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Tres indicios detectivescos

Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
editado marzo 2016 en Taller de Prosa
1. La foto
Un domingo de lluvia que me aburría en mi cuarto, golpeó la puerta mi viejo. El día anterior con mi hermano habíamos hecho limpieza del galpón del fondo y en uno de los viajes, camino al contenedor comunal que estaba en la esquina, nuestro padre nos interceptó para rescatar una caja de cartón sellada con cinta de embalar que decía, escrito con fibra, “revistas”. “Esto dejenló que lo quiero revisar antes de tirarlo”. Nos miramos con mi hermano, sabíamos de su alma de cachivachero nostalgioso. Volvimos a dejar la caja en el piso de cemento del galpón y nos pusimos a acarrear unos colchones que apestaban a humedad. Esa tarde, después de almorzar, lo vi desde la ventana de mi pieza del primer piso cruzar el patio con un paraguas y encerrarse en el galponcito. Ya estaba por quedarme dormido cuando golpeó.
Le abrí y vi que traía en la mano una revista Gente destartalada. Con orgullo infantil mi padre me mostró una doble página central con la foto en blanco y negro de una mujer sonriente con una bikini de lentejuelas y una corona de plumas artificiales sobre la cabeza. Tenía unas tetas de matrona que se desbordaban del corpiño. De fondo se veía la escenografía de algún número de burlesque. “Mirá lo que encontré: la Tota Salieri. Con esta vedette tu padre y sus amigos se ratoneaban cuando tenían tu edad”, me dijo hablando de él mismo en tercera persona. “Carne nacional sin aditivos. Mirá, fijate, todo natural”. Le pegué una mirada para dejarlo contento (no teníamos muchos “momentos kodak” como éste) y se la devolví. “O sea que la vas a seguir guardando nomás”, dije por decir algo. “Noooo ―me respondió, pasando las páginas―, esta noche tiro todo. Para qué acordarse, si esta mina andará ahora vegetando por algún geriátrico”. Seguíamos ahí de pie, él parado en el pasillo, yo apoyado en el marco de la puerta. “Si nos habremos rateado en la secundaria para ir a ver sus películas. Su marido era un director, y hacía películas eróticas muy shomes. ¿Se podrá ver algo por ahí?”, me preguntó de repente, señalando con la cabeza por sobre mi hombro al monitor de la computadora. “Y... habría que buscar...”, volví a agarrar la revista para memorizar el nombre de la vedette. “Me fijo y a la noche te digo”. “Dale fijate, sería un lindo recuerdo...”, me dijo ya yéndose, mientras bajaba la escalera.
Durante la cena mi padre solamente interrumpió su masticación ostentosa para preguntarme si había encontrado algo en la red. Sí, de hecho acababa de terminar de ver uno de los protagónicos de la Tota. Nunca había visto una película tan mala. La inspiradora de los jóvenes ratones de mi progenitor apenas podía deletrear sus parlamentos y solamente sabía reírse como una bobalicona y mostrar sus tetas descomunales, que me parecieron más aptas para una sala de maternidad que para un film que pretendía ser erótico (y terminaba siendo eróstico). “No ―mentí―: esas películas ni se suben a internet. Serían muy berretas”. “Sí ―admitió mi padre― pero en esa época era lo único que había para divertirse”. Si mi madre viviera, pensé, ya lo estaría retando por viejo verde: cómo iba a admitir esas cosas en frente de sus hijos adolescentes, y encima en la mesa. Pero esa era ahora una mesa enteramente masculina, así que (sin riesgos de ligarme un sopapo) pude decirle a mi padre, con fingido tono lastimero y palmeándole el brazo por sobre la mesa: “Pobre generación la de ustedes: tener que pajearse con esos bodrios. Así quedaron también...”. Mi padre dudó un momento, como si un fantasma nos observara, y luego tuvo un ataque de risa. Se sacudió en la silla y se le cayó al suelo la servilleta que usaba como babero. Tosió, tomó un trago de su tinto nacional y se secó las lágrimas con la punta del mantel. Después me preguntó: “¿Y vos cómo sabés?, ¿no era que no había nada?”, y me guiñó un ojo.
Esa noche soñé con la Tota. Como siempre, me ocurrió a eso de las siete, cuando las ganas de orinar se confundían con otros fluidos por culpa de algún sueño perturbador. Y lo perturbador era, en este caso, que esa mujer en blanco y negro me hacía sentir bien. Yo formaba parte de una escena: era uno más de los peones de estancia que, entre los yuyos, espiaba a la desprevenida diva bañándose en una laguna con el agua hasta la cintura. Lo más inquietante era que en un momento de la escena la Tota me veía y, cubriéndose sus atributos con un brazo, agitaba el otro y gritaba mi nombre con una voz a un tiempo maternal y melosa. Ahí me desperté. Fui al baño, oriné y luego me cambié el calzoncillo en la penumbra del amanecer. Era sorprendente lo que podía hacerme mi propio inconsciente.
Durante todo el día, en la escuela, restos del sueño me volvían en forma de sugestivas tomas, demasiado vívidas para la verosimilitud del cine nacional de aquellos años. A la vuelta busqué en internet por su nombre. Encontré un video de hacía dos años. Era un programa de chimentos de la tarde, la entrevistaban en vivo y en directo desde un geriátrico caro, para famosos y demás ancianos otrora influyentes (abrí otra pestaña del navegador y averigüé la dirección, no quedaba muy lejos de mi casa). Era el día de su cumpleaños número ochenta. La ex vedette, desde una silla de ruedas, sonriente y pintarrajeada, contaba cómo era su día allí, con qué se entretenía. En un momento el conductor, desde estudios, tanteó por el lado de su hijo único, que ella había tenido con el director para el que actuó siempre. Con mucho cuidado, la larva maquillada quería saber si él era el que la había metido en el geriátrico. La Tota, experimentada en lidiar con estas alimañas, le “despejó las dudas” aclarándole que ella misma se había internado allí para no causarle molestias a nadie. No me pareció del todo derrotada. Por lo pronto no ocultaba su edad ni se ocultaba ella misma detrás del botox o o las cirugías. Hasta mostraba sagacidad, como cuando el conductor le preguntó sobre esa ex colega de la que se decía que ella sentía unos celos enormes, y la Tota le replicó que, a pesar de su apellido, aún no le había nacido su Mozart. Creo que el periodista le festejó la ocurrencia por puro compromiso. Después habló de la juventud de aquel entonces, esa que se excitaba mirando sus películas, y la de ahora. “En comparación, lo nuestro parece un juego de chicos”, dijo seria a cámara, medio encandilada por las lámparas de exteriores. Admitió preferir que las nuevas generaciones ya no la conocieran y que los productores ya no la llamaran ni para hacer de “abuela que se duerme en la mecedora”. “Se vive más tranquila así, Jorge”, decía, y el video se cortaba de golpe.
Al siguiente domingo, a eso de las cuatro, me tomé un colectivo y viajé media hora hasta un barrio muy caro. Cuando llegué a la dirección que había sacado de internet, noté desde la vereda de enfrente que el geriátrico funcionaba en un petit hotel reciclado de dos pisos. Crucé la calle, entré por una puerta de madera, subí tres escalones de mármol, atravesé un zaguán, una puerta cancel y me acerqué al mostrador instalado en el hall de entrada. No había nadie. Toqué una campanilla. Apareció una mujer cincuentona que vestía un guardapolvo blanco. Sí, aún estaban en horario de visita. Pregunté por la señora Salieri. Abrió un viejo bibliorato que hacía las veces de libro de visitas, y me preguntó si era familiar. No. La mujer levantó la vista del registro con una media sonrisa. “La señora no me conoce”, dije con la voz más neutral que encontré. La recepcionista apoyó los codos sobre el mostrador y, acercándoseme, bajó la voz para decirme “mirá, la señora no está muy bien ―acá se demoró buscando la palabra― emocionalmente, ¿viste? Y un admirador sorpresivo podría descompensarla. Hace mucho que no la visita nadie”. Y se quedó dando vueltas las páginas del libro. Supuse que eso quería decir “volvete por donde viniste”. Pero unos segundos después siguió: “No obstante lo cual ―ese giro me sonó sarcástico, dicho por ella― que vea gente joven yo creo que le va a hacer bien. Firmame acá y pasá. Está en el comedor, tomando la merienda”. Yo agarré la birome que estaba atada por un hilo al mismo bibliorato e hice un garabato. Di unos pasos dubitativos. La recepcionista me dijo “salí a la galería, cruzala y entrá por aquella puerta azul”. Agradecí y avancé.

