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Nieto de un verdugo

Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado febrero 2011 en Terror
Nieto de un verdugo
A los verdugos se les reconoce siempre. Tienen cara de miedo.
Jean-Paul Sartre


A los amigos los puedes elegir, a los familiares no.
Esa frase tomó consistencia en la mente de Félix Serrano el
día en el que falleció su último abuelo.
En sus treinta años de vida ya había sufrido el zarpazo de
éstas luctuosas situaciones; ya era algo conocido el llorar
finados cercanos. Su padre abandonó la vida hacía ya una
década. Falleció en un trágico accidente de tráfico en el que
hubo varios interfectos. Su padre conducía borracho un
camión de gran tonelaje y arrolló a una monovolumen que
transportaba a un matrimonio y a sus cinco hijos, camino,
posiblemente; de algún destino veraniego. Todos murieron.
Un año después, su hermano murió presa de una
sobredosis de éxtasis. Feneció en el suelo de una mugrienta
discoteca. El día que lo velaron, aún lucía en la cara las
magulladuras en el rostro, producto de varios pisotones.
Todos sus abuelos fueron muriendo en los años siguientes.
Caían como moscas; tíos, primos, hermanos… un familiar
tras otro moría cada año fatídico desde el primero, hasta
completar el décimo su abuelo Eugenio. El aciago anciano, apunto de cumplir los noventa; fue víctima de un accidente casero, facilitado quizás por la desidia que le suponía vivir sin compañía. Resbaló bajando las escaleras que daban a la
alacena de la rústica casa familiar, cayendo los diecinueve
escalones de madera, fracturándose varias costillas y un
omóplato, que le causó la muerte cuando una astilla ósea le
perforó el pulmón derecho. Dicen que los berridos de dolor
fueron escuchados por todo el pueblo durante varios
minutos. Cuando el primer vecino llegó, Eugenio Serrano
empezaba a criar malvas.
El pequeño tanatorio abulense parecía haberse convertido
en una taberna de pueblo. Un grupo de familiares
conversaba alegremente frente al cristal que separaba el
ataúd con el cuerpo en completo rigor mortis. Otros
pequeños grupúsculos estaban esparcidos en ésa sala
alicatada con el mismo granito pulido que aquella funeraria
utilizaba en las lápidas de sus clientes.
Nadie lloraba. Pareciere que todos esperaban con ansia el
momento de enterrar a aquel vejestorio y empezar a
discutir la distribución de la jugosa herencia.
Cuando Félix presentaba sus respetos a su abuelo,
expuesto en aquella mortaja blanquecina, un griterío
provino de la calle.

—¡¡¡Hijos de puta!!!

El insulto se reverberó en las graníticas paredes,
abofeteando con su sonoridad a todos los presentes que,
oprobiados, salieron a la puerta exterior.
Sorprendiose Félix, como todos; al descubrir que aquel
improperio fue lanzado por una anciana con no menos de
noventa años.

—¡¡¡Hijos de la gran puta, me cago en vuestros
muertos y en vosotros cuando reventéis!!!— profirió la
nonagenaria, amenazando a los más cercanos con un
báculo de roble y con una cruz como filacteria.
—Oiga, ¿Qué coño la pasa?— preguntó uno de los
presentes, sobrino del occiso.
—¡¡¡Hijo de Satanás!!! ¿Crees que puedo olvidar que
ese cabrón mató a mi marido por un puñado de perras?—
gritó mientras su dentadura se las veía canutas para
mantenerse en su sitio
—Era su trabajo. ¡Váyase de aquí antes de que pueda
lamentarlo, maldita bruja!— exclamó otro de los familiares,
alzando el puño y realizando una maniobra ignominiosa con
éste.
La anciana volvió a la carga con su afilada lengua. La gente
retornó a la sala del tanatorio poco a poco, mientras un par
de valientes seguían enfrentándose a la extraña mujer.
Finalmente, ésta se alejó y se perdió entre las calles angostas y empedradas.
Félix pensaba intrigado. ¿Cómo que era su trabajo?

—Tía Carmen. ¿Qué es eso de que era su trabajo?
¿Quien era esa mujer?
—¿No lo sabías? Tu abuelo fue verdugo.- respondió la
tía Carmen, con su mirada soslayada y arrogante de
siempre

—¿Qué?
—Estuvo en el cuerpo de verdugos durante veinte
años. Y esa era la mujer del primer ajusticiado por tu
abuelo, que también era del pueblo

Un bofetón sentimental le azotó como una patada en los
huevos.

Su abuelo, verdugo en tiempos de Franco.

—¿Qué hacía exactamente el abuelo?— preguntó
mientras miraba de reojo la sonrisa que exhibía el cadáver
en la caja.
—Para que lo entiendas, era el que giraba la manivela
en el garrote vil— explicó tranquilamente la pariente, a la par que simulaba girar una manivela.

