La pureza de un amanecer no depende de sus colores, por así decirlo, sino mas bien de los ojos que miran.
Y los ojos que miraban en ese momento, brillaban y se humedecían: deliciosos síntomas de la anticipación…
El ruido de trueno del cuchillo, destrozando el suelo, rompió el instante.
El hombre abrió los ojos y, sin apenas sobresaltarse, pensó, con una media sonrisa,
que ya no le quedaban fuerzas ni siquiera para tener miedo.
Recordó su frase favorita: lo esencial es invisible a los ojos... y saludó al viejo dolor, siempre al acecho.
La sonrisa, recién nacida, se congeló en su rostro, negándose a desaparecer a pura voluntad.
El hombre, como tantas otras veces, se refugió tras su sonrisa, cerró los ojos y volvió a mirar.
Saludos