Comentarios

  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    1. La foto (final)

    El salón era amplio, iluminado por grandes ventanales, con baldosas ajedrezadas y muchas mesitas de madera. Algunas visitas charlaban animadamente con sus viejos, mientras merendaban o sólo observaban hacerlo. Desde la puerta la busqué con la mirada pero no la ubiqué. Vi a una chica vestida de blanco que volvía con una bandeja, le pregunté por la señora Salieri y me señaló a una viejita encorvada sobre la mesa que sorbía a traguitos de una taza que sostenía con ambas manos. Me quedé helado. ¿Podía haberse avejentado tanto en dos años? Me acerqué. Tardó en notar que alguien se había parado junto a ella. Cuando alzó la mirada me dijo “hola Agustín” y sonrió. ¿Cómo sabía mi nombre? La saludé, me saqué la gorra y me senté en una silla de plástico. Durante un momento pareció haberse olvidado de mí, concentrada como estaba en su té. Al rato me preguntó: “¿Cómo anda el viejo?”. Le dije que bien, últimamente un poco nostalgioso de los grandes y viejos tiempos. Asintió con otra sonrisa. “¿Lo vas a seguir?”, me preguntó después. Mi padre estaba por jubilarse de empleado bancario, pero para seguirle la corriente le dije que sí, que claro. Volvió a sonreír, complacida. Siguieron varios minutos de silencio. La Tota sonreía y asentía sola, mirando el mantel de hule. Al rato entró una enfermera aplaudiendo las manos y con tono de maestra jardinera anunció que se acababa el horario de visitas. Miré un reloj que había en la pared, marcaba las seis en punto. Entonces me levanté, saqué el celular del bolsillo de mi jean, acerqué mi cara a la de la mujer y saqué una foto. Iba a explicarle, pero para qué, no me hubiera entendido. Le di un beso en la frente y salí del comedor junto con los demás visitantes. Cuando cruzaba el patio me di vuelta y vi que la enfermera la empujaba hacia otra puerta. Recién entonces me di cuenta (recordé) que la Tota estaba en una silla de ruedas.