—Es suficiente, gracias.-finalizó Félix repudiado, intentando no ser descortés.
.
Una nausea por poco causóle el vómito cuando volvió la vista al cuerpo de su predecesor paterno.
Un torrente de recuerdos gratos era evaporado por el fuego
que le provocaba pensar en la crueldad del garrote vil; y en
la figura risueña de su abuelo, activando el mezquino
instrumento.
Aquella silla fue utilizada en España para ajusticiar a los
condenados a muerte. Aquel collar, aquel tornillo con
cabeza abultada que destrozaba vértebras produciendo un
sonido característico y macabro, era activado por su
abuelo.
¿Cuánta gente habría matado por un puñado de perras,
como decía aquella anciana gruñona? Imaginaba sin temor
a equivocarse que no fueron pocos.
Siguió contemplando el cadáver, con cierto asco y repugnancia comedida; pero con todos los matices que le ofrecían sus recuerdos infantiles. Se detuvo en aquella sonrisa que mostraba su extinto familiar.
De repente, algo le aterró.

El pavor fue tal que unas gotas de orín fluyeron sin control,
sin llegar a marcar los pantalones.

Cuando varios segundos después comprendió lo que
acababa de presenciar, dictaminó que debería tomar el
fresco un rato. Una vez fuera, mientras encendía un cigarro
con las manos temblorosas, intentó dar respuesta a lo que
acababa de suceder.

Trataba de ponderar si lo acaecido era producto de su
enajenada imaginación, o si por el contrario, era tan real
como los exabruptos de aquella curiosa y cacólatra anciana.

Su abuelo amortajado le había guiñado un ojo. El punto
vidrioso que, escondíase tras el párpado muerto; le observó
durante varios segundos, aunque para él fueron años.

Caminó calle arriba, con intención de entrar en uno de los
pocos bares del pueblucho y tomarse un buen pelotazo.
Intentó prometerse a sí mismo que lo ocurrido no era más
que el resultado del cansancio y estrés, provocado en gran
medida por el largo viaje en coche desde Barcelona.

Cuando empujó la puerta del Bar Marianín, un rugido
mecánico detúvole en seco, en pleno acto de apartar con las manos la cortinilla de plástico que impedía la entrada a las moscas y a otros dípteros indeseables.

El sonido provenía de calle abajo, acrecentándose cada segundo que pasaba. Un instante después, divisó un tractor a toda máquina, con dirección al tanatorio.
La sorpresa se tornó en temor cuando comprendió que la
conductora era aquella vieja malhablada.

El tractor iba ensamblado a una pequeña cisterna, que por
su aspecto delataba que se trataba de gasóleo industrial. Y
los reflejos del sol también demostraron que el líquido del
interior brotaba por decenas de agujeros.

Félix se echó las manos a la cabeza.

El tractor penetró en el tanatorio, rompiendo la vidriera
exterior como un niño rompe un trozo de papel higiénico.

Los alaridos se escucharon durante pocos segundos. Dieron
paso a un torrente de explosiones, para finalizar
sucumbiendo a la oscuridad más absoluta que Félix
experimentó en su vida.

Cuando la negrura desapareció, un blanco infinito le rodeó
en derredor.

Tras andar desorientado unos minutos en aquella espesa
neblina, tropezó con un objeto de madera.

Palpando descubrió que era una silla, y aposentóse en ella, pues estaba muy cansado.

Casi por instinto, apoyó la cabeza en el respaldo. Un
chasquido metálico le colocó un collar en el cuello.
No se podía mover.
Un siseo de engranajes le hizo voltear la cabeza sin
dificultad. Y allí descubrió a su abuelo, que giraba una
manivela. Mostraba un par de ojos vidriosos y una sonrisa
tenebrosa.

Cerró los ojos y gritó.

***


{Continúa en el primer mensaje}

Comentarios

  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2011
    Cuando los volvió a abrir, el blanco le cegó. Pero esta vez
    fue el color reflejado por la viveza de los fluorescentes de
    aquel hospital madrileño.

    Una máquina cercana a la cama comenzó a pitar, lo que
    precedió a una inundación de médicos, periodistas y
    curiosos que en ese momento rondaban las cercanías de la
    UCI.

    —¿Cómo se encuentra?— le preguntó un tipo con una
    bata verde.
    —Confuso— pudo contestar Félix— ¿Qué ha pasado?
    —Ha sobrevivido a la matanza del tractor. Una mujer
    hizo estallar media tonelada de gasoil y de amonal
    rudimentario fabricado con fertilizantes…

    Pero Félix dejo de escuchar. Giró la cabeza hacia el
    compartimento continuo, oculto con biombo azul. Un
    crujido metálico era lo que le llamaba la atención. Un
    susurro pidiendo ayuda fue lo que le hizo reaccionar.
    Félix se levantó de la cama con soltura, bañado por los lampos de cientos de flashes fotográficos.

