El caso del cartonero suertudo
Recuerdo el caso del cartonero
que luego de su recorrida nocturna
ya de regreso en su humilde ranchito
se encontró con varios fajos de dólares
(sumaban 50 mil según la denunciante)
prolijamente ordenados
entre los desperdicios juntados por la calle.
¿Qué hubiera hecho uno?
Sencillo, elemental: antes de empezar a gastar
¡mudate de ciudad!
Pero no: el muy pelotudo se compró
una casa, dos autos y se montó un kiosquito
allí mismo a pocas cuadras
de lo de la ahorrista descuidada.
Una sirvienta que trabajaba
para la septuagenaria
(estos cabecitas negras están tanto en la génesis
como en el apocalipsis de los quilombos)
había sacado cosas viejas a la calle,
entre las que estaba una caja con los verdes
ahorrados por su patrona
durante años de esforzada evasión impositiva.
La señora se enteró
(¿existirá alguna vez la eugenesia anti-chusma?)
de ese cartonero que antaño pasaba por su vereda
tirando de un carrito
y que se había vuelto platudo de repente
(cualquiera con dos dedos de frente lo hubiera notado,
pero para el cabeza cartonero era mucho calcular)
corrió a constatar sus ahorros
y luego corrió a hacerle un juicio.
La opinión pública comenzó a preguntarse
(tocándose rítmicamente el mentón con un índice)
de quién era lo que estaba en la calle,
mientras los 5 pibes del cartonero
morfaban todos los días
y seguían los debates
por la tevé recién comprada
gracias a los dólares
de la desatención
pequeñoburguesa.
Comentarios
Diez años después
dos periodistas viajan a buscar
al cartonero famoso.
Su ex abogado les informa
“busquenló en el basural”.
Y allí lo encuentran
subido a una montaña
de bolsas multicolor
revisando los desperdicios.
Se disculpa de no saludar
a los cronistas dándole la mano.
“No soy un delincuente” y
“ojalá nunca hubiera encontrado esa plata”.
Es todo lo que le dice
a los enviados especiales.
Ha perdido el juicio.
La Justicia lo ha esquilmado
otra vez pero para el que nunca nada tuvo
es como si no se notara.
Autos, plazos fijos, la mercadería
del kiosquito, todo le quitó
la señora de la venda.
Menos la casa, donde aún vive.
“No soy un delincuente” y
“ojalá nunca hubiera encontrado esa plata”
vuelve a repetir como un mantra
frente a la grabadora.
Hace unos minutos nomás
en la tevé mañanera
un movilero relata
la pequeña gran “odisea”
que vivió un pequeñoburgués
(que está parado y silencioso ahí al lado)
con su familia:
Le robaron la rueda
a su auto en el bosque de Palermo.
(La delantera derecha, aclaran y muestran.)
Pasaron un domingo a puro
deporte y vida al aire libre
en un club privado de por ahí.
Y cuando salieron, esto:
el dolor de ya no tener,
o de tener un triciclo
de cuatro lados
habiendo dejado un automóvil.
Luego hay un responso express donde
el propietario se indigna,
el movilero se indigna,
el conductor desde estudios se indigna.
Es este último quien le pregunta
al cronista si no hay cámaras de seguridad
instaladas por allí.
El camarógrafo aprovecha
y hace un paneo del nada bucólico bosque
que los rodea.
No, dice más indignado aún
el movilero en solidaridad
con el amo del coche mutilado.
Y es entonces cuando
entre los tres nace una nueva utopía
de la sociedad de control:
Una cámara de seguridad por árbol,
¡un bosque de ojos!
parecieran reclamarle
a las autoridades.
Se llamaba Miguel y tal vez
un tocayo suyo
sindicalista combativo y
reventador de los neumáticos
del Poder,
le dio la idea.
Su negocio no daría los frutos
de acuerdo a las expectativas
que él había depositado
en su gomería.
Por eso habría empezado
a enroscar dos fierritos
entre sí para fabricar los
famosos clavos “Miguelito”.
Se pasaría la noche en la
trastienda de la gomería
y saldría a la mañana tempranito
con su auto
a esparcir sus diminutivos homónimos
por el asfalto de la ruta provincial
que lleva a los veraneantes hacia la costa.
Después atendería a sus víctimas
con muecas de fingida preocupación
“porque una pinchadura a más de cien
puede hacerte volcar el auto”
y los padres de familia reconocerían
“que estamos vivos de milagro”.
Cobraría el recambio y el emparchado
con el recargo lógico del precio de turista.
Hasta que ayer, informa el matutino
la policía sorprendió al gomero
con las manos en la masa:
Miguel viajaba con miguelitos.
Podemos imaginarlo como un muchacho
ambicioso y decidido
que no soportaría tener que esperar a que
los peligros de la ruta hicieran sus negocios
con calmosa indiferencia.