    A la mañana siguiente llegué a la cocina para desayunar, siete y media. Mi padre y mi hermano miraban el canal de noticias. Nosotros entrábamos al colegio a las ocho, él al banco a las nueve. El “urgente” de esta mañana era la muerte de una conocida vedette y actriz del teatro de revistas de los cincuentas y sesentas. Había un móvil transmitiendo desde la vereda del geriátrico. Mi viejo me vio llegar y cabeceando hacia la pantalla me dijo “mirá que casualidad, como si la hubiera llamado”. Yo asentí en silencio, tenía un nudo en la garganta; ellos no se sorprendieron, a la mañana yo siempre desparramaba malhumor. Puse a hervir más agua mientras me preparaba unas tostadas. En el noticiero volvieron a estudios y se dedicaron a hacer un racconto de la filmografía de Salieri. Supuse que al editor le habría costado encontrar pasajes aptos para mostrar en horario mañanero. Al rato regresaron al móvil, con novedades: el hijo de la vedette salía del geriátrico. Se acercó a los micrófonos arracimados, agradeció a los seguidores de su madre y dijo que ella “había muerto feliz”. Abajo, el videograph de la pantalla imprimía “Agustín Bon, hijo de la actriz”. Yo saqué el celular de mi bolsillo y busqué la foto del día anterior. Ahí estábamos, yo sonriente, ella con cara de no saber bien qué pasaba. Tenía la intención de mostrársela a mi padre, que del otro lado de la mesa circular seguía muy concentrado las declaraciones del deudo. Pero para qué. La borré, guardé el celular y me paré para ir al colegio.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    2. La caja
    Abuela, que se pasaba las horas mirando por la ventana que daba a la calle, una tarde me dijo: “El tipo de enfrente es maricón”. Yo, que a unos metros trataba de no naufragar en el domingo pegado a la play station, dejé el joystick para corroborar “¿quién, Ramírez?”. Abuela tenía un sexto sentido para sacarle la ficha a la gente. Ni tuve que preguntarle cómo lo sabía. “Yo trabajé diez años de mucama en la casa de un famoso dramaturgo, mariquita de la primera hora. ¿No te lo conté?”.
    (Sí, cientos de veces nos había contado la anécdota de un sábado que llegó al departamento a las ocho de la mañana para hacer su trabajo, con la llave que el dueño de casa le había dado porque nunca estaba en su casa, y se encontró con el living repleto de hombres y mujeres durmiendo semidesnudos entre los dos sofás y la alfombra que ella debía aspirar en un rato. Tuvo que ir a sacudir al dueño de casa, que dormía en su cama como si nada, con el piyama puesto y todo, para preguntarle qué hacía con sus invitados. El multipremiado vanguardista abrió los ojos de repente ―remataba la anécdota la abuela― y le dijo: “Raje a todos esos de mi casa”. Después siguió roncando. Abuela, con todo el pudor del mundo, tuvo que ir despertando de a uno a vedettes, bailarines, actores y escenógrafos, anoticiándolos sobre dónde estaban y qué debían hacer. También debió buscarles la ropa, tirada por ahí, y hasta ayudarlos a ponerse de pie y calzarse los pantalones. La alfombra estaba “hecha un desastre” de colillas, restos de comida y de “esos tubitos de acero inoxidable que se ponían en la nariz para aspirar”.)
    Pero volviendo al vecino, abuela me hizo un gesto para que me acercara a su pantalla de la vida real. Dejé en pausa el partido de fútbol y me asomé por el resquicio que ella le hacía a las cortinas para espiar. Los Ramírez salían a pleno. El tipo estaba sacando el auto del garaje, su mujer y sus dos hijas adolescentes lo esperaban sentadas en el tapialcito de ladrillos del frente. Abuela me apretó el brazo y me dijo “fijate ahora cómo quiebra la muñeca así ―hizo un gesto con la mano sin dejar de mirar hacia afuera― cuando cierra el portón”. Esperamos el momento. Sí, era cierto: fue arrastrando el portón corredizo con (como les decían antes a los gays, recordé) la muñeca quebrada. Después se subieron a la break de fabricación nacional, como toda familia tipo, padres adelante, hijos atrás, y salieron a matar un domingo de invierno con mejores perspectivas que las mías, ahí encerrado. “¿Y con ese gesto te alcanza?”, le pregunté, ya volviendo a mi puesto detrás de la consola. Ella dijo que sí con la cabeza, pero ya estaba con la mente en otra cosa, porque el reality del barrio seguía: ahí estaba la cuarentona soltera de la casa de al lado, que volvía con su novio de almorzar de la casa de sus futuros suegros. Había ido sin su madre, con la que aún vivía, y se habían puteado a los gritos cuando ella salía. (Abuela: “No querrá saber nada de que la hija se vaya a casar justo ahora y la deje sola”). Seguí con el juego, pero la mente se me había quedado en la vereda de enfrente. Damián Ramírez, entre los treinta y los cuarenta, de profesión abogado (“cuervo”, diría mi padre, que los odiaba). ¿Cómo conocerlo mejor? Recordé el método que usaban los detectives de las series policiales yanquis: la basura, fuente inagotable de información para conseguir incriminar a sus sospechosos.
    Esa misma noche, cerca de la una, me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle. No había un alma. El viento traía el ladrido lejano de unos perros y también el recuerdo de una canción de Pink Floyd. Me crucé de vereda y fui derecho al canasto de alambre que los Ramírez habían instalado para su uso exclusivo. Había una bolsa negra, de esas grandes de consorcio, más otra pequeña, blanca, de supermercado. La grande sería la de la cocina, la chica vendría del cesto de debajo de algún escritorio. Al trasluz pude ver papeles. La agarré y me metí enseguida en casa. Había dejado la puerta de calle abierta a esa hora, y si mi viejo me escuchaba iba a tener que inventarme alguna excusa creíble, con lo susceptible que estaba con los robos... Subí la escalera en puntas de pie y me encerré en mi cuarto a revisar la bolsa tranquilo. Empecé a sacar los papeles y a clasificarlos sobre la cama. Tres cheques de un banco italiano rotos hasta hacerlos pedacitos imposibles de restaurar, a pesar de lo cual pude comprobar que el monto a cobrar tenía seis ceros; un contrato de alquiler vencido, a nombre de un carnicero de allí a la vuelta; tres tarjetas de inmobiliarias que sobre el reverso tenía escrito a mano con la misma caligrafía un porcentaje (10, 15 y 20); una hojita violeta hecha un bollo pero entera, arrancada de un anotador, con una dirección (“Malabia 2340 depto. R”), más la fecha del viernes pasado junto a un horario (“dos y media”, ¿de la madrugada?) escritas a mano con el mismo trazo que el de las tarjetas. Deduje que esa era la letra de Ramírez. Después saqué envoltorios de caramelos y un aerosol para la halitosis (estaba vacío). Al final, contra el fondo de la bolsa de nylon, haciendo un bulto que recién ahora notaba, saqué una caja oblonga, de color negro que por la fotografía estampada en el frente parecía ser un dispositivo erótico. Se llamaba “The intruder Z5000”. Adentro encontré un folleto con las instrucciones de uso, traducido en cuatro idiomas. Las indicaciones ponían especial cuidado en el voltaje de la corriente eléctrica a aplicar, y yo me reí solo al recordar las consecuencias nefastas de su mal uso en un personaje de un film delirante de los ochenta (“Top secret”) que trataba, casualmente, de espías. Era tarde, me caía del sueño. Volví a meter todo dentro de la bolsa del supermercado, menos la caja del Intruder con sus instrucciones, que escondí dentro del ropero, detrás de la pila de jeans. Salí a la calle otra vez a dejar la bolsa en su sitio, pero me di cuenta de que cruzarla era superfluo, así que la colgué del clavo que habíamos puesto en el tronco del árbol de nuestra vereda, a suficiente altura para que los perros de la calle no la alcanzaran y la destrozaran en busca de comida. Después me acosté y me quedé dormido en el acto.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    2. La caja (final)

