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Relato corto: Insomnio

HyakinthosHyakinthos Pedro Abad s.XII
editado abril 2016 en Terror
INSOMNIO

Eran casi las nueve de la noche cuando Miguel por fin inició el camino de vuelta a casa. Once paradas de metro repartidas en dos líneas le separaban del merecido descanso. Durante más de la mitad del trayecto tuvo que permanecer de pie. Desde que a su compañero de trabajo le robaron el móvil entre “Callao” y “Tirso de Molina”, tenía la precaución de llevar el teléfono y la cartera en los bolsillos delanteros.

Resbaló al salir al andén pero mantuvo el equilibrio. Finalmente, y tras el cambio de línea, pudo sentarse. Era uno de esos asientos incómodos situado en la mitad del vagón y escoltado por dos acompañantes. A su derecha, un joven trajeado que escuchaba música con auriculares al tiempo que jugaba al “Apalabrados” con el móvil. “Otro triunfador que trabaja hasta las nueve de la noche”, pensó Miguel al observarlo. A su izquierda, una mujer morena con canas en el pelo que leía un libro de bolsillo. Tendría unos cincuenta años, quizá más, nunca se le había dado bien calcular la edad de la gente.

Estaba agotado, durante el trayecto tuvo que luchar con sus párpados para que un sueño a destiempo no le hiciera perder su parada. El cansancio se reflejaba en la cara de los pasajeros del vagón y el silencio solo era roto por la voz enlatada que avisaba de la llegada de la siguiente parada.

-“Sólo dos más y se acabó por hoy”.

-“… Estación en curva, tenga precaución al bajar…” anunció la mecánica voz en el vagón.

La mujer que se sentaba a su izquierda, se levantó y bajó una parada antes que él. Pero cuando las puertas ya se habían cerrado, Miguel observó que había olvidado una bolsa junto al asiento. La cogió y la enseñó por la ventana girando la cabeza, la mujer alzó la vista y miró hacia el interior del vagón, pero la marcha del metro no dio tiempo a mucho más.

Sin embargo, a pesar de que solo cruzaron las miradas un instante, a Miguel no le pareció observar preocupación en el gesto de la mujer. Seguramente la bolsa no tendría nada de valor. En cualquier caso la guardaría esperando coincidir con ella al día siguiente en el trayecto.

Inició la caminata hacia casa con frenético ritmo madrileño. Subió las escaleras mecánicas adelantando por la izquierda. Abrir aquella bolsa ni siquiera fue una opción en su cabeza. Por fin podría descansar, tendría el piso entero para él ya que aquella semana sus compañeros habían terminado los exámenes y estaban en Jaén visitando a la familia. Tras limpiarse los pies en el felpudo y abrir la puerta, apenas tuvo tiempo de comer una lata de atún antes de ser absorbido por el sofá.

Guiado por Morfeo hundió la cabeza entre los cojines. Pasadas dos horas se despertó con las lentillas pegadas a los ojos, “puff las once y media”. A duras penas se levantó para llegar a la cocina. Una manzana completó el menú de la cena y tras ducharse se dirigió a la cama. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos, pero su cabeza parecía haberse activado. Giró hacia la derecha…, luego hacia la izquierda…, boca abajo…, volvió a girar… Cerraba los ojos intentando no pensar en nada pero le era imposible conciliar el sueño.

Uno tras otro, los ruidos de la noche parecían aliarse contra él. El paso de una moto, el camión de la basura, la radio del vecino… El despertador ya marcaba las dos y cuarto cuando escuchó el sonido del antiguo contador de luz de la planta segunda del edificio. En aquel momento dio por perdida la noche confiando al café sus fuerzas del día siguiente.

Intentó levantarse a oscuras, pero finalmente encendió la luz. Cuando se dirigía al servicio, vio luz por debajo de la puerta del piso y mientras observaba el detalle del reflejo sobre el suelo, un papel entró por debajo de la puerta.

¡Eran las tantas de la madrugada! Miguel sintió aquel panfleto como una agresión. ¿Por qué me echan propaganda en casa? ¿Por qué a estas horas? ¿Cómo ha entrado el repartidor en el edificio?...Con la valentía que da un cerrojo bien echado, se asomó por la mirilla, no sin antes descalzarse para no hacer ruido. Pero no pudo ver nada, el pasillo estaba vacío.

“Nadie debería trabajar a estas horas”. Tras procesionar del servicio a la cocina y beber “al chorro” de la botella de “Lanjarón”, miró la octavilla con escaso interés. No era publicidad, eran párrafos que parecían no tener un argumento, frases sueltas sin un hilo conductor…-“¿Quién puede perder el tiempo con estas cosas?”, pensó antes de volver a la cama.

Toda la noche se oyeron pasar coches; el máximo premio que alcanzó fue el de descansar con los ojos cerrados. A la mañana siguiente, Miguel se despertó pensando en la siesta. Era viernes y aquella tarde no tendría que trabajar.

Encendió el wifi y desayunó escuchando música. Al salir cogió la bolsa con la intención de devolverla a su dueña y se dirigió una vez más al metro.

La mañana se hizo eterna y tuvo como aliada a la máquina de café que por cincuenta céntimos expendía minutos de confort. Los minutos pasaron lentos como los del descuento para el equipo que gana por la mínima, hasta que finalmente dieron las tres y media.