Informa el cable
llegado desde los Estados Unidos
que un joven de 17 años
fue detenido en un hospital
por hacerse pasar por ginecólogo.
Durante todo un mes el muchacho
se revistió con un guardapolvos blanco
e hizo uso y abuso
de sus privilegios como galeno
sin que nadie percibiera
que el imberbe actor
participaba de las sesiones
visuales y táctiles
irreemplazables en el oficio
para dar un correcto diagnóstico
a la paciente.
Pero luego desaparecía,
desinteresado de repente
por el posterior tratamiento
o la evolución de los síntomas.
Lo delató tanta juventud
y su reality a medida le duró
justo un mes, más tiempo
de lo que duran algunos en la tevé.
De chico jugábamos
a la búsqueda del tesoro
o más bien nos obligaban
a participar del evento escolar
nuestras abnegadas maestras.
Horas y horas deambulando
por las calles de tierra y los pastizales
sudando por el ejercicio veraniego
para salir premiados
con un alfajor o una pelota de goma.
Hoy me entero que en San Francisco
un millonario esconde sobres con billetes
y deja pistas por Twitter
para estimular a la gente a que recorran
los rincones menos favorecidos de la ciudad.
No es un samaritano, aclara
sino un empresario del ámbito inmobiliario
que invierte en áreas deprimidas de la zona
por la crisis económica.
Un búsqueda del tesoro
interesada por reactivar el mercado
con inversores y auspiciantes.
Entro en un supermercado de una cadena internacional.
Por fuera no difiere de los muchos erigidos en serie para el
buen fluir de la sociedad de consumo.
Pero por dentro es una fortaleza hiper vigilada
que supera en su desemesura a las otras sucursales:
agentes de seguridad privada
cámaras de circuito cerrado en cada pasillo
repositores y supervisores enfrascados en sus
responsabilidades pero que también miran
más dos o tres policías de la provincia
que llamativamente custodian el espacio privado.
Claro: es enero y estoy en una ciudad de veraneo.
La localidad ha triplicado su población con turistas
y las fuerzas del orden han quintuplicado las suyas
con imberbes oficiales recién entrenados.
Sus pecheras de refrescante verde fluor se esparcen
de a pares por esquinas y plazas
como un veneno con sabor a menta.
Pero volviendo al supermercado
(del que nunca me había ido)
y a pesar de que tanta coerción intimidatoria logra,
efectivamente, intimidarme
aún así encuentro la manera
de deleitarme con un chocolate suizo importado
en un punto ciego de este arduo, excitante
panóptico carcelario
del que dear Jeremy estaría orgulloso.
Él sobrevivó
a las muchas aberturas
enrejadas de la cárcel:
una tras otra tras otra
las puertas y ventanas
corredizas de fierro se
sucedían por los pasillos del penal.
Sus socios, desde afuera, creían
que él no resistiría la condena a cinco años.
Pero salió caminando,
cruzó las muchas rejas indemne
hacia la calle y por un tiempo
pareció reencauzarse gracias
al evangelismo y la carpintería.
Pero pronto volvió a sus andanzas,
y la noticia llegada desde Misiones
me cuenta de un joven que murió
asfixiado por la presión de un ventiluz
varios talles más estrecho
que sus ilusiones.
Los peritos conjeturan
que quiso entrar en la casa deshabitada
distante a media cuadra de la de sus padres
“con fines de hurto”:
se tentó con la ramera abertura
pero no pudo penetrarla.
De noche, tarde, veo por tevé
un compilado de suicidas o distraídos
atropellados por trenes
que captaron las cámaras públicas.
De ese montaje letal hay un personaje
que me shockea:
es un joven que sale corriendo de detrás
de un tapialcito a escasos metros
del paso a nivel y se para
en medio de las vías
de brazos y piernas abiertas
como un joker ungido
frente a la vieja locomotora diesel
que en un segundo lo borra del cuadro
empujándolo a hacer mutis por el foro.
¿Habrá elegido ese lugar, a sabiendas de la cámara?
¿Habrá sido su última pulsión escénica
suicidarse ante la lente de la municipalidad?
Si así planeó su extrovertida aniquilación deberé decir
que este criminal introvertido llegó lejos pues
yo me entero de su performance justamente
porque la cámara le tomó el acting en todo su
dramático esplendor y lo envió
a este casting postmortem de un
programa de noticias
de la televisión abierta.
En el mismo compilado
de accidentes ferroviarios
otra cámara que por ley
debe llevar la locomotora en su fachada
capta el momento en que
un conductor al que su camioneta
se le había detenido
justo sobre las vías
cruzada de lado a lado
se baja corriendo y se salva de milagro.
Reconozco el lugar, el mediodía:
yo viajaba en ese tren.