    Al otro día, a eso de las siete y media, cuando salía para el colegio, me encontré con los papeles de Ramírez desparramados en la vereda de casa. El basurero no había pasado y algún perro más alto de lo que supusimos había alcanzado a romper la bolsa que colgaba del tronco del crespón. Volví a entrar y salí enseguida con el escobillón, la palita y otra bolsa del mismo supermercado. Junté los papeles lo más rápido que pude. Ahí estaba la hojita violeta con esa dirección de la calle Malabia. La levanté y me la guardé en el bolsillo del guardapolvos. Esta vez dejé la bolsa en el canasto de su propietario. Corrí a tomar el colectivo, pero igual llegué tarde a la clase de gimnasia. Me pasé toda la mañana pensando en la caja. A la vuelta, ya sin apuro, despedí a unos amigos en la esquina del colegio y me encaminé solo hacia Malabia al 2300. Era, como me imaginaba, uno de esos departamentos tipo chorizo, que le dicen. La puerta de calle estaba abierta. Había un pasillo angosto y muy largo, al aire libre. El departamento R sería uno de los últimos, casi que era más práctico saltar la medianera que daba a la calle adyacente... Me mandé, no sabía bien para qué. Serían las dos de la tarde, y no se escuchaba ni un ruido. J, k, l... Los frentes eran una puerta de chapa y una ventana con postigos del mismo material. Salvo algunas macetas y una bicicleta encadenada a una reja, no me crucé con nada más. Supuse que estarían prohibidos los perros, porque si no ya deberían estar ladrándome. Llegué hasta la puerta del departamento R. ¿Y ahora qué hacía? ¿Tenía sentido tocar el timbre? ¿Con qué excusa? Me quedé ahí parado. En pleno pulmón de la manzana se respiraba una quietud extraña. De repente escuché que a mi espalda una voz gruesa me preguntaba: “¿A quién buscabas, nene?”. Giré y vi que por la ventana del departamento de enfrente un viejo panzón y pelado, vestido con una musculosa de algodón, me miraba serio. Tardé unos segundos en reaccionar. “El muchacho, ¿está?”, le dije apuntando con una mano hacia la chapita con la letra R que estaba clavada en la puerta. ¿Por qué yo daba por hecho que ahí vivía un “muchacho”? “Está en el trabajo. ¿Qué necesitabas?”, me apuró. Yo: “Nada urgente, ¿a qué hora vuelve?”. Él: “Como a las seis. ¿Querés que le deje algo dicho a Roberto?”. Yo: “No hay problema, vuelvo más tarde”. Estiré una mano a modo de saludo y empecé a salir. Cuando llegué a la calle volteé un poco y vi que el viejo seguía mirándome, con media cabeza asomada por la ventana.
    Faltaba como tres horas, pero quise quedarme por ahí. Me compré un helado, una revista de cómics, y me senté en un banco de la plaza a leer. Después me estiré a lo largo del cemento y dormité un rato con la revista tapándome la cara del sol. Miré mi reloj pulsera (17:47), me paré, me acomodé un poco la ropa y me acerqué a la puerta del PH. Estuve mirando la vidriera de una regalería de chinos, justo al lado del 2340. Seis y cuarto se acercó un tipo joven, de unos veinte años, vestido con un uniforme blanco de enfermero. Era muy flaco y al verlo caminar tuve la sensación de que se iba a quebrar al medio en cualquier momento. Tenía la cabeza rapada. Entró (la puerta de chapas seguía abierta) y yo conté hasta cinco. Después avancé hacia la esquina y cuando pasé frente al hueco de la puerta miré: el tipo aún avanzaba hacia el fondo del pasillo. Me tomé el colectivo enseguida y llegué a casa de noche. Abuela miraba por la ventana, como casi todo el día, pero esta vez estaba ansiosa por mi tardanza. Por suerte mi padre no había llegado aún. La tranquilicé con no me acuerdo qué mentira y me encerré en mi cuarto a terminar un trabajo práctico que tenía que entregar al otro día. Era sobre una novela policial que teníamos que leer para la clase de literatura, pero a falta de tiempo fui ojeándola al azar y respondí a las preguntas del profesor con lo primero que se me vino a la mente. Después apagué la computadora y me quedé mirando por la ventana, que desde la planta alta daba a la calle. La bolsa de nylon seguía ahí. Se especulaba (escuché) que la huelga de los basureros terminaría esa noche. Cerca de las nueve, cuando ya estaba por bajar para comer, llegó Ramírez con su auto. Por las rendijas de las cortinas lo vi abrir el portón, entrar el auto y cerrarlo apurado desde adentro. Sí, parecía un gesto, como decían las viejas antes, amanerado. Pero eso no implicaba que el tipo fuera puto, pensé. El Intruder bien podría ser un divertimento de pareja y Roberto un cliente del estudio. Abuela pegó un grito desde la cocina y bajé a cenar.
    Esa misma noche esperé a que mi abuela y mi padre se fueran a dormir. Después bajé, fui hasta el galponcito del fondo y me traje una vieja máquina de escribir que era de mi abuelo. Me encerré, saqué el folleto con las instrucciones de la caja del aparato, lo pasé por el rodillo y en un rincón blanco del papel tecleé: “Meteme 5000 dólares en un sobre y entregáselos mañana al mediodía a mi vecino de enfrente. Decile que vas de parte de Roberto y que son para Lucas”. Dejé dos líneas y escribí “Roberto”. Dudé sobre el alias del destinatario, pero decidí poner mi nombre verdadero porque no debería haber sospechas. Cuando me asomé al pasillo escuché los ronquidos de mi padre en la habitación de al lado. Salí afuera con mucho sigilo, crucé la calle desierta y pasé el folleto doblado en tres por debajo de la puerta del garaje. Supuse que Ramírez sería el primero en salir a la mañana, en el auto. Después regresé la máquina de escribir al galpón y a la vuelta busqué la caja del Intruder. La destruí tanto como pude, la metí en una bolsita del supermercado y volví a salir para colgarla del tronco de nuestro árbol. El basurero haría su parte. Me metí en la cama y apagué la luz, pero recién a eso de las cuatro pude dormirme.
    En la escuela estuve como un zombi todo el tiempo. Tanto que una profesora en medio de una clase me preguntó qué me pasaba. “Dormí mal”, le dije, delante de toda la clase. Y después hice un esfuerzo inmenso por seguir la exposición de la clase de física, creo, sin que la mirada se me perdiera por la ventana. Salimos antes, a las once, porque había faltado el de Literatura, un chanta que no trabajaba nunca. Caminé tranquilo hasta la calle Malabia. Mediodía quería decir las doce, pero tratándose de un chantaje no podía esperar puntualidad. Dos cuadras antes, entré en el jardín botánico y me paseé por los senderos mirando a las viejas alimentar las decenas de gatos que infestaban el lugar. El día estaba agradable, hacía quince grados en pleno invierno. Me dio mucho sueño y me tentó estirarme en un banco y dormir un rato. Cerca de la una retomé el viaje hacia el 2340. Al parecer, la puerta de chapa que daba a la calle la dejaban abierta todo el día (la retenían con un ladrillo para que no se cerrara con el viento). Me interné en el pasillo y toqué timbre en el departamento S. El viejo, que me reconoció un segundo antes por el visor, abrió la puerta un palmo y me dijo de mala gana “¿qué querés, nene?”. Con un hilo de voz pregunté: “¿No dejaron ningún sobre para mí?”. “¿Para vos?”, se extrañó el viejo. Hubo un silencio que rompió el vecino de Roberto: “Mirá, yo con el trolo de acá enfrente no me trato. ¿Tamos? Cualquier cosita que necesités, esperalo a él”. Sonrió forzadamente, a modo de despedida, metió adentro la cabeza y cerró la puerta que sostenía entornada. Escuché que se iba hacia otra habitación quejándose. Salí y me volví a casa. A la vuelta me di cuenta del riesgo que corrí: si Ramírez se hubiera retrasado y me reconocía por la zona, la cosa se podría haber puesto espesa. Ojo man, que es cuervo, me dije para mí como advertencia.
    Enfrente seguía todo en silencio. Esa tarde suspendí el fútbol 5 con mis amigos con cualquier excusa para quedarme mirando por el resquicio de la persiana de madera. Me inquietaba tanta normalidad. Pensé, ahí acodado en la ventana, de guardia, con la habitación a oscuras para que no se viera mi sombra desde afuera, que me estaba mimetizando con mi abuela. Me eché en la cama a ver televisión. Al día siguiente había olvidado el asunto. Novedades hubo recién a la semana. Una tarde apareció el cartel de una de las inmobiliarias que yo recordaba de las tarjetas de la basura (tenía un nombre ingenioso para el ambiente: Oikos) con el cartel de chapa de “Se vende” amarrado con alambres sobre la puerta de calle. Abuela no lograba atar cabos. Esa misma tarde, desde su puesto de avistaje en el living, me comentó su extrañeza: hacía menos de dos años que la habían comprado, y con los precios deprimidos no era momento para vender. Ella parecía estar en todas, menos donde más le hubiese gustado en ese momento: dentro de las cabezas de los Ramírez. Al mes sumó otro dato clave para el “expediente”, que le aportó otra vieja chismosa del barrio, doña Cata, que cada tanto pasaba por casa para levantar quiniela clandestina. “Empezaron los trámites de divorcio. Parece que él le era infiel”, me contó en la sobremesa, después de que mi padre (su hijo) se había ido a dormir, porque no le gustaba que su madre fuera tan chusma. El asunto volvía a interesarme. Planeé estirar mi investigación (y el largo de este cuento) tratando de acercármele a las hijas del tipo. Iban al mismo instituto que yo, y no me hubiera resultado difícil encontrar alguna excusa de estudiante para tocar timbre y meterme en la casa de enfrente, pero las Ramírez eran tan feas... Perdí las ganas antes de mover un dedo. Además, a mí me interesaba él. Tardaron otros dos años más en vender la propiedad, tanto tiempo pasó que la mañana de domingo en que sacaban los muebles yo me pregunté qué podría haber pasado para que se mudaran de la ciudad.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Tres indicios detectivescos
    3. La falange