En el trayecto de vuelta a casa no encontró a la mujer que perdió la bolsa el día anterior. “Al menos lo he intentado”, pensó Miguel con la convicción de que no habría una segunda tentativa.

A pesar de que aquella noche no saldría, el espíritu del viernes le dio energía durante la tarde. Tras un par de cabezadas con la tele de fondo, perdió el tiempo en el ordenador hasta que llegó la noche. Cuando se levantó de la silla del ordenador para dirigirse a la cocina, vio un nuevo panfleto junto a la puerta del piso. Aquel nuevo atentado provocó el enfado de Miguel. Era el mismo escrito de la noche anterior, pero él se aseguraría de que fuera el último. Cogió una vieja toalla de baño y la situó en el suelo tapando la rendija de la puerta. Cogió los dos panfletos y los tiró al contenedor de papel.

Tras cenar, fue vencido por la curiosidad y abrió la bolsa abandonada. Dentro había un pequeño cofre de metacrilato y en su interior un colgante plateado. Era un diseño extraño pero bonito. Una vez satisfecha su curiosidad, Miguel dejó el colgante en el mueble de la entrada y volvió de nuevo al ordenador.

Finalmente poco antes de las dos decidió acostarse. El cansancio se apoderaba de su cuerpo por momentos, pero una noche más le era imposible dormir. De nuevo vuelta tras vuelta sobre la cama, de nuevo los sonidos de la noche y de nuevo el impulso de coger el móvil y levantarse, esta vez con la complicidad de no tener que madrugar al día siguiente.

Se dirigió al salón y puso la tele, tras zapear hasta dar dos vueltas a todos los canales, se decidió a dejar una película de acción de los ochenta que era lo que menos molestaba. Recostado una vez más en el sofá comenzó a adormilarse, pero sintió frío y se levantó para buscar una manta. Fue entonces, cuando al salir al pasillo la vio, una pajarita de papel estaba situada junto a la puerta, justo delante de la toalla. Un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras la miraba. Por un momento se quedó estático, paralizado, pero reaccionó y se acercó lentamente a la puerta mientras miraba con desconfianza hacia la cocina. Se agachó y cogió la pajarita. Estaba hecha con el mismo papel que le habían echado bajo la puerta dos veces.

Tras recorrer palmo a palmo cada rincón del piso y comprobar que estaba solo, aplastó la pajarita de papel, cerró la puerta de su cuarto y tapado hasta las pestañas pasó la noche en vela.

A la mañana siguiente, Miguel se levantó activo, valiente, con ganas de aprovechar el fin de semana. Se puso el chándal, desayunó, ordenó algo el piso intentando olvidar lo ocurrido la noche anterior y salió a correr al parque más cercano.”El deporte es bueno para dormir bien”, se dijo a sí mismo. Antes de salir cogió el amuleto y con un inusual ejercicio de civismo, lo llevó a la oficina de objetos perdidos cercana a la boca del metro.

El ejercicio le sentó bien. Poco después del mediodía volvió a casa. Al abrir no pudo evitar mirar con detenimiento el suelo contiguo a la puerta, pero en esta ocasión no había nada. Se duchó y se puso ropa cómoda. Cuando se dirigía a la cocina para reinventar la pasta cocida del día, llamaron a la puerta. Cuando la abrió vio a la mujer del metro.

-Hola, ¿me recuerda?

-Sí, en el metro…olvidaste la bolsa, dijo Miguel.

-Sí, tiene un cofre que es importante para mí.

-Lo devolví esta misma mañana en la oficina de objetos perdidos. Está a tres calles de aquí. Les conté lo ocurrido en el metro. Tomaron nota de tu descripción y de que todo ocurrió este jueves. Puedes recuperarlo esta misma tarde.

-¡Ah! Lo devolviste, lo devolviste…hiciste bien, dijo la mujer mientras se alejaba de la puerta. Hiciste bien, hiciste bien…Yo no lo hice.

La mujer bajó por las escaleras y Miguel volvió a prestar atención a su pasta.

Por fin el sábado y el domingo Miguel pudo descansar tanto, que ambos días soñó aunque al despertarse fue incapaz de recordar con qué.

El lunes trajo consigo la rutina del trabajo. Fue un día largo, otro más. Pero después de haber descansado, fue superado sin dificultad. Mientras esperaba la llegada del metro se fijó en uno de los televisores, que aunque sin voz, proyectaba de forma ininterrumpida noticias sobre el andén. “Se cumplen tres meses del accidente de metro que le costó la vida a una pasajera. Una extraña caída aún sin esclarecer” podía leerse. En la imagen pudo ver la cara de la mujer del amuleto y el andén en el que bajó repleto de velas encendidas.

Epílogo. Las octavillas que Miguel recibió bajo su puerta contenían frases que leídas en orden carecían de sentido. Pero si leías la primera letra de los quince primeros párrafos la maraña cobraba sentido…Hazlo con el relato.

Jacinto Martín Ruiz

Comentarios

  • Sem TobSem Tob Anónimo s.XI
    editado abril 2016
    Interesante y enigmático texto que se cierra con un final sorprendente. La tensión y el miedo se suceden lentamente en este magnífico relato en el que el lector forma parte de la trama.
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