Desde arriba, en el último vagón,
el impacto fue mínimo, el tren se detuvo
uno metros antes de la estación
y cuando bajé vi al tipo en estado de shock
siendo calmado (le palmaba el hombro)
por un peatón que esperaba para cruzar.
Su camioneta gris estaba adelante y me pareció
que la locomotora se había pegado un bigote canoso
de plástico, de esos que se venden en las jugueterías.
Es todo lo que vi. Y a la distancia pues
las conglomeraciones de curiosos reunidos
tras la tragedia me incomodan.
Hay un morbo espectacular en los que
pronto hacen ronda alrededor
de un cadáver o unos fierros retorcidos.
Por eso busqué enseguida salirme de las vías
y caminé hasta mi casa algunas cuadras de más.
Eso fue todo.
Recuerdo que en las cercanías de las sirenas
melodramáticas que ya empezaban a escucharse
una viejita me preguntó
con voz de actriz de reparto, qué había pasado.
Nada señora, le dije, el hombre está sano y salvo.
Y seguí caminando.
Acaba de ser el promotor
de la detención de dos
adolescentes en intento de robo.
Pero los detalles del hecho
prefiere salteárselos:
a la distancia no supo que eran
chicos y cuando los vio esposados
boca abajo en la vereda deseó
no haber llamado al 911.
Pero lo que importa para esta crónica
es que está en el despacho de un
oficial, en la comisaría número 39 de la ciudad capital
prestando declaración como denunciante.
El policía que transcribe su testimonio
golpea el teclado de la computadora como si fuera
una vieja máquina de escribir.
El denunciante relojea cómo redacta el oficial:
“¿sabrá que existe el punto y aparte?”
“¿No ve que hice una pausa para que pusiera una coma?”
“¿No escuchó hablar de las tildes y las minúsculas?”
Pero hay algo que horroriza los escrúpulos
del redactor-denunciante: escribe tez con “s”.
Está a punto de corregir al uniformado que
del otro lado del escritorio
azota las teclas negras como cifra
de la sociedad de control.
Pero se censura. Sería peligroso:
juega de visitante,
mejor quedarse piola.
Al regreso, y como lo levantaron
así como había bajado para ayudar,
en shorts y ojotas
y sin un peso ni para el colectivo
pide si algún patrullero lo puede acercar
hasta su departamento.
Viaja en el asiento de atrás y mientras
escucha los chismes de la pareja de uniformados
ahí adelante no puede dejar de pensar
“qué mal que quedó redactado el texto”.
El caso ocurrió hace unos años.
No pude hallar la fuente
pero lo recuerdo bien.
Un jubilado tuvo la idea
de esconder sus ahorros
entre las chapas del techo de su casa.
Cuesta imaginar un lugar
menos confiable, más torpe pero tal vez
el septuagenario ahorrista recordó
el consejo que da Monsieur Dupin
en la carta robada:
“cuanto más expuesto, más oculto”.
La cuestión es que unos vecinos lo vieron
caminando muy a menudo sobre las chapas de cinc
y no tardaron en robarle lo que escondía
no “bajo” sino “sobre” su techo.
Los imbéciles, cebados por los ingresos extra,
compraron un costoso equipo de música
y la cumbia empezó a escucharse
desde toda la manzana pues estos cabecitas
creen que de nada sirve tener si no se ostenta.
Visto el faltante, y alertado
por los tambores de la barbarie,
el jubilado los denunció a la policía,
y el hecho se volvió noticia.
No sé el final de la historia,
que se habrá continuado en un juzgado.
Sí sé el corolario para esta crónica:
Menos por menos igual más.
La fórmula traducida sería:
“imbécil con imbécil se anulan entre sí”.
Pero esta poética objetivista se inscribe
-en mi propia experiencia formativa y en mi afán revisionista-
en una corriente realista y antirromántica que en poesía tiene un origen
moderno y remoto en los poemas en verso y en prosa de Baudelaire.
Dejando de lado por obvios a autores como Balzac, Flaubert y Zola,
Proust, Joyce, Faulkner, etc., creo que las
que dejaron en nosotros una impronta más específica en lo que respecta
a esta corriente realista y objetivista fueron las lecturas de
los poetas norteamericanos (Eliot, Pound, Moore, Williams, Creeley, etc.)
y la poesía rosarina del 70 (Hugo Diz, Eduardo D’Anna, Isaías, Francisco Gandolfo, etc.),
la narrativa de Arlt, Quiroga, Onetti, Di Benedetto y Saer paralelamente a Robbe-Grillet y
los ensayos que le dedica Barthes, Juan L. Ortiz, “Trabajar cansa” y “El oficio de poeta” de Pavese,
Girri como poeta y traductor, Montale, Rilke, Giannuzzi, Perec, etc.