    Mis padres siempre me decían que era un chico distraído, que andaba “en Babia”. Y sin embargo, hoy no estaría donde estoy si no hubiera notado ese mínimo detalle, aquel día: un perro, en la calle, mordisqueando muy entretenido la falange de un dedo meñique. Ese descubrimiento escabroso (para un adulto, para un chico es más bien divertido) me sacó de la pobreza.
    Volvía del colegio, sería cerca del mediodía. Recuerdo que el pasto seguía blanqueado por la escarcha de la mañana. En la llanura no hay muchos atractivos paisajísticos, sería por eso que vendría mirando los yuyos del borde de la calle. Vale describir otro detalle pintoresco, para que el lector se lo imagine bien: en las barriadas pobres no había (ni creo que hoy haya) nada parecido a lo que se llama vereda: más allá de los márgenes de la calle de tierra venía una cuneta, y más allá unos yuyos, a veces altos, que podían llegar hasta el frente de las casas. Pues bien, entre los pastos altos, al borde de la cuneta, vi un perro (negro, alto, muy flaco, de pelo corto) que ahí echado lamía abstraído algo oblongo color piel. Lo retenía vertical entre las patas delanteras. Lo ahuyenté tirándole una patada y me agaché para observarlo mejor: parecía la parte final de un dedo. Encontré por ahí una bolsa de nylon, con eso lo levanté y lo envolví sin tocarlo (tal vez por asociación de ideas fue que me cuidé por no dejarle mis huellas dactilares), guardé la bolsa en el bolsillo de la mochila y me la llevé a casa. El animal se me quedó mirando, desde la distancia, y algunas cuadras me siguió, como si no perdiera del todo las esperanzas de recuperar su juguete. Mis padres trabajaban lejos de casa (él, empleado en una fábrica automotriz del parque industrial, en las afueras; ella empleada doméstica en el centro) y no volvían al mediodía, por eso estuve solo y tranquilo, con todo el tiempo del mundo para pensar. Lo desenrollé de la bolsa y volví a revisarlo, manipulándolo por la uña con una pinza de depilar de mi madre. Sí, era parte de un dedo humano, no había duda: de algún varón adulto muy blanco, deduje por el tamaño de la uña; que por lo bien delineada parecía tener un trabajo de manicuría. Volví a envolverlo con un pedazo de la bolsa del supermercado y lo guardé en el congelador, detrás de las cubeteras que en esa época del año estaban sin uso. Me prometí no comentar el descubrimiento con nadie, algo me decía que la cosa venía pesada.
    Comí solo, como siempre, y como siempre algo recalentado de la noche anterior. Me tiré en la cama a mirar la tele pero no había caso: tenía la cabeza en la heladera. Salté de la cama y busqué en el armario de la cocina el semanario local de hacía dos semanas. Ahora lo recordaba bien: habían secuestrado a un empresario de la ciudad (era el dueño del único shopping center de la zona al que todo el mundo usaba como punto de reunión y distracción) y las negociaciones por el rescate se habían interrumpido abruptamente. “Se teme por su vida”, leí que decía un cronista anónimo en la bajada de la nota. Volví a mi pieza y traté de dormir un rato. Inútil. Me puse a imaginar el lugar donde había visto al perro, quedaba a cinco cuadras de mi casa y pasaba por ahí todos los días, de ida y de regreso hacia la avenida que lleva al centro de la ciudad. Había por ahí algunas casillas de madera perdidas entre los descampados. También pensé en el perro, lo recordaba bien. Me puse una campera y salí, aunque mis padres me pedían que evitara dejar la casa sola hasta que ellos volvieran. Serían cerca de las cuatro de la tarde. El día estaba radiante y frío, sin nada de humedad y ni una nube en el cielo, como en las vísperas a la caída de una helada. Pasé por el lugar preciso donde vi al perro (todavía estaba el hueco entre los pastizales que había dejado con su cuerpo echado). Di dos vueltas a la manzana. Del animal ni noticias, pero a la segunda pasada vi a un tipo que desde la ventana de una casilla me miraba fijo. Pensé que sería inútil despertar sospechas y me volví. Calculé que el perro podría haberse traído la falange en la boca desde otro lugar. Me encerré a hacer la tarea de la escuela y me olvidé del asunto.
    Pero la gente no perdía sus dedos por ahí, como si fuera un llavero. Esa noche me costó dormirme. Al otro día (también blanqueado por la helada) el lomo negro del perro contrastaba con el rocío congelado sobre los pastizales. Marchaba a eso de las siete a tomar el colectivo y el animal, al verme pasar, me movió la cola, reconcentrado, como si me reclamara algo. Cuando estaba llegando a la esquina giré y vi que se metía por un descampado, a los saltos entre el yuyerío. Me volví a la carrera y lo seguí. Los pastizales casi me tapaban. Fui abriéndome camino hasta que desemboqué en los fondos de una casita blanca que daba a la calle adyacente. El animal, parado en dos patas, rasguñaba con desesperación la puerta de chapa trasera. Al parecer no había nadie. Salté el alambrado de dos hilos y me acerqué a una ventana que tenía una hoja del postigo abierta. Desempañé el vidrio y me asomé. Dentro había un tipo echado boca abajo, sobre un colchón desnudo tirando en el suelo. Estaba amordazado con un pañuelo y lo habían maniatado con una cuerda por la espalda, uniendo brazos y piernas. En eso escuché que el motor de un auto se apagaba en la calle de tierra. Corrí, salté el alambre y me zambullí entre los pastos duros. Dos tipos (uno gordo con la cabeza rapada que vestía un sobretodo marrón, el otro morocho y flaco, canoso, con una campera de tela de avión) avanzaron por el terreno abierto al costado de la casa hasta la parte de atrás, y mientras el gordo abría con una llave la puerta de chapa el otro ahuyentaba al perro, que les hacía fiesta alrededor, tirándole patadas. Me quedé ahí agachado, mirando. Encendieron la luz de la habitación y despertaron al tipo con algunos gritos. En eso el morocho le hizo notar al gordo, señalándosela, la hoja de la persiana abierta. El otro se asomó con recelo, mirando para todos lados, y la cerró trancándola con el pestillo (escuché el golpe seco). Miré la hora en mi reloj pulsera. Unos diez minutos después volvieron a salir de la casa por donde habían entrado, rodearon la construcción y desaparecieron. Enseguida escuché dos portazos y el motor de un auto que se alejaba por la calle de tierra en primera marcha. Recién entonces salí del descampado por la otra calle y corrí las dos cuadras que me quedaban hasta la avenida, justo a tiempo para ver a los tipos asomarse por la otra calle transversal y avanzar hacia el centro. Era un Fiat Duna color amarillo. Cuando pasó por el refugio de la parada de colectivos me fijé en la patente: le habían tapado una letra con un cartón.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    3. La falange (segunda parte)