    Sólo él parecía oír aquellas demandas de auxilio y aquel
    traqueteo mecánico que le resultaba tan familiar.

    Los presentes le seguían con la vista. Félix apartó el
    biombo y gritó.

    Donde los demás no veían más que un pequeño espacio
    diáfano, él encontraba una silla de garrote vil con un
    cadáver, con el cuello bermejizo, empapado en sangre. El cadáver era él, y el verdugo de ojos rubicundos y vidriosos era su abuelo.

    Los anonadados espectadores no comprendían los gritos de
    terror.

    Tampoco comprendieron el motivo por el cual, Félix blandió un afilado bisturí que agarró de la mesita metálica. Cuando intentó ensartar al verdugo, la imagen desapareció y la sala volvió a quedar diáfana.

    Detrás suya, oía murmullos. Se dio la vuelta.

    Aterrado, comprobó que docenas de ojos vidriosos le
    observaban.

    Furibundo, atacó con objeto de defenderse.

    Su brazo se agitaba frenéticamente. El bisturí salpicaba las
    paredes de sangre, trozos de músculo y fluidos oculares.
    Prosiguió hasta que un periodista le redujo golpeándole en
    la cabeza con un extintor.

    Cuando despertó nuevamente, una bata blanca era su única compañía en la candorosa y acolchada habitación del centro psiquiátrico penitenciario.

    Sin comprender muy bien donde estaba, se incorporó y acercose a la puerta. Se asomó por la ventanilla enrejada. Un grupo de personas parecía mostrar atención al interior de otras estancias similares en un interminable pasillo.
    Félix golpeó la puerta.
    Las personas del exterior se dieron la vuelta y se
    acercaron; y entonces observó en ellos aquellos ojos
    vidriosos que tanto le asustaban. Gritó mientras se
    acercaban a él.

    Vencido por el miedo, Félix chilló e introdujo con fuerza
    sobrehumana los pulgares en sus cuencas oculares. La
    sangre resbaló por sus mejillas y lo último que escuchó
    antes de morir desangrado fue la cerradura electrónica de
    la puerta moviendo los goznes para abrirla.

    Ese sonido tan “familiar”.
  • editado enero 2011
    La forma como muere el protagonista es espeluznante. Creo, en mi humilde opinión, que tu relato tiene algo del estilo de Edgar Allan Poe, y también de otros cuentistas de terror de los cuales ahora no recuerdo nombres. Pero la historia es muy original. No había leído ni sabido de algo similar hasta ahora. Resulta muy extraordinario que él no supiera nada del hecho de que su abuelo era un verdugo, y de pronto le afectara tanto. No hay mucha explicación al respecto, sólo que aparentemente el tipo era muy sugestionable. Todo sucede demasiado rápido, es como si de pronto una maldición cayera sobre el pobre Félix. Puede que sea tu estilo el de dar las cosas repentinas sin mayor explicación, pero sea como sea es una buena historia. Quizá puedas pulirla un poco más, para que no queden dudas en ese tipo de lector que quiere que todo tenga un motivo, una razón palpable. O de repente no soy el tipo de lector más indicado para criticar tu relato, pero aun así me pareció novedoso, y todo lo novedoso a mi juicio, tiene potencial. Te seguiré leyendo.
  • Jack LondonJack London Garcilaso de la Vega XVI
    editado febrero 2011
    Terrorífico. :eek:

    No te voy a decir nada que no te haya dicho hasta ahora. La verdad es que comienzas muy bien, poniéndonos en antecedentes sobre todas las muertes violentas que había vivido en su familia el protagonista. Era evidente que él no iba a escapar a esa especie de maldición y debía morir también de forma violenta.

    La chispa del garrote vil prende en lo más profundo de su conciencia. Cómo sufre una enajenación pasajera cada vez que oye cualquier sonido similar al del instrumento de ejecución es un recurso realmente logrado.

    Y coincido con lo espeluznante de la muerte del protagonista. Era difícil encontrar algo más terrorífico.

    Enhorabuena.
  • Tom BraheTom Brahe Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2011
    Mil gracias a los dos nuevamente.
    Me alegra profundamente que relatos míos puedan ser objeto de opiniones tan profundas y detalladas; y que puedan trasladar al lector lo que el autor más o menos tenía en mente.
    Liberato, tienes razón en cuanto; a veces, la falta de información. Pero entonces se perdería el hilo principal del relato, y la extensión podría incluso sacarlo de este terreno: el de los relatos cortos.
    Aun así, es una de mis mayores prioridades a la hora de escribir. Lo seguiré teniendo en cuenta.
    Un saludo
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