La del realismo como se sabe es una problemática crónica en la historia
de las corrientes estéticas, y las distintas épocas y sociedades inspiran
en sus autores diversas modalidades de representación;
el lenguaje poético, que corre la misma suerte respecto de las condiciones
históricas, demanda periódicamente un reajuste en su dicción para dar cuenta
más fielmente de lo que pasa, sea por la calle, por la cabeza o por la televisión.
De Mar del Plata llega el cable.
En “las inmediaciones de la necrópolis local”
y “a altas horas de la noche”
la policía detuvo a “tres femeninos”
de 21, 41 y 45 años
“en actitud sospechosa”:
cargaban inmensas y pesadas
bolsas de arpillera.
Requisadas, se encontró
mucho bronce en forma de
candelabros, placas y floreros.
Era claro que estas NN el bronce
no lo acumulaban en su piel
por efecto del sol sino
sobre los hombros por efecto
del saqueo.
Quizás las delató que el
empleado municipal
las había visto varias veces
merodeando las bóvedas
y los panteones más lujosos.
Cualquiera lo sabe:
a la “ciudad feliz”
y más aún en febrero
y más aún siendo joven
se va a divertir o a delinquir.
Es obvio que ninguna vacación
se pasa
lloriqueando entre las tumbas.
Qué falta de tacto.
Escuchado en el tren:
Dos adolescentes viajan juntos
y se comentan futuras andanzas.
Nada serio, de hecho
lo hacen sin preocuparse
por las orejas de sus vecinos de asiento.
El más chico (tendrá unos 13 años)
lo quiere al otro para una sociedad,
sopesa diferentes actividades y
proyecta “desvalijar autos”.
El otro (unos 16 años) le hace ver
que abrir un coche es mucho riesgo
para tan poca cosa.
El menor insiste: “les tirás unos pesos
a esos muertos de hambre y listo”.
El mayor quiere demostrarle
su experiencia en el metier e insiste
sobre los trastornos de terminar
en un correccional de menores
por culpa de una campera o una billetera.
Y aprovecha para corregirlo:
“Las casas se desvalijan
los autos se desmantelan”,
le remarca con aire erudito.
Jamás bromeé con un
oficial de las fuerzas del orden.
Es un temor atávico que llevo
desde que mi madre me amenzaba
con el policía de la cuadra
si seguía en la calle dando vueltas en la bici
a esas horas de la noche.
Pero este verano me animé.
En un pueblito costero, estando de veraneo
me topé con una pareja de uniformadas
jóvenes y atractivas.
Bienvenida sea, recuerdo que pensé
esta nueva estrategia de selección de personal.
Caminaban a la par, aburridas, por esa cuadra
de casas quintas alquiladas, cruzándose turistas
con sus bártulos a cuesta que iban o venían de la playa.
Recaí que sus bermudas de uniforme de verano
dejaban ver unos zoquetes verde flúor muy chic
haciendo juego con el chaleco.
Cuando a mitad de cuadra me las crucé
le pregunté a la no teñida de rubio
si esa prenda en sus pies se vendía a los civiles.
No, me dijo algo desconcertada la otra,
son para uso exclusivo de las Fuerzas (del bien, claro).
Ah, agregué yo, porque me serían muy útiles para
hacer dedo en la ruta: imposible que un automovilista
no te vea con semejantes luciérnagas en los pies.
Mientras que la teñida mantuvo su acartonada circunspección
de miembro de la institución represiva por antonomasia,
a la otra, con mi exabrupto no punible,
le saqué una risa alegre que la volvió más humana
y menos robocop por lo menos por un instante.
Dice Debord que en la sociedad de consumo
se ha pasado del ser al tener, y de allí al simular tener.
Me cuentan del caso de una familia
que habiéndose empobrecido
por las crisis y los malos negocios
se encerraba dos semanas en su casa
durante el verano
para que sus vecinos creyeran que
se habían ido de vacaciones.
Como en un refugio anti bombas
ellos acumulaban provisiones
y se despendían de la sociabilidad
simulando ser los consumidores de antaño.
También me entero de que en un país vecino
los empleados de un supermercado no entendían
por qué a menudo aparecían changuitos
cargados pero huérfanos de clientes,
abandonados entre las góndolas
como madres a punto de parir
en un oscuro callejón.
Investigaron y verificaron que muchos
querían, deseaban, se desvivían por comprar
pero ante la falta de “poder adquisitivo”,
se conformaban con simular hacer las compras
ante sus pares de clase
y luego huían con las manos vacías
de bolsas, de cargas, llenos de la sensación
de ya no ser.
Cuando entre varones alguien se refiere
a “su costado femenino”
lo hace sin dudas en broma.
Ante un ademán refinado
o un gritito demasiado agudo
enseguida viene el auto chascarillo
y es chascarrillo porque es auto
pues sólo uno mismo puede reírse de esto,
dicho por un tercero se lo tomaría
como un cuestionamiento a la propia
orientación sexual, motivo que alcanza
para terminar a las trompadas.
