Ya ahí, preguntó otra vez más:
-¡¿James?! – y empujó la puerta con sus dedos.
La misma se terminó de abrir y una inesperada escena lo sorprendió.
Ante sus ojos apareció un moribundo hombre con la cara sangrienta, que se arrastraba por el piso, y que, al verlo, tendiendo una temblorosa y también ensangrentada mano, le gimió:
- ¡Jonathan!
Caw quedó pasmado, por un momento. El sueño se le disipó nuevamente, aunque no supo que hacer al instante.
Pensó velozmente, como pudo, y entendió, sin vacilar, que esta nueva oportunidad no la podía dejar pasar. Observó rápidamente todo el contorno de la habitación, en busca de elementos que sirvieran para su propósito.
Junto a la puerta se situaba un perchero del cual colgaban la capa y el sombrero de copa de James; ambos azules. Debajo, recostado a la pared, estaba el bastón del mismo color que completaba el juego, y cuya empuñadura de plata, de proporciones destacables, atrajo la atención del doctor.
Inclinando su cuerpo, Caw tomó dicho bastón y, sosteniéndolo por el extremo indebido, se acercó al biólogo.
Este, al verlo aproximarse, le pidió suplicante, con la mano aún extendida:
- ¡Ayúdame, Jonathan!
Caw comenzó a blandir el bastón por encima de su hombro. Miró fríamente a James a los ojos, y con airado tesón le propinó un golpe.
El voluminoso y macizo mango pulido alcanzó al biólogo a la altura del cuello, tumbándolo hacia un costado y dejándolo medio inconsciente.
Temiendo que esa agresión no bastara, Caw levantó nuevamente la lacerosa vara para dar otro golpe, pero en su recorrido ascendente el bastón impactó con la lámpara del estudio, apagándola.
Con la ausencia de luz Caw perdió la ubicación de James, el cual, aunque atontado, aprovechando el accidente se retiró hacia atrás tratando de no hacer ruido y permaneció allí, cayado e inmóvil.
El doctor trató a oscuras de ubicarlo, moviendo los pies por delante. Al mismo tiempo que lo intentaba, le vino en mente el recuerdo que, sobre la mesa de la habitación, frecuentemente había otra lámpara; la que James utilizaba para sus observaciones minuciosas de insectos.
Teniendo más que sabido la ubicación de las cosas, fue tanteando la pared hasta que llegó a la mesa. Palpó la superficie y, efectivamente, allí estaba la dichosa lámpara.
Dejando el bastón a un lado, echó mano a sus cerillas. Apurado y nervioso, probó encender una de estas, pero el temblor que conmovía sus manos se lo impidió y provocó que todas ellas cayeran encima de la mesa.

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  • HORACIO VICTOR ROCHÓNHORACIO VICTOR ROCHÓN Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado junio 2011
    - ¡¡Iggg!! – exclamó, furioso, y pasó rápido su mano por el pelo, desde la frente hasta la nuca.
    De inmediato buscó otra cerilla sobre la mesa. Tratando de serenar las manos, procedió a encenderla.
    Tras lograrlo, acercó la débil llama a la lámpara, le dio luz y, al momento de alzarla, sintió a James que le gritaba:
    - ¡No, Jonathan! ¡Cuidado con la luz!
    Caw giró, lámpara en mano, en dirección a donde supuso provenía la voz y exclamó incrédulo:
    - ¡Eh!
    - ¡Apaga! ¡Aleja esa lámpara! – dictó James. Pero el aviso no sirvió de mucho para el desorientado doctor.
    De la nada oscura, no demoró en aparecer el precoz atacante alado. Evadiendo la lámpara y un manotazo que le dirigió Caw, se arrojó sobre el rostro de este.
    El doctor movió instintivamente su cabeza hacia atrás tratando de evadir el insecto. Lo hizo de manera abrupta y desmedida, por lo que el peso de su cuerpo tornó en esa dirección y le produjo la pérdida del equilibrio. No teniendo otro camino, comenzó a retroceder.
    Los pasos marcha atrás no fueron relevantes en un principio, pero al pisar, uno de sus pies, la orilla de la alfombra, esta se corrió provocando un resbalón, el cual aceleró el avance que ya, a esa altura, era en caída. Pasó por el costado de la mesa de estudio sin poder contactarla con el brazo libre, y dio de lleno en el ventanal de la habitación, que con poca resistencia cedió a su embate. Las maderas se rompieron y los vidrios estallaron.