    Al bajarme del colectivo, en el centro, caminé las tres cuadras que me separaban de la comisaría primera de la localidad. Por casualidad, al pasar por la entrada del garaje que daba a los calabozos del fondo, vi estacionado el Duna. Llegué a la puerta principal de la comisaría y seguí caminando sin siquiera relojear hacia adentro. Me tomé el colectivo de vuelta. Estaba ansioso pero no tenía miedo. Hoy lo pienso y me sorprendo de que un pibito de doce años se animara a correr tantos peligros. En la caminata de vuelta me desvié para pasar frente a la casa blanca. Todavía estaba encendido el farol que colgaba del porche. Tenía escrito a mano el número 520 en la misma pared del frente blanqueada a la cal. Cuando llegué a mi casa ya se habían hecho las diez de la mañana. Fui derecho a buscar el semanario. En la crónica no informaban la dirección, pero había una foto de mala calidad del frente de su chalet, de donde lo habían secuestrado. Deduje el barrio (una zona residencial de casas quintas) pero me imaginé que se me haría imposible llegar hasta su esposa sin que algún policía me viera: seguro que el juez le había puesto custodia. Me quedé de pie, con la casa silenciosa a mi alrededor, pensando. Fui al galpón, revolví unos cajones y encontré un overol de dril azul de mi padre (por suerte nací con el cuerpo espigado de mi madre, y a esa edad ya alcanzaba en altura a mi viejo, que era más bien petiso). Ahí mismo me saqué el guardapolvo blanco y me metí adentro del traje, por encima de mi ropa. Después agarré la cortadora de pasto, de esas manuales, livianitas, y me la cargué al hombro. Así, disfrazado de changarín que corta pasto, me iban a dejar caminar tranquilo por ese barrio con más vigilancia que Alcatraz. De salida me guardé en el bolsillo roñoso unas galletitas y regresé a la parada de colectivos. Me tomé uno con un cartelito verde que decía “Barrio Parque”: hice el recorrido casi completo, cruzando el centro de la ciudad de sudeste a noroeste, y me bajé en la entrada de la calle principal de ese barrio fino de casas quintas. Era el último, y el chofer arrancó solo.
    La entrada del barrio tenía una arcada hecha en madera que cruzaba la calle principal. Habían pintado un “Bienvenidos a” y, abajo, “Barrio Parque”. Junto a la arcada había una garita. El vigilante, a través del vidrio empañado de la ventanita, me puso los ojos encima ni bien bajé del colectivo. Caminé dos cuadras por la calle asfaltada. Vi a una empleada doméstica que baldeaba la vereda y le pregunté por la casa de la familia Pérez Estrada. Me miró un momento, luego miró la cortadora de césped, y me indicó con gestos que doblara en la esquina y siguiera tres cuadras más hacia el oeste. Agradecí y seguí caminando. Cuando doblé en la esquina vi que la mujer aún me miraba: con el vigilante de la garita de la esquina tenía en total cuatro ojos encima. Desde lejos vi el Falcon de la custodia estacionado frente al chalet. Llegué caminando por la vereda (me sorprendí de ver un barrio con vereda, y hasta con baldosas que hacían juego con la fachada de la casa) y toqué el timbre del portero eléctrico. Cuando escuché que a mi espalda se abría una puerta del auto, se asomó la esposa de Pérez Estrada. Sin esperar a nada, dije atropelladamente “sé algo sobre su marido”. La mujer se quedó helada. Con las cejas le hice un gesto de entendimiento, apuntando en dirección al policía que seguramente me venía a espantar. Al fin reaccionó: sonrió y con una mano le hizo al tipo el gesto del OK, franqueó la puerta y me hizo pasar. Adentro me dijo “vení que te muestro el jardín” y salimos a los fondos de la casa por una puerta trasera. “Es por si me metieron micrófonos”, me comentó, ya en el patio. Se quedó mirándome. Le conté todo lo que les he contado a ustedes, todo lo que había vivido desde el día de ayer al mediodía hasta ese momento, con pelos y señales. “¿Has visto a mi marido?”, me preguntó. No, le dije y me sorprendí de semejante torpeza. Entró en la casa y volvió con una foto enmarcada dentro de un portarretratos. Eran ellos dos de vacaciones en algún centro de ski. Aunque lo había visto de espalda, le dije que sí, que era el hombre que había visto secuestrado en la casa blanca. “Repetime la dirección”, me dijo. Lo hice y ella apretó los ojos, memorizando. “Dejámelo a mí. Esto por derecha no se puede hacer”, reflexionó. Después me miró a los ojos y casi que me ordenó: “Vos por esa casa no pasés más”. Asentí. “Ahora simulá cortar el pasto, para que los de la custodia no sospechen”, me dijo. Recuerdo que miré a mi alrededor, en donde estábamos parados. El césped del jardín lucía impecable, una gramilla gruesa como nunca había visto. Arranqué la cortadora a gasoil y me puse a retocar los bordes de los canteros. Me acerqué al portón lateral para que los tipos, en la calle, refugiados del frío dentro del auto, escucharan el zumbido del motor y me vieran trabajar. Estuve un buen rato hasta que se me acabó el combustible. Después llamé a la mujer golpeando la puerta que daba a la cocina. Salió trayendo plata. Era mucho más de lo que cobraría un cortador de pasto por media hora de servicio. Me quedé con el piloncito de billetes violetas en la mano. “Un premio por tu coraje”, me dijo poniéndome una mano sobre el hombro, y noté que hizo un esfuerzo enorme por sonreír. Después me dijo “vení, salgamos por el costado”, y me abrió la reja que daba a la entrada del garaje. Nos despedimos ante la mirada de los dos policías y me volví derecho a la parada de colectivos. Me bajé en el centro, recorrí la calle principal y en una tienda me compré una campera de corderoy a la que hacía rato que le tenía ganas. Pensé en regalos para los viejos, pero eso despertaría sospechas. Sobre la campera, si ellos me preguntaban, la justificaría con mi fondo personal. Yo era un pibe ahorrativo, ellos lo sabían y se enorgullecían.
    Le hice caso a la esposa de Pérez Estrada, y en los días siguientes ya no me desvié de mi caminata. Iba y venía de la escuela, era para lo único que salía a la calle. En esa época del año a las seis de la tarde ya empieza a oscurecer, y mis padres no se quejaban de mi encierro. A la madrugada del quinto día los tres escuchamos desde la cama una seguidilla de explosiones. Llegaban apagadas, traídas por el silencio de la hora. Después volvió la calma. A la mañana siguiente, cuando pasé a la altura del aguantadero, noté desde la distancia, por sobre el descampado, que había un revuelo de gente en la otra calle. Di la vuelta a la manzana. Dentro de la zona vallada vi muchos móviles policiales frente a la casa: de investigaciones, de la “científica”, patrulleros de otras jurisdicciones. Me acerqué al cordón policial y le pregunté a un viejo emponchado qué había pasado. “No se sabe. Parece que reventaron a dos canas”, me dijo sin dejar de mirar el ir y venir de los uniformados con maletines de metal y guantes de látex. Supuse que habían encontrado a Pérez Estrada, no sabía si vivo o muerto. A la vuelta de la escuela el operativo seguía, pero con menos chusma y oficiales.
    Cuando llegué a casa, fui derecho a ver los noticieros de la televisión nacional, pero no se decía nada. Eran años en donde el secuestro extorsivo hacía furor entre las bandas, y el de este empresario del montón, al fin y al cabo, era un hecho menor. Tuve que esperar al noticiero del canal de cable local, que pasaban a las ocho de la noche. Mis padres se extrañaron de verme de repente tan interesado por lo que pasaba en la ciudad. Al fin, cerca del cierre, el conductor leyó a cámara dos noticias, por separado: el primero, la liberación “sano y salvo” de un empresario “de la zona” después de estar casi un mes secuestrado. Por otro lado, un intento de robo en una “finca” del barrio Los gladiolos en el que murieron dos policías fuera de servicio “en un hecho confuso que aún se investiga”. Pero recién me convencí de que el operativo de rescate había sido un éxito a los tres o cuatro días, un domingo a la mañana en que yo salía a la calle y escuché de pasada lo que don Ignacio, el jubilado de enfrente, le contaba a mi padre, que podaba la ligustrina. Según el viejo, los dos policías acribillados e incinerados allí en la casa blanca eran narcos asesinados, en un ajuste de cuentas, por otros narcos policías. “¿Si no, de dónde iban a sacar granadas y ametralladoras? Vea usté en lo que se convirtió el barrio”, reflexionaba el viejo con cara de indignación, mientras mi padre seguía con lo suyo subido a un banquito y con su sempiterno pucho colgándole de los labios.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    3. La falange (final)

    No tuve más noticias de los Pérez Estrada hasta cerca de fin de año. Un mediodía de viernes, por noviembre, salía del colegio y vi detenido en doble fila, con el motor en marcha, a un auto importado con vidrios polarizados. Me asusté, y estuve a punto de salir corriendo, pero un segundo después la ventanilla eléctrica bajó y apareció la cara de la mujer del empresario. Me hizo una seña para que cruzara y me acercara. Me saludó y me dijo “Julián te quiere conocer. Venite mañana a las cinco a casa y charlamos. Traete la cortadora de pasto, por las dudas. ¿Te acordás de la dirección, no?”. Le dije que sí. La traté de usted y la llamé señora porque la única vez que nos habíamos visto no nos habíamos presentado. Le pregunté cómo sabía que yo venía a este colegio. Me sonrió con sus gafas espejadas y me dijo “todo se averigua, Lucas. Con plata todo se sabe”. Después subió la ventanilla y arrancó. Fue justo cuando dobló la esquina que recordé la falange en el congelador. Volví corriendo, solté la mochila en el pasillo de entrada y fui derecho a abrir la heladera. El compartimiento del congelador estaba vacío y sin la gruesa capa de hielo que lo recubría. Mi padre había descongelado la heladera (cada tanto la desenchufaba y le acercaba un ventilador de pie, según él, para que consumiera menos electricidad). Tuve que esperar hasta las siete de la noche a que volviera del trabajo. Le pregunté sobre una bolsita que había en el congelador... “Qué se yo. La habré tirado. ¿Qué había?”. Nada, le respondí, y me fui a mi pieza. Me extrañó que no hubiera mirado qué había ahí enrollado en nylon antes de tirarlo a la basura.
    Llevar la cortadora al hombro por la calle y en el colectivo era una incomodidad a la que me resigné; pero me negué a disfrazarme otra vez de peón, y en cambio me vestí con esmero. De todas maneras fui la atracción de los cancerberos asalariados. Me divertí contando cuántos vigilantes me siguieron con la mirada desde la entrada del barrio hasta que toqué el timbre: seis, garita tras garita, vigilante tras vigilante. Antes de llamar al portero eléctrico fui yo el que miró para todos lados. Esta vez escuché la voz metálica de la mujer que me decía “¿Lucas? Ya te abrimos”. Vino el hombre. Nos saludamos con un apretón de manos (la suya enguantada). Entré y me dijo que dejara la cortadora por ahí (la recosté con mucho cuidado sobre una alfombra impecable). En el comedor me esperaban con té y masas finas. Su mujer terminaba de traer la bandeja de la heladera. Nos sentamos los tres. Sin querer volví a mirarle las manos enguantadas. Noté que el notó mi mirada, y aproveché para decirle “disculpemé señor, mi padre le tiró su falange a la basura”. Tardó unos segundos en decodificar mis palabras. Después largó una carcajada tremenda. “¿Lo tenías guardado al pedazo de dedo?”, me preguntó secándose las lágrimas. Asentí, serio. Me dijo que no me preocupara, que mediante una operación muy costosa le iban a injertar una prótesis que ni se notaba. Me pidió que le contara todo desde el principio y lo hice, sin escatimar los detalles escabrosos, como lo he hecho para ustedes. La mujer nos acompañaba con el té pero no estaba allí, tenía la mirada fija en el aire y cuando yo la observaba volvía de golpe con una sonrisa maternal.
    El empresario se interesó por mi familia, mis aficiones, el colegio. Se lo conté todo. A la vuelta de una de mis anécdotas me preguntó de golpe: “¿Te gusta la administración?”. Yo dije que sí por cortesía. Me explicó: la fundación que él presidía (una manera de beneficencia deducible de impuestos) daba becas para estudiar administración de empresas (así se llamaba la carrera entonces) en una universidad privada. “Sí querés, el año que viene empezás. Con todos los gastos pagos”. Claro que yo quería, a esa edad uno ya sabe que las chances para salir de la pobreza son muy pocas y no da para el lujo de la vocación. Cuando me despidieron, casi me olvido la cortadora. Ya había anochecido, y en la vereda Pérez Estrada me puso unos billetes en la mano diciéndome “para los estudios”. No me resistí (un pibe de barrio jamás se resistiría) y agradecí.
    Con los años llegué a trabajar en la administración de su shopping center hasta que lo vendió, el mes pasado, a un grupo inversor de capitales franceses. Me enteré recién ayer, y por boca de otro que no era don Julián. Me dio mucha pena. Acabo de redactar la renuncia a mi puesto de contador ejecutivo.
  • YitzjakYitzjak Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    ¿Qué tal, Oliver? Me alegra ver que sigues escribiendo. Hoy no he tenido oportunidad de leer todo lo que has puesto en este hilo, pero hay varias cosas que han llamado mi atención:


    La frase: "Un domingo de lluvia que me aburría en mi cuarto, golpeó la puerta mi viejo."


    ¿Te aburría la lluvia dentro de tu cuarto? No lo creo. Seguramente te refieres a un domingo lluvioso en que te aburrías. La palabra "en" me parece que haría falta antes de la palabra "que", puesto que la frase "lluvia que me aburría" indica otra cosa.


    Me llama la atención encontrar esto ya en la primera oración del texto, y he visto algunas cosas similares más adelante. Otro ejemplo:


    "El día anterior con mi hermano habíamos hecho limpieza del galpón del fondo y en uno de los viajes, camino al contenedor comunal que estaba en la esquina, nuestro padre nos interceptó para rescatar una caja de cartón sellada con cinta de embalar que decía, escrito con fibra, “revistas”."


    ¿"El día anterior con mi hermano"? Será, más bien, "El día anterior, con mi hermano,...". Ahora, referente al contenido de las palabras, ¿necesariamente se hacen viajes para limpiar un galpón? Porque dice que "habíamos hecho limpieza del galpón del fondo y en uno de los viajes...", ¿cuales viajes? El lector podría deducirlo, pero creo que no está expresado correctamente. Lo mismo con otros términos. Galpón del fondo (¿del fondo de qué?), escrito con fibra (¿qué fibra? ¿Fibra de vidrio? ¿O hay una fibra especial para escribir sobre cajas de cartón?).


    Observo esto porque sé que eres un excelente lector y también he visto otros textos tuyos que me parecen mucho mejores. ¿Este es un texto viejo que no corregiste...? ¿Lo escribiste casi automáticamente y ya? No sé, Oliver. Te lo digo porque estamos en el Taller y sé que puedes hacerlo bien. Yo, como aspirante a escritor, valoro mucho la honestidad de las lecturas de lo que escriba, por lo que supongo que debe ser igual con mis colegas. Por eso procuro también ser honesto como lector. Este texto lo veo como un borrador o algo así. Espero no te molestes. Saludos.


    Por cierto, ya voy a subir un texto para que me destruyas también, jajajaja :D
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Yitzjak escribió : »
    ¿Qué tal, Oliver?
    La frase: "Un domingo de lluvia que me aburría en mi cuarto, golpeó la puerta mi viejo."
    La palabra "en" me parece que haría falta antes de la palabra "que", puesto que la frase "lluvia que me aburría" indica otra cosa.
    Hola Issac, gracias por los comentarios. Sí, el "en" le daría más coherencia a la frase. Y no soy yo el que se aburría, claro, sino el personaje.
    Yitzjak escribió : »
    ¿"El día anterior con mi hermano"? Será, más bien, "El día anterior, con mi hermano,...". Ahora, referente al contenido de las palabras, ¿necesariamente se hacen viajes para limpiar un galpón? Porque dice que "habíamos hecho limpieza del galpón del fondo y en uno de los viajes...", ¿cuales viajes? El lector podría deducirlo, pero creo que no está expresado correctamente. Lo mismo con otros términos. Galpón del fondo (¿del fondo de qué?), escrito con fibra (¿qué fibra? ¿Fibra de vidrio? ¿O hay una fibra especial para escribir sobre cajas de cartón?).
    Entiendo, son frases coloquiales que pueden sonar extrañas, pero un argentino las entendería sin problemas. "Viaje" se refiere a la manera de referirse a recorrer ciertas distancias a pie, en este caso del galpón del fondo hasta el contenedor de la esquina, se trata, obviamente, de una hipérbole. El fondo es el fondo de la casa, se entiende como se entiende en la palabra inglesa backyard, ¿qué back? el del patio.
    Yitzjak escribió : »
    Observo esto porque sé que eres un excelente lector y también he visto otros textos tuyos que me parecen mucho mejores. ¿Este es un texto viejo que no corregiste...? ¿Lo escribiste casi automáticamente y ya? No sé, Oliver. Te lo digo porque estamos en el Taller y sé que puedes hacerlo bien. Yo, como aspirante a escritor, valoro mucho la honestidad de las lecturas de lo que escriba, por lo que supongo que debe ser igual con mis colegas. Por eso procuro también ser honesto como lector. Este texto lo veo como un borrador o algo así. Espero no te molestes. Saludos.
    Por cierto, ya voy a subir un texto para que me destruyas también, jajajaja :D
    Mis mejores textos no los subo porque me los reservo para el papel. Sí, están corregidos, pero tienen la finalidad de ejercitarme para mantener la mano activa día a día. No creo que estén mal escritos, por lo pronto tus críticas se refieren a detalles sintácticos y expresiones del argot coloquial porteño que por razones obvias sus sobreentendidos vos no llegás a captar.
    Dentro de todo no tienen frases hechas, lugares comunes, no caen en la sobreadjetivación ni en las expresiones rimbombantes ni acartonadas, quiero decir, el narrador no se las da de "artista", y tienen un final claro, en ese primer cuento algo pasa al final, sin diluirse en mero relato. Y todo esto, para un foro de iniciados y amateurs, no es poca cosa. Además, creo que los tres mantienen cierta atmósfera naif y tierna de que sean adolescentes los que los protagonizan. También buscan organicidad orientándose hacia el género detectivesco.
    Y no, acá no se trata de molestarse ni de destruir a nadie, justamente por eso en este foro casi ni se comenta, porque todos tienen miedo de herir susceptibilidades si se critica en serio. Se trata, como ya he dicho, de ser sincero y argumentar cada crítica, sea positiva o negativa.

    Saludos
  • YitzjakYitzjak Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    "Dentro de todo no tienen frases hechas, lugares comunes, no caen en la sobreadjetivación ni en las expresiones rimbombantes ni acartonadas, quiero decir, el narrador no se las da de "artista" (...) ".


    ¿Estás seguro de que no te molestaste? Jajajajaja :D.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Yitzjak escribió : »
    "Dentro de todo no tienen frases hechas, lugares comunes, no caen en la sobreadjetivación ni en las expresiones rimbombantes ni acartonadas, quiero decir, el narrador no se las da de "artista" (...) ".


    ¿Estás seguro de que no te molestaste? Jajajajaja :D.

    Te invito a que lo leas completo, y no solo el primer párrafo buscándole errores. Únicamente con la idea global del cuento se puede hacer una crítica seria y bien argumentada.
  • YitzjakYitzjak Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Gracias por tu invitación, pero no puedo seguir leyendo un texto que tiene errores desde la primera línea. Además, no despierta mi interés, no me atrapa, más bien me causa tedio. Pienso que en un texto logrado (sobre todo, en un cuento), cada línea, desde la primera hasta la última, está bien hecha. No me fío de los que afirman "empieza mal, pero termina bien". Y me parece que los textos que son flojos al inicio, también lo son en el desarrollo y en el final, así que no invertiré mi tiempo en ello, perdona.


    Por cierto, no tengo interés alguno es extenderme en una discusión estéril. Esa es mi opinión. Saludos.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Entendido, Issac, ¿o deberé llamarte "cabellos de plata"...?
    Leete un manual de redacción y después charlamos.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2016
    Cabellos de plata, una cosa más:
    ¿Viste lo que conseguiste por ser un resentido, sorete chavista? Que el único forista dispuesto a leer la basura que postéas ahora no se gaste más las restina. ¡Por tu culpa, cabellos de plata, casi sufro un desprendimiento de retinas y ahora tengo que hacerme tratar con el oculista!
    Todavía estoy esperando que me critiques como se debe, oh gran rey de los clishés, y no agredirme por ser un resentido de mierda.
    Pero boludo soy yo por perder el tiempo con un idiota como vos, cabellos de plata, que te la venís a dar de "artista" posteando un montón de estupideces de aprendiz creyendo que estás haciendo "literatura".
    Después de que leas el manual de redacción y aprendas a escribir, cabellos de plata, espero que me hagás una devolución del texto como se merece. Pero no sé por qué pierdo el tiempo con estúpidos chavistas resentidos como vos...
    ¡Cabellos de plata!
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