Esta noche veo un programa de tevé
con hechos policiales filmados desde el patrullero.
Dentro de la galería de atrocidades
el show baja sus decibeles con
la sección “humorística”.
Hoy el circo muestra a dos travestis
en medio de la calle, peleándose a piñas y patadas.
Al principio, antes de trenzarse,
se habían quitado sus zapatos de taco aguja
y se habían arrancado las pelucas rubias.
No tienen mucha técnica, es cierto,
pero ponen el corazón en cada arremetida.
Como los perros, ellas marcan su territorio
y lo defienden a muerte.
Yo dudo sobre la verdadera faceta de estos pugilistas:
¿abandonaron su costado femenino
o sacaron a relucir su costado masculino?
La crónica policial esta vez
abrevó en la pila bautismal
del arzobispado porteño.
La misma sede religiosa
que ocupaba hasta no hacía mucho
el hoy papa francisco.
Ayer domingo tres “masculinos”
asistieron a la misa de las 18
que se celebraba en la catedral metropolitana
pero cuando el rito terminó
ellos se quedaron dentro del templo
para luego colarse sigilosamente
dentro de “las dependencias del arzobispado”.
Después de “reducir a un guardia de seguridad”
amenazaron a 5 religiosos y se llevaron 100 mil pesos,
“además de alcancías y otros objetos de valor”.
Una fuente no revelada dio la pista de un posible entregador
pues los cacos “sabían a quién buscaban, conocían
el nombre del cura que tenía el dinero”.
Presiono rewind en la historia
pues quiero verlos en plena misa.
Desde arriba (pues estos ámbitos
ameritan un plano picado)
los tres parecen
desconcertados intimidados
por las fastuosas alturas
de la catedral céntrica
como los tres chiflados en las trincheras
de la segunda guerra mundial
ansiosos por pasar a la acción
siguiendo a duras penas
por imitación del entorno
como unos aprendices de zeligs
los cánticos los rezos las gestos
de la pequeñafeligresía bienintencionada.
¿Y en el momento cúlmine del saludo de la paz?
Los imagino besándose abrazándose entre ellos
con candorosa fraternidad,
dándole la mano tal vez
a sus vecinos de banco
sonrientes y quizás hasta emocionados
por los efectos colaterales
de su ingenioso plan.
Georgie escribió cuentos policiales
y sus relatos están poblados de muerte.
La biblioteca cifra en sus versos
el ámbito de la episteme, el refugio calmo
para los hombres de letras a los que sin embargo
como le ocurrió a Marcelo Yarmolinsky,
a veces los alcanza la crónica policial.
Estos dos hechos de la vida “real”
que voy a cronicar
tienen resonancias borgeanas, quiero decir,
que la praxis vitae del argentado argentino
se vuelven, por extraños retorcimientos,
casos policiales bien asentados
con actas, declaraciones, jueces
denunciantes y denunciados.
¿Qué hubiera dicho el célebre Homero sudamericano
ante estos dos delitos que lo tuvieron como inspiración?
Creo que el primero lo hubiera aburrido:
recuperaron una primera edición de “Luna de enfrente”
poemario de 1925, compuesto cuando el
enciclopedista que luego sería aún no ahogaba
los versos sencillos de un recién llegado Adán
cuyos ojos empezaban a descubrir el mundo.
Pero volviendo al caso policial, el relato explicita que
el ejemplar rescatado, dedicado de puño y letra
y obsequiado a su amigo Ricardo Güiraldes,
está valuado en 10 mil dólares
y hace poco había aparecido ofertado en internet.
Esto encauzó la investigación de la policía
que los llevó hasta un coqueto departamento
de Palermo, barrio porteño en donde el poeta
vivía casualmente por aquellos años en que
escribió esos versos de juventud.
El inversor-coleccionista, aseguran las fuentes,
recuperó su reliquia y ya la ha reincorporado
a su galería de cadáveres disecados.
hubiera maravillado a Georgie:
Un hombre “morocho y con colita
vestido con un elegante traje gris y con sobretodo oscuro”
se presentó en una humilde biblioteca suburbana
y amenzando con un arma de fuego
a la desconcertada bibliotecaria
le informó que se llevaría todos los títulos (unos 50)
de un autor clasificado en la letra B del anaquel
etiquetado como “Literatura argentina”.
"¿No entendés? Me llevo los libros de Borges,
por las buenas o por las malas", dijo la empleada que le dijo el ladrón,
mientras sacaba un revólver de su bolso y se lo mostraba.
Después metió en un bolso los volúmenes y salió de la biblioteca
teniendo el cuidado de elevar el cargamento por sobre los sensores
de la puerta para evitar que sonara la alarma.
Los investigadores especularon con un robo por encargo
hecho por algún coleccionista.
Lo extraño es que "ninguno de esos libros tenía un valor especial.
