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Primer amor.

DetritusDetritus Gonzalo de Berceo s.XIII
editado junio 2010 en Romántica
Primer amor.


Nicolás era buen estudiante, creativo y de imaginación desatada; pero era tieso y paquete para el fútbol. Cada vez que se improvisaba una pichanga, quedaba excluido. Sin embargo; aquel día había que formar un equipo de curso y le confiaron el arco, porque no había en donde elegir. De todos modos, cuando el parlante lo anunció en medio de los aplausos de la concurrencia, le dieron escalofríos. Le dio gusto estar ahí aportando lo suyo. La entrada por el centro de la cancha, los apretones de mano a cada uno de los rivales y, después, los avatares de un disputado partido. Contra todos los pronósticos, Nicolás andaba inspirado; atajó cuanto tiro sobrepasó la línea del área chica. Muy concentrado, recordaba las fintas y los achiques de ángulos de Mario Osbén, su arquero favorito. Una vez que se empapó de confianza y, cuando su equipo dominaba el medio campo, se dio tiempo para detectar a la niña que le gustaba.
Ella miraba el partido desde la orilla de la cancha a la altura del círculo central. Al verla; Nicolás recordó que debía escribir una poesía para la tarea de castellano. No se le había ocurrido inspirarse en ella, mas, ahora, al verla que le miraba se concentró para hacer aquella composición relacionada con la primavera. Los árboles floridos festejaban al Sol mientras los latidos de su corazón festejaban las sonrisas de la niña. Entonces, su espíritu recopiló imágenes y las fue uniendo para formar los versos. La repasó una y otra vez, apenas perturbado por uno que otro avance del rival. Una vez conforme con el recitado, puso atención al murmullo general, vio que ella le indicaba el centro de la cancha y se percató que el número once del equipo contrario avanzaba en línea recta hacia él, sobrepasando raudamente la mitad de la cancha en un contraataque inesperado, puesto que el guarda línea no había levantado la banderola para castigar posición adelantada. Nicolás se sacudió las flores, el cielo azulino y los aromas primaverales de su mente, para abocarse a su tarea deportiva: miró fijamente al delantero, avanzó hasta la línea del área chica, achicó el ángulo abriendo los brazos y flectando las rodillas, por si era menester estirarse para cuando el rival chuteara. El puntero chuteó sobrecorriendo, a cinco metros de su humanidad. Fue un puntete. La pelota adquirió una velocidad demencial. El gol se cantaba de antemano y, ante el asombro de todos los espectadores, y de ella en particular, Nicolás se estiró hacia un costado para interceptar el balón con la punta de sus dedos. Cuando la pelota rozó el larguero, se escuchó otro murmullo, pero esta vez, de admiración.
Arrodillado en el área chica, Nicolás siguió con la vista el camino del balón, que, después de sacarle pintura al larguero, voló libremente por el potrero. A través de la malla, vio que la pelota cruzaba los límites del colegio, más allá del cerco de alambradas que separaban el colegio de la línea del tren a San Antonio. Entonces; ver que la niña le miraba con admiración y salir corriendo cual un bólido, fue un solo acto. Lo que sucedió después, no fue precisamente un solo acto. Nicolás corre temerariamente al encuentro de la alambrada. A medida que se acerca, más hostiles se ven las púas. A ella la vio fugazmente; le observaba con temor en su mirada. A un paso de la alambrada saltó. Al darse impulso, una piedra suelta lo desvió, alterando velocidad y dirección, yendo a caer encima de las alambradas. Quedó enganchado en sus pantorrillas y, tres segundos después, los alambres giraron como un látigo, arrastrados por la fuerza de gravedad a causa del peso de su cuerpo.
Nicolás quedó mirando el mundo al revés.
No sentía dolor, sino vergüenza. En la posición forzosa que había quedado, miró hacia la galería; ella se tapaba la boca con una mano y con la otra indicaba para que fueran en auxilio. Su cara se demacraba como si fuese ella la que recibiera el dolor que inferían las púas oxidadas.
Nicolás vio a sus compañeros corriendo por el cielo verde y cerró los ojos de pura vergüenza.
No era fácil desengancharlo. Nicolás se apoyaba con sus manos en el pasto para no seguir cayendo y así frenar la longitud de la herida. Era mucho el dolor, mas, no se quejaba, pero la transpiración acusaba lo que estaba sufriendo. Ni el paramédico, ni el practicante avanzaron gran cosa. Media hora más tarde, llegó un cerrajero a cortar los alambres con un caimán. Entre varios hubo de sostenerlo en el aire. Una vez liberado de las alambradas, no así de los trozos incrustados en sus pantorrillas, lo subieron a la camilla.
En la enfermería, el agua oxigenada espumaba en las heridas y la anestesia aplacaba el dolor y la sensibilidad para desenterrarle las púas.
Sus compañeros le miraban por las ventanas. Por suerte, ella no estaba entre los curiosos; no hubiese podido sostener la estupidez de su acto ante sus ojos.
Desde la ceremonia de premiación del fútbol, el eco de su nombre rebotó en el vació.
Pensaba en ella. Deseaba desdoblarse y saber qué pensaba respecto de su estupidez, pero sabía que aquel don del desdoblamiento era tan noble, que no servía para las cosas del amor.
Lo dieron de alta antes de la clase de castellano. Su espíritu estaba enojado consigo mismo. Taimado por su infantilismo, quería castigar sus propios sentimientos y cambiar el texto de su tarea, por esa razón entró a clases con la idea de crear un texto de emergencia.
-[FONT=&quot] [/FONT]¡Nicolás, recítanos tu poesía!- le ordenó la profesora.
-[FONT=&quot] [/FONT]Si, señorita Sara.
Giró hacia el ventanal para inspirarse en la naturaleza: una larga corrida de álamos sombreaba al tren del mineral El Teniente, con sus dos locomotoras bufando al arrastrar cuarenta carros abarrotados de lingotes rojizos en dirección a San Antonio; los cerros verdosos, moteados de caprinos, caballares y vacunos; bandadas de garzas siguiendo a los tractores; más cerca; una loica pecho colorado trinando desde una rama de sauce; dentro del colegio, ciruelos y damascos floridos de la huerta; tallos de cebollas y manojos de zanahorias en los almácigos y, más cerca aún; rozando los vidrios del ventanal de la sala, las flores amarillas de un aromo.
Iba a recitar el primer verso improvisado, cuando ve que se desparraman entre los rectángulos de la huerta, las alumnas del séptimo año. La individualizó escudriñando por entre las ramas del aromo para verlo y, al coincidir sus miradas, ella desvió la vista. Nerviosa avanzó hasta la huerta, abrió y cerró las puertecillas de una reja y se agachó para contactar sus manos con la tierra.
Al interior del muchacho se decretó una tormenta ecuatorial; su alma se llenó de nubes, retumbaron truenos y relámpagos y una lluvia torrencial fue lavando su rencor, de modo que, cuando la profesora volvió a exigirle su poesía, el sol de la primavera se había declarado en su espíritu.
Los versos de la cancha fluyeron sin esfuerzos:

No es la flor
Ni la brisa perfumada
No es el Sol
Ni los cielos estrellados
Es tu mirada y sonrisa perlada
La que determina
Mi primavera.

Un nutritivo silencio fermentaba en la sala mientras Nicolás escribía los versos en el pizarrón. Sus compañeros le miraban como lo habían hecho cuando desvió aquel tiro al corner. A ratos, observaban a la niña que limpiaba de malezas los almácigos. Ella, ignorante de su atracción, se puso de pie y echó pasto dentro de una conejera; acarició a las crías y acunó un gazapo entre sus brazos.
Nicolás terminó de escribir su poesía y se quedó mirando a la niña por entre las flores del aromo.
-[FONT=&quot] [/FONT]¿Porqué no se la recitas?-le dijo la profesora mirando hacia la huerta.
La profesora fue a su escritorio y dictaminó que la poesía de Nicolás merecía dos sobresalientes. Al preguntarle por el título, Nicolás no supo contestar. Sus compañeros improvisaron un concurso para titularla.
El poeta salió de la sala. Dos minutos más tarde asomó por el patio trasero en dirección a la huerta. La niña, al sentirlo a su lado, se puso de pie tocando las puntas del delantal. Ella preguntó algo especifico, cuya respuesta, de parte de Nicolás, fue arremangarse los pantalones para mostrarle sus pantorrillas. La niña se tapó la boca al ver las vendas ensangrentadas.
Ella tomó un atado de cebollines y los pasaba de una mano a otra, la vista, más bien baja... pero, cuando Nicolás le habló, la levantó y haciendo gestos nerviosos le regaló una sonrisa y la dilatación de sus pupilas.
Nicolás ciñó su cintura, la giró y le indicó hacia la sala de clases y ella, limpiándose las manos en el delantal, se acercó al ventanal y miró hacia el interior. Cuando terminó de leer los versos de la pizarra, fue girando lentamente para volver a los almácigos. Sus pechos hinchaban el uniforme y sus mejillas se pintaban de carmín.
Llegó al huerto, se agachó y, en vez de plantar más matas de cebollines, fue arrancando las recién plantadas. Nicolás se encuclilló y, tomando los cebollines enlodados, los replantó, mientras, ella lo miraba emanando mucha paz con sus bellos y grandes ojos negros. Entonces, Nicolás besó el último cebollín embarrado y se lo entregó en sus manos.
En ese momento la profesora llamó a Nicolás.
Su poesía fue nominada: “Primavera”
Nicolás miró por el ventanal y la vio florecer tocando sus mejillas con el cebollín embarrado antes de apretarlo contra su corazón.
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