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En el consultorio médico

Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2015 en Taller de Prosa
En el consultorio médico
Cuando abrí la puerta del consultorio y la vi, me dije que valdría la pena desnudarme ante ella. Al fin y al cabo, era para lo que había entrado en esa sala de primeros auxilios de un barrio cualquiera de un pueblo de provincias cualquiera. Tres horas antes había pasado por casualidad por la puerta, rastreando la zona en busca de nuevos clientes para mi circuito de ventas, y supuse que sería un buen entretenimiento para una jornada laboral tan aburrida. Me había asomado en la sala de espera y había visto a la secretaria sola. Había preguntado por “un médico clínico”. Sí, me me había dicho la mujer, la doctora empezaría a atender a partir de la una. Había confirmado que allí estaría una mujer trabajando de médica, era todo lo que necesitaba mi espíritu libertino. Le había dicho que después pasaría y así lo hice.
Volví tres horas después, con una excusa a medias cierta, pues de verdad me estaba doliendo la pierna derecha de tanto caminar, buscando hacerme de una cartera de comerciantes para mi circuito de distribución. Lo que sentía era una punzada en la cabeza del fémur derecho que me corría como una electricidad pierna abajo. Pero tampoco tenía la urgencia de ver a un médico ese mismo día (como se imaginarán, si era un masculino el “facultativo” que atendía allí y ese día, daba media vuelta y no volvía a aparecer).
Entré en la habitación que hacía las veces de consultorio y vi a la doctora sentada detrás del escritorio, con mi historia clínica recién inaugurada delante de sus ojos. Morocha, el pelo azabache atado en rodete, labios gruesos, busto imponente... Vestida con su guardapolvo blanco que en nada anegaba sus curvas, le calculé unos veinticinco años. Por lo general estos médicos son jóvenes, pues con años de oficio y una clientela estable, ya abren su propio consultorio y se olvidan para siempre de la medicina pública. En fin, era lo que yo buscaba. Me senté del otro lado del escritorio, dejé mi maletín sobre el suelo y esperé. Detrás de mí, contra la pared, estaba la camilla de cuero negro a la que yo esperaba abordar ni bien la doctora me lo señalara. “Señor... ¿Oliver Tino?”, me preguntó mirándome por primera vez. Sí, tal era mi nombre, mentí sin que se moviera un músculo de la cara, era de padres ingleses. Me preguntó qué me andaba pasando (“qué le anda pasando”). Le expliqué que desde que había empezado a trabajar como corredor de comercio había tenido que caminar mucho, primero haciéndome de mi propia cartera de clientes, luego yendo a “levantar” los pedidos. Como no tenía vehículo propio, debía hacerlo todo a pie. Y eso me había traído un dolor en la pierna, y le especifiqué, “desde la cabeza del fémur hasta casi la rodilla”. La médica se me quedó mirando un momento y algo anotó en mi ficha. Se tomó su tiempo. Luego vino un largo interrogatorio sobre hábitos personales, enfermedades hereditarias, enfermedades recientes, operaciones, quebraduras, y hasta si fumaba. A todo le respondí con un monótono “no”, porque a decir verdad siempre me sentía muy bien de salud, y solamente iba cada tanto a visitar a médicas por mi afición de libertino: disfrutaba mucho de ese palpar profesional de las “trabajadoras de la salud”, tan distante y controlado, que en nada podía compararse en placer con el de las prostitutas.
¿Cuándo llegaría el momento de la revisación? Estaba ansioso como si fuera la primera vez que mi perversión me arrastraba hasta esta situación. La doctora al fin terminó de anotar algo en mi historia clínica y me pidió que me parara. Ella hizo lo mismo, rodeó el escritorio y apoyó un dedo índice sobre mi cadera, por sobre la tela gruesa del pantalón de jean. “¿Acá siente el dolor?”, me preguntó. Dije que sí. “¿Y le corre una electricidad todo por acá?”, y recorrió con el dedo el flanco de mi muslo. Volví a decir que sí. La médica volvió a sentarse y yo la imité. Empezó a llenar una receta, mientras me explicaba que necesitaba que me fuera a hacer tres radiografías. O sea, pensé decepcionado, que no iba a haber ni camilla ni pantalones caídos. Llenó otra receta con unos calmantes para el dolor. Le puso su sello y me los alcanzó. Me quedé leyendo su nombre, junto al número de matrícula profesional: se llamaba Sandra. Me dijo que una vez que tuviera las tres placas volviera a visitarla. No, definitivamente no habría revisación ese día. Nos dimos la mano por sobre el escritorio, alcé mi maletín y cuando iba de salida me pidió si podía llamar a Moreno, el paciente siguiente. Repetí ese nombre cuando cruzaba la sala de espera y salí a la calle sin saludar, con las dos recetas aún en una mano.