Podrían haberse llevado enciclopedias más caras, las computadoras,
el televisor o la videocasetera. Pero no, ellos querían a Borges",
comentó al cronista el desconcertado director de la biblioteca pública.
Creo que el hecho policial le hubiera dado food for thought
a quien alguna vez se ganó el pan como bibliotecario
para escribir uno de esos cuentos que cruzan libros y cuchilleros,
civilización y barbarie, lectura y vida,
pues debe haber un misterio “a la Poe” bien escondido
en este caso borgeano sacado de la crónica policial.
El presentador amateur
del noticiero local está indignado.
Se le nota en el semblante impostado.
Él, como sus colegas de
“las grandes ligas” no puede
no opinar, no puede no “editorializar” un poco,
sería canallesco de su parte no pontificar,
antes de dar la desafortunada noticia.
“Sus vecinos”, (pues aclara que él también
camina las calles de la ciudad como nosotros
los telespectadores) o más específicamente
los habitantes del barrio El trébol
“saquearon vergonzosamente”
“como una manga de langostas”,
(no duda en calificarlos así el periodista
delante del tosco panel que hace de coreografía
en este noticiario del canal de cable local),
a un infausto comerciante.
Ya fue suficiente como prolegómeno.
Ahora con voz neutral, las manos entrelazadas
sobre la mesa de utilería, el presentador pasa
a relatar los hechos:
“en horas de la tarde de ayer, el comerciante N.N.,
distribuidor de fiambres y quesos, que había venido
en su camioneta desde una localidad vecina a visitar
a varios clientes de la zona, fue arrollado por el tren
proveniente de Mercedes, en un paso a nivel sin barreras
cuyas vías dividen dos barrios ‘populares’. Y los vecinos
del lugar, sin el más mínimo respeto por el desafortunado
comerciante cuyo cadáver aún tibio, seguía tirado ahí
entre los fierros retocidos de su vehículo,
se robaron toda la mercadería en cuestión de minutos”.
Tan eficaz fue la depredación de esta gente
sin códigos morales que no habían dejado ni un solo fiambre
(a excepción del del dueño de la camioneta, claro)
cuando recién llegaron las fuerzas públicas hasta el lugar:
autobomba, patrullero y ambulancia.
Antes de pasar a otro tema, el indignado periodista y
vecino, remata repitiendo: “como una manga de langostas”,
mientras mueve levemente la cabeza hacia los costados
para remarcar su indignación, con la debida precaución
para no salirse de cuadro.
El profesor nos lleva a visitar un neuropsiquiátrico
de más de 100 años, en medio del campo.
El pueblito cercano se fundó y creció al ritmo
de este centro asistencial “para alienados” como
reza en una placa institucional rescatada de la voracidad
de los mismos empleados y exhibida en una piecita
que hoy funciona como museo cuyas piezas recolectó
con fines antropológicos el mismo profesor.
Nuestro improvisado guía nos cuenta que el piso de las aulas
que funcionan en la entrada y donde él enseña
Historia nacional, “hace como veinte años,
cuando yo empecé a trabajar acá como
empleado administrativo, era de madera de pinotea”.
Yo le pregunto cómo los empleados pudieron robarse un piso
y él me dice “todos los días un poquito y
con el tiempo, sin que nadie lo note, ahí tenés
las consecuencias: no dejaron nada”.
Es cierto: la devastación de esta institución pionera
en el país en el tratamiento de enfermos mentales
“a puertas abiertas”, tal la moda del higienismo
de la época, se nota desde la entrada.
“El famoso robo hormiga”, acoto yo y el profesor,
cuya panza descomunal apunta hacia la caída del sol,
reflexiona: “hormiguitas trabajadoras, que para eso sí
que se esforzaban”.
Esto que cronicaré ocurrió en una cárcel de Córdoba
no la Sultana sino la sudaca y es parte hoy
de las noticias “divertidas” del noticiero vespertino.
Un preso quiso escaparse del penal vestido de mujer.
Y su transformismo tuvo cierto éxito pues
bajo su costado femenino a flor de piel
logró atravesar el primer control
(¿habrá recibido piropos del guardiacárcel?)
“pero fue descubierto por un vigilador antes de superar
el umbral de ingreso al edificio carcelario”.
Como ese personaje de Woody Allen
apodado el camaleón
cuyas metamorfosis querían hacerlo quedar bien
ante los demás, este recluso puso demasiado
empeño en su trans-vestismo:
“A su chaqueta ajustada, sumó una peluca negra
que le cubría los hombros, un collar plateado,
sombra celeste en los párpados, rubor en los pómulos
y lápiz labial rojo”, informa la voz en off,
mientras exhiben en dos fotos, un “antes y después”
del seductor reo que buscaba escabullirse
entre madres, esposas e hijas de la visita.
