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Él caminaba por una calle vacía, en una noche de completa oscuridad, un foco intermitente trataba de iluminar el asfalto, pero solo conseguía dar un triste haz tintineante, amarillezco, sobre el negro azabache del camino. Se vio reflejado en ese foco, tímido e indefenso, que no daba más que un pequeño destello en la oscuridad de la vida.
Volcó en el su angustia, su amargura, su lamento. Se encontraba sobre la delicada línea del llanto, sus ojos se nublaban un poco más con cada paso, mientras se acercaba a aquel farol. Sintió que era como un faro que lo llamaba, como un faro para almas que vagaban perdidas por la inmensa capital, sin un rumbo, sin un destino. Podía sentir ya el nudo en la garganta, esa horrible sensación que anuncia la inevitable acidez de las lágrimas.
Se sintió como en una peregrinación, pero no a hacia una basílica, si no a la amargura. Y ese faro era el punto de llegada, tenía que alcanzar su objetivo para estallar en tristeza. Y de repente la vio. Una pequeña piedra, blancuzca, contrarrestando la oscuridad del asfalto, bañada con el leve destello de aquel farol. Se vio contemplando la pequeña piedra, como atraído hacia ella por una fuerza extraña, una fuerza interior que quería salir. Miró a los costados, analizó la situación, y en un breve instante, no sé si de picardía o de enojo, pateó esa piedra, tan fuerte como pudo. Contempló su trayectoria, escuchó el estruendo de aquel glorioso aterrizaje y volvió a mirar a los costados, para luego, seguir caminando… y yo sé, porque lo vi, que en un pequeño momento, sonrió.
Y eso sólo puede significar una cosa. Su niño interno había despertado, otra vez.
Comentarios
Saludos @amparo bonilla