    Caw soltó la lámpara en medio del estruendo. Sus manos se cerraron empeñadas en buscar un sustento, y tan solo aire sujetaron. El cuerpo se precipitó libremente desde lo alto, acompañado de una lluvia de cristales y astillas. Los últimos, terminaron repicando en el suelo del patio trasero de la casa. En cambio el doctor no completó el recorrido, pues una verja que rodeaba un sauce llorón, se lo impidió.
    Mientras esto terminaba de acontecer, James comenzaba a recuperarse parcialmente de las agresiones recibidas. Conciente testigo de lo recién ocurrido, trató de incorporarse. El fresco aire exterior inundó la habitación en forma de brisa y dio un despabilo a su turbación.
    Ya en pie y a ciegas, buscó la salida del estudio. Al hallarla, el vislumbre de la luz de abajo lo auxilió y así pudo ubicar las escaleras. Sujeto con ambas manos al pasamano, las bajó. Mientras, sentía en su mejilla como la sangre fluía derramándose sobre las ropas y hacia el suelo.
    Cuando llegó al piso inferior, fue hacia un mueble cercano y tomó un tapete que resguardaba su superficie. Formó con él un bollo y lo aplicó en la cuenca sangrienta del ojo para intentar detener la hemorragia. Aunque esta zona no le dolía, sí lo hacía el cuello, pero eso no lo detuvo. Avanzó hasta la pared donde descansaba una linterna de mano cuadrada, la desenganchó de su sitio, la encendió y, elevándola lo más alto posible por el costado de su cuerpo, salió al patio de atrás. En un corto trayecto alcanzó la zona al pie del estudio; y allí lo encontró.
    Encima de la verja estaba su amigo. Colgado por el dorso, se arqueaba hacia abajo, como las ramas del sauce a su alrededor. Los miembros inferiores extendidos, rozaban el piso, y los brazos, que se abrían a los lados de la cabeza, tocaban el árbol. En su vientre, asomaban letales, las agudas puntas lanceoladas de la cima del cerco, vestidas de rojo. Los tallos mimbrosos del árbol acariciaban el cuerpo movidos por una ventolina, cual hilos cortados de una marioneta rota, conmovidos por el soplo de la muerte.
    El biólogo inspeccionó los ojos del difunto, que estaban abiertos, y no encontró daños visibles en ellos. Luego revisó el tronco del sauce tratando de ubicar al insecto y, al no hallarlo, continúo la búsqueda por el resto del patio. Manteniendo siempre amplia distancia con la linterna, recorrió intensivamente el lugar, haciendo acento en todos los recovecos que en él existían. Debía estar muy atento, ya que con un solo ojo era más vulnerable a un ataque por sorpresa. Eso lo frenaba, en parte, porque a la vez le urgía hallar a esa mariposa antes de que otro sufriera su suerte o, peor aún, el destino trágico del doctor Caw.
    Revolvió en los arbustos y entre las pocas flores que había en el sitio. Todo ello con la ayuda de una vara que logro de una rama del árbol, y para lo cual tuvo que dejar de lado la compresa que sostenía sobre su cara. En los intersticios introdujo este instrumento y lo agitó para verificar que no hubiera nada.
    Al cabo de un rato, sin hallar ni siquiera rastros de la mariposa y cuando de regreso se dirigía a donde había iniciado la búsqueda, un aparente aletear lo puso en alerta. Pero dicho aleteo no fue tal, sino el vaivén y la rotación de una hoja de fresno que, inoportunamente, caía frente a sí.
    De nuevo ante el cuerpo del doctor, lo miró sin miramiento, tratando de discernir el por qué de su agresión hacia él.
    Por más que pensaba no lograba entender. Y al verlo ahí, sin vida, no sentía pena ni culpa, por él; sólo se preguntaba: “¿Por qué?”
    En su recorrida visual preenjuiciando razones, distinguió un papel que asomaba en el bolsillo del pantalón de Caw. Soltó la vara dejándola caer, y se acercó al cuerpo y extrajo el papel.
    Estaba mal doblado y un poco arrugado. Dejó la linterna sobre un pedestal de piedra que soportaba una maseta sin plantas y desplegó la hoja con ambas manos.
    Inmediatamente y con asombro, se dio cuenta de que la letra era de Ana.
    No llevaba título, ni encabezado. No eran versos, ni tenía rima. No era un poema; y eso lo preocupó.
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