“El guardiacárcel que lo descubrió dijo que le llamó la atención
su vestimenta, demasiado producido para un sitio marginal”,
completa el informe con música circense como telón de fondo.
Y si nos detenemos en la foto del “después”, es cierto,
al preso se le fue la mano con el rímel
como a un Zelig desmesurado.
De Córdoba no la Sultana sino
la sudaca llega la noticia.
Fue por casualidad que la policía
le allanó la casa por un robo
a un empleado del correo
y encontró en una de las habitaciones
más de 7 mil cartas sin entregar.
El introvertido coleccionista
de los mensajes ajenos
está detenido por
“robo de documentaciones privadas”.
Eso es todo lo que informan.
Sobre los motivos de tal proceder
de este Hermes agarofóbico
el comisario a cargo del inesperado hallazgo
le responde al cronista que “nada puede
informar” y aunque el periodista arriesgue
algunas interpretaciones freudianas
el uniformado vuelve a despegarse
de lo que “ya dirán las pericias psiquiátricas”.
Mejor, me digo, así puedo especular
frente a este espejo enmarcado entre
signos de pregunta:
¿Fue por vergüenza de tocar timbres
y presentarse ante sus vecinos
(en los pueblitos todos se conocen)
disfrazado en uniforme amarillo y azul?
¿Fue por dejadez, por aburrimiento,
por tristeza, por espíritu de secuestrador
o por sufrir de agorafobia que este inenarrable
cartero de interiores acumuló tantas palabras
en un cuartito de su casa?
De noche, tarde, me quedo viendo
una reemisión de El Bonaerense
film que relata con crudeza la realidad
de las fuerzas policiales
de la provincia de Buenos Aires,
la misma que yo habito sin querer;
de hecho, hay una sucursal de ellas
que está acá nomás
dando la vuelta a la manzana.
(¿Esa proximidad espacial de una comisaría
debería hacerme sentir más tranquilo
o más preocupado? Cuántas veces
me he hecho esta pregunta imposible por
impensable en un país serio...)
Pero volviendo al film
tan pero tan realista que acaso
supere a la misma realidad
con maestría wildeana
y verifique eso de que
la naturaleza imita al arte,
hay una escena donde el
protagonista, desempleado
devenido en oficial de calle,
mantiene relaciones sexuales con una
compañera de trabajo dentro del patrullero,
olvidados ambos de la vigilancia
de esa esquina del conurbano bonaerense,
y sí vigilantes a las posiciones más convenientes
de sus órganos genitales.
Esta escena me recordó a esta otra
de la vida real en la que una parejita
de uniformados-enamorados
fue echada de la institución luego de que
unas escuchas de “asuntos internos”
los sorprendiera dando rienda suelta a sus más bajos
instintos dentro de la garita de vigilancia
de (nada menos que) el palacio legislativo provincial.
Claro, en este caso supervisora y subalterno
habían desatendido el cuidado de poderosos políticos
que gastan millones en su seguridad personal,
como que son los dueños del feudo que habitan.
¿Pero acaso estos tórtolos de azul, me pregunto,
no completaban sus pulsiones primarias que a diario
les daban de comer en el trabajo sostenido
de la represión de las conductas desviadas?
“Haz el amor, no la guerra”, les susurraría por la ventanilla
de la garita algún jipi viejo y demodé que los descubriera.
“Atentos para hacer la guerra, no hay tiempo para el amor”,
les recordó el Poder represor por antonomasia,
cuando les comunicó que ahora eran simples civiles
desocupados con todo el tiempo libre para fornicar.
Y qué quieren: si debo elegir yo me quedo con la ficción.
(Dicen que los verdaderos poetas nacen
cuando van más allá de esa pulsión ingenua
de emborronarle versitos cursis a su amada o amado
y se ponen a escribir en serio pensando
en el lenguaje y no en sus sentimientos y hormonas.
De allí que la tradición lírico-romántica
haya naturalizado su modulación
como la poesía “verdadera”.
Tal vez eso pasó con este individuo
que de jugar a los pistoleros en el
patio de su casa, una mañana cargó el arma
y salió a la calle.)
Es hora del almuerzo y miro las noticias con mi padre
en el informativo del mediodía.
Un movilero, de pie “en plena avenida Cabildo”
muestra el manchón de sangre que dejó
el infortunado transeúnte.
Un desequilibrado mental sacó su arma
y empezó a disparar a mansalva
hasta vaciar el cargador,
luego se subió a un colectivo
como si nada y desapareció.
(Hoy la prensa lo apoda
“el tirador de Belgrano”
y la justicia lo ha declarado inimputable
por sus trastornos psicológicos.)
“El saldo”, como dicen en la jerga,
(¿quién lleva el balance contable de los cadáveres?)
fue de un muerto y cuatro heridos.