Cuando llegué a la esquina me quedé en la parada de los colectivos locales y me puse a guardar las recetas en el maletín demasiado cerca del macadam. Me entretuve tratando de descifrar el apellido de la médica. Era polaco, tenía muchas zetas y doblevés, y no noté que en ese momento llegaba el ómnibus. A muy poca velocidad, porque estaba estacionando justamente para que yo subiera, el colectivo me tocó apenitas el flanco de mi cuerpo, pero como yo estaba distraído en pleno deletreo el impacto me hizo volar hacia atrás unos metros. Lo último que recuerdo fue la caricia áspera de la chapa, y mi cuerpo eyectado por el aire.
Al despertar noté que estaba otra vez en el consultorio, recostado boca arriba sobre la camilla añorada. Sandra estaba a mi lado, de pie, y me pareció que me sonreía de una manera extraña. Me llamó señor Tino y me preguntó cómo me sentía. Yo pregunté a mi vez qué me había pasado. “Nada por suerte, el colectivo lo atropelló y en la caída se golpeó la cadera. Ya lo revisé, no hay daño óseo, fue solamente el golpe”, me explicó. Elevé un poco la cabeza para verme la pierna. Ella, supuse, me había cortado todo a lo largo el pantalón, el calzoncillo y hasta el cinto, y alrededor de la pierna, ajustada a presión contra la ingle, me había colocado un vendaje tirante. Volví a recostarme y me tapé la cara con el antebrazo. La médica me dijo “no se haga mala sangre, Oliver, que la sacó baratísima. Vístase tranquilo”, y me dejó solo en el consultorio. La pierna en verdad no me preocupaba; me lamentaba, sí, el haberme perdido toda la diversión.

Comentarios

  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado noviembre 2015
    En el consultorio médico
    Cuando abrí la puerta del consultorio y la vi, me dije que valdría la pena desnudarme ante ella. Al fin y al cabo, era para lo que había entrado en esa sala de primeros auxilios de un barrio cualquiera de un pueblo de provincias cualquiera. Tres horas antes había pasado por casualidad por la puerta, rastreando la zona en busca de nuevos clientes, y supuse que sería un buen entretenimiento para una jornada laboral tan aburrida. Me había asomado a la sala de espera y había visto a la secretaria sola. Había preguntado por “un médico clínico”. Sí, me me había dicho la mujer, la doctora (y me nombró un apellido difícil de memorizar) empezaría a atender a partir de la una. Suficiente. Había confirmado que allí estaría una mujer trabajando de médica, era todo lo que necesitaba mi espíritu libertino. Le había dicho que después pasaría y así lo hice.
    Volví tres horas después, con una excusa a medias cierta, pues de verdad me estaba doliendo la pierna derecha de tanto caminar, buscando hacerme de una cartera de clientes para mi circuito de distribución de, creo, una marca de broches que representaba por entonces. Lo que sentía era una punzada en la cabeza del fémur derecho que me corría como una electricidad pierna abajo. Pero el dolor no era terrible y tampoco tenía la urgencia de ver a un médico ese mismo día (como se imaginarán, si el “facultativo” que atendía allí era un masculino, daba media vuelta y no volvía a aparecer).
    Entré en la habitación que hacía las veces de consultorio y vi a la doctora sentada detrás del escritorio, con mi historia clínica recién inaugurada delante de sus ojos. Morocha, el pelo azabache atado en rodete, labios gruesos, busto de proa... Vestida con su guardapolvo blanco que en nada anegaba sus curvas, le calculé unos veinticinco años. Por lo general estos médicos son jóvenes, pues con años de oficio y una clientela estable, ya abren su propio consultorio y se olvidan para siempre de la medicina pública. En fin, era lo que yo buscaba. Me senté del otro lado del escritorio, dejé mi maletín sobre el suelo y esperé. Detrás de mí, contra la pared, estaba la camilla de cuero negro a la que yo esperaba abordar ni bien la doctora me lo señalara. “Señor... ¿Oliver Tino?”, me preguntó mirándome por primera vez. Sí, tal era mi nombre, mentí sin que se moviera un músculo de la cara, era de padres ingleses. Me preguntó qué me andaba pasando (“qué le anda pasando”). Le expliqué que desde que había empezado a trabajar como corredor de comercio había tenido que caminar mucho, primero haciéndome de mi propia cartera de clientes, luego yendo a “levantar” los pedidos. Como no tenía vehículo propio, debía hacerlo todo a pie. Y eso me había traído un dolor en la pierna, y le especifiqué, “desde la cabeza del fémur hasta casi la rodilla”. La médica se me quedó mirando un momento y algo anotó en mi ficha. Luego vino un largo interrogatorio sobre hábitos personales, enfermedades hereditarias, enfermedades recientes, operaciones, quebraduras, y hasta si fumaba. A todo le respondí con un monótono “no”, porque a decir verdad siempre me he sentido muy bien de salud, y solamente iba cada tanto a visitar a médicas por mi afición de libertino: disfrutaba mucho de ese palpar profesional de las “trabajadoras de la salud”, tan distante y controlado, que en nada podía compararse en placer con el de las prostitutas.
