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En la piscina

Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2015 en Taller de Prosa
En la piscina

Cuando llegué a mi trabajo, la patrona me atendió vistiendo una bikini obsena para su edad. Cualquiera hubiera sufrido arcadas ante ese panorama de carne colgando, pero yo tenía que ganarme la vida. Hacía unos pocos días que me había conchabado en un caserón de estilo francés de los últimos que quedaban en Barrio Norte. Allí hacía un poco de todo: cocinero, mucamo, “pibe” de los mandados, si hasta me tenía que disfrazar de pingüino para hacer de mayordomo en los lunchs que organizaba la jovata. He trabajado muy poco en mi vida, porque el trabajo envenena; pero en algunos casos no me quedaba más remedio que dejarme usar. Trabajaba hasta que me cansaba, ahorrando todo lo posible, luego renunciaba y me dedicaba a gastar la plata viajando. Pero ahora, en el ahora de esa mañana de verano, tenía que estar a las órdenes de una ricachona.
“Pase Oliver, que tenemos visita”, me dijo la vieja, mientras me daba la espalda y me dejaba ver medio cachete de un culo estriado, devastado como Berlín después de la guerra. Avanzó hacia el jardín y fue dejando en la alfombra un camino de pisadas, total, limpiaba yo. La seguí, esperando instrucciones. Salimos a los fondos de la casa y me sentí incómodo con lo que vi. Junto a la piscina había un mujer joven que tomaba sol de espaldas en una de las reposera. Es decir, el caso contrario de las arcadas del vejestorio impúdico: ahora trataba de no mirar esos hemisferios de carne firme y joven apenas camuflados por la tanga. La vieja se acercó a la chica, que parecía dormitar cubriéndose la cabeza con sus brazos, y le dijo “Marita, éste es Oliver, el mucamo del que te hablé”. Ella se dedicó a atarse el corpiño del traje de baño antes de girar sobre la lona y mirarme, haciéndose visera con una mano. La vieja me dijo “mi nieta”. Yo hice una inclinación de cabeza por todo saludo, sabía muy bien que a la gente de plata no le gustaba el contacto físico, y menos con extraños, y menos con el servicio doméstico. Ella me dijo “cómo le va” y siguió tomando sol, ahora en decúbito dorsal. Se había colocado el corpiño medio torcido, y uno de los exiguos triangulitos del corpiño le dejó un pezón al aire libre. La vieja lo notó cuando estaba por contarme alguno de los méritos de su nieta, entonces prefirió decirme “empiece por la cocina Oliver, que yo ya voy”. Yo hice otra leve inclinación (suponía que los mayordomos se comportarían así) y volví a entrar en la casa por el ventanal corredizo.
La cocina era un desastre. La noche de viernes la vieja organizaba fiestas y no levantaba un solo plato, me dejaba todito para mí. Empecé por la vajilla. Junté todo lo que encontré por la casa y lo apilé en la mesada. Frente a la bacha estaba la ventana que daba al jardín. Toda una tentación para bichar a la tal Marita, que había vuelto a ponerse de espaldas y a despejar de hilos su espalda, para un bronceado sin interferencias. Pero en la otra reposera, la jovata tomaba sol de cara a la casa, y con sus anteojos oscuros puestos yo no podía saber si me miraba o no. Traté de concentrarme en el fregado y salir de la cercanía de esa ventana lo antes posible. Media hora después pasé al living, cuya pared reformada tenía un amplísimo ventanal que daba al jardín. Me puse a fregar el piso. En el ir y venir con el secador tenía de frente, durante cada pasada, a dos generaciones de los Irazabal Parmo: en decúbito ventral, abuela y nieta se bronceaban parejo, y cada raja era un mapa generacional: el uno estriado, celulítico y caído; el otro compacto y radiante. No pude dejar de bichar el de la izquierda en cada pasada, la tentación era mucha. Noté que la joven se elevaba un poco sobre sus brazos y algo le decía a la vieja, que casi de inmediato gritó “Oooliveeer”. El palo del secador se me zafó de las manos. ¿Me habrían visto?
Salí al jardín y me acerqué a la señora tratando de no desviar la vista de esa cara arrugada: “¿Señora?”. “Fíjese que mi nieta dice que hay unos bichos en el agua. Sáquelos por favor”, me ordenó. Fui hasta el cuarto de las herramientas y volví con un bichero de tela. Me quedé de pie sobre el borde de la pileta, con esa cosa vertical como si fuera un guardia medieval, esperando órdenes. Pasaron varios segundos de incomodidad, hasta que la jovata percibió que estaba allí y le dijo a su nieta “decile nena qué bicho viste”. Marita se irguió un poco en la reposera y giró para señalarme algo en un rincón de la piscina. No se tomó el trabajo de volver a atarse el corpiño, solamente se apretó la parte de arriba del traje de baño con el brazo libre. Pero no ponía mucha dedicación, y sus pechos pequeños, que cabrían perfecto en el hueco de mi mano, aparecían y desaparecían de la luz de la mañana. Mientras, con un índice, señalaba un esquinero de la pileta y me decía “por allá vi unos bichos verdes flotando”. Yo no sabía qué mirar, si lo que apuntaba o lo que dejaba de cubrir. Me acerqué al borde de la pileta y busqué. No había nada. Ni las bolillitas que largaba un árbol vecino. Yo mismo le había cambiado el agua hacía dos días. Para salir de la situación metí el bichero en el agua y revolví la zona, pero no saqué nada. Como la joven seguía atenta a los resultados de la limpieza, volví a repetir la operación, mientras buscaba en la superficie del agua algo para sacar, aunque más no sea una hoja.
Me puse nervioso, extraño en mí, me estiré de más en el borde de lajas blancas de la piscina, y al perder de vista el bichero, en una bichada fugaz de esos senos veinteañeros, perdí el equilibrio y terminé cayendo aparatosamente dentro de la pileta. Las mujeres se pararon de sus reposeras de un salto, entre preocupadas y divertidas. Salí del agua acalorado ahora pero por mi papelón. Imaginé que el pantalón de jogging empapado me marcaría la topografía humana sin miramientos. Me quedé ahí parado chorreando agua, sin saber qué hacer. La vieja, resistiendo la risa, me dijo “espere Oliver que le traigo una toalla”. Su nieta volvió a recostarse boca abajo. Se le movía el vientre del ataque de la risa, pensaría que el tipo que su abuela tenía de empleado todo uso era un bobo que se obnubilaba por ver un simple culo. Mi patrona apareció por la puerta ventanal con un pantalón short. Me llamó con la mano. “Oliver, ya que está mojado, ponga la ropa a secar y métase en la pileta, lo invito”, me dijo cuando estuve al lado. Yo me resistí apenas, y fui al baño a cambiarme. Al salir, colgué en el tendedero el pantalón y la camisa, dejé al sol las zapatillas de tela y luego me metí en el agua con cuidado, bajando por la escalera. A los pocos minutos Marita se largó en un clavado imprevisto. Nadó en silencio, mientras a un costado yo la observaba con el agua al cuello. En su reposera, la vieja seguía tostándose con esas gafas que no me dejaban tranquilo. La chica emergió del agua y se me quedó mirando. Su bikini era definitivamente uno o dos talles más estrecho que lo que sus atributos reclamaban, porque el triangulito de tela de la taza derecha amagaba con renunciar a su labor censora. Mi reacción fue cerrar los ojos y hundir la cabeza, porque tuve una erección instantánea. Conté hasta diez, mientras pensaba en algo desagradable (el velorio de mi madre, la final de la libertadores que Boca perdió por penales en Colombia, las nalgas devastadas de la jovata). La presión cedía, pero la reemplazaba las ganas de orinar. Cuando saqué la cabeza, Marita hacía la plancha atenta a mi aparición. Me preguntó “¿y había o no había bichos?”. “No encontré nada, pero mirá las consecuencias”, le dije señalándome el pecho velludo que porto. Ella largó una carcajada, mirando el cielo, y yo acompañé su risa orinando largo y tendido en la misma agua que había cambiado hacía dos días nomás. Al llegar al extremo de la piscina, golpeó apenas la cabeza contra el borde y se enderezó. Con una sonrisa picarona me preguntó “¿seguro, no? Mirá que ooodio los bichos”. “Quedate tranqui, que esta agua tiene más cloro del que te imaginás”, le dije, y no pude evitar reírme. Marita, en cambio, se quedó pensativa. Ahora que abajo estaba todo en calma, yo también la imité: hice la plancha sin perderla de vista.

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