Hace unos pocos meses que he regresado
de mi estadía capitalina y, mientras escuchamos
los hechos narrados in situ, le comento a mi padre
que yo vivía a unas tres cuadras de esa vereda
cuyos baldosones ensangrentados
hacían de patética escenografía
frente a la coqueta fachada de un banco español.
“Yo pude andar por ahí a esa hora”,
le digo a mi padre a sabiendas de lo
impresionable que él es para estas tragedias:
nunca viajó a visitarme y la gran metrópoli capitalina
es para mi sexagenario progenitor
un caos de violencia difícil de entender.
Vuelve a mirar el zócalo que en la pantalla
informa sobre un desquiciado que abrió fuego
entre pacíficos ciudadanos que pasaban por ahí,
(allí están tres baldosones grises barnizados de rojo
dando fe de lo sucedido)
y mueve la cabeza ante mi revelación
sin poder verbalizar el torbellino que le pasa
por detrás de su frente.
Por suerte hace unos meses decliné mi candidatura
a escribir mi nombre en la lista de las víctimas
que la prensa imprime y de donde yo alimento
estos poemas tan asépticos como esas mismas crónicas.
Pues ahí estoy, almorzando con él de cuerpo presente,
del otro lado de la mesa
y no allá, en esa ciudad inconcebiblemente infernal
para su sensibilidad de hombre de pueblo,
pasando por detrás del manchón de sangre
y del movilero insistidor que estira la salida de exteriores
buscando testimonios entre los comerciantes del lugar.
La prensa nacional ya lo apodó
“el samurai cordobés”.
El hombre, que estaba siendo asaltado
por tres “malvivientes” en su propia casa
aprovechó un descuido
para agarrar su katana o “espada japonesa”
y empezar a “repeler a sablazos”
el ataque con otro ataque,
tal como me enseñaron en el ajedrez.
Mientras los cacos en plena
cacofonía de la huida
no acertaban a subirse al auto,
las arremetidas de este Tarantino de entrecasa
convocaban a varios donantes de sangre.
Y escapando de su propio robo
chocaron contra un poste de luz.
“Los agentes, siguiendo el reguero de sangre,
irrumpieron en una casa de la zona, propiedad
de la pareja de uno de los ladrones y detuvo
a tres hombres y una mujer”.
De allí fueron trasladados al hospital
mientras los vecinos reclamaban alrededor
“dejenlón que se desangren ahí nomá
a esos hijo `e puta”.
“Según relató una hermana del delincuente-víctima
a la radio local, el hombre reaccionó después de que
los asaltantes se llevaran a su mujer a otro sector
de su vivienda de donde estaba él”.
Exoticidades que llaman la atención
de la maculada prensa amarillista,
tanto como los tonos del overol
que usaba Beatrix
en sus andanzas hollywoodenses.
Otro caso de mi ingenuo
cuasi prontuario personal.
Ocurrió en la ciudad capital, yo volvía de almorzar
caminando de regreso a la oficina cuando al doblar
en una esquina vi que un policía de calle
retenía contra la pared a un joven
por supuesto ejercicio del punguismo.
El uniformado buscaba testigos a su alrededor
y me vio que pasaba caminando
por la vereda de enfrente.
Cruzó la calle y me preguntó si llevaba
el documento de identidad conmigo.
No oficial, le dije, salí a comer.
El uniformado volvió a mirar a su alrededor
sin decidirse sobre mi situación procesal.
Seguíamos ahí parados. Yo aguardaba directivas, sumiso.
Sin decirme nada volvió a cruzarse de vereda,
perdiéndose entre el grupito de curiosos que ya rodeaban
al esposado, quien esperaba al patrullero sentado contra
la cortina de chapa de un local en alquiler.
No me había dicho que me fuera, tampoco que me quedara.
Yo de a poco empecé a alejarme hacia la esquina.
Un pasito y después otro, sin mirar hacia atrás,
como un orfeo nada angustiado por su Eurídice punitoria,
la Justicia pequeñoburguesa.
Llegué a la esquina y doblé, entonces
empecé a caminar ligerito,
pero sin correr, claro, para no delatarme
como un Richard Kimble en pleno dribling policial.
En esa fuga de juguete me imaginé testigo:
despachos, pasillos y escaleras,
jueces, secretarios y albaceas,
citaciones, salas de espera y declaraciones.
Apreté el paso, me quedaban escasos cien metros
para volver al trabajo ese mediodía de lunes.
Recuerdo que esa vez
el escritorio, los papeles, el jefe
en fin mi mamadera burocrática
me resultaron entrañables
como el mal menor.
El juguetero de mi infancia,
hoy me vende dólares.
Recuerdo que de chico me
saludaba con un efusivo
“cómo andás campeón” ante
la mirada de mi madre que era
la garante material de mis antojos.
Tal vez las ruinas de su vieja
juguetería sean hoy una simple fachada
para su floreciente negocio cambiario.
Aunque