    ¿Cuándo llegaría el momento de la revisación? Estaba ansioso como si fuera la primera vez que practicara el libertinaje. La doctora al fin terminó de anotar algo en mi historia clínica y me pidió que me parara. Ella hizo lo mismo, rodeó el escritorio y apoyó un dedo índice sobre mi cadera, por sobre la tela gruesa del pantalón de jean. “¿Acá siente el dolor?”, me preguntó. Dije que sí. “¿Y le corre una electricidad todo por acá?”, y recorrió con el dedo el flanco de mi muslo. Volví a decir que sí. La médica regresó a su silla y yo la imité. Empezó a llenar una receta, mientras me explicaba que necesitaba que me fuera a hacer tres radiografías. O sea, pensé decepcionado, que no iba a haber ni camilla ni pantalones caídos. Llenó otra receta con unos calmantes para el dolor. Le puso su sello y me las alcanzó. Me quedé leyendo su nombre, junto al número de matrícula profesional: Sandra. Me dijo que una vez que tuviera las tres placas volviera a visitarla. No, definitivamente no habría revisación ese día. Nos dimos la mano por sobre el escritorio, alcé mi maletín y cuando iba de salida me pidió si podía llamar a Moreno, el paciente siguiente. Repetí ese nombre cuando cruzaba la sala de espera y salí a la calle sin saludar.
    Cuando llegué a la esquina me quedé en la parada de los colectivos locales. Con las recetas en una mano, volví a hojear la letra manuscrita de la mujer, y me entretuve tratando de descifrar el apellido de Sandra al pie del formulario. Era polaco, tenía muchas zetas y doblevés, realmente difícil. Tan entretenido estaría en el deletreo de las consonantes y las jotas que se pronunciaban como íes, que no noté que llegaba el colectivo. A muy poca velocidad, porque estaba estacionando justamente para que yo subiera, el vehículo me golpeó el flanco de mi cuerpo y me hizo volar hacia atrás unos metros. Lo último que recordé fue la caricia áspera de la chapa y mi cuerpo eyectado por el aire.
    Al despertar noté que estaba otra vez en el consultorio, recostado boca arriba sobre la camilla añorada. Sandra estaba a mi lado, de pie, y me pareció que me sonreía de una manera extraña. Me llamó señor Tino y me preguntó cómo me sentía. Yo pregunté a mi vez qué me había pasado. “Nada por suerte, el colectivo lo atropelló y en la caída se golpeó la cadera. Ya lo revisé, no hay daño óseo, fue solamente el golpe”, me explicó. Elevé un poco la cabeza para verme la pierna. Ella, supuse, me había cortado todo a lo largo el pantalón, el calzoncillo y hasta el cinto, y alrededor de la pierna, ajustada a presión contra la ingle, me había colocado un vendaje muy tirante. Volví a recostarme y me tapé la cara con el antebrazo. La médica me dijo “no se haga mala sangre, Oliver, que la sacó baratísima. Vístase tranquilo”, y me dejó solo en el consultorio. La pierna en verdad no me preocupaba; me lamentaba, sí, el haberme perdido toda la diversión.
  • LigthLigth Anónimo s.XI
    editado diciembre 2015
    me parece una gran historia bien narrada en la cual me pude ver reflejado en aquel joven y su situacion una vez mas me has demostrado tu talento y si te sirve de algo te diré que me gustó mucho sigue así:rolleyes2:
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2015
    Se agradece.
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado diciembre 2015
    Al menos alguien que le saca gusto ir al Doctor, asi sea de forma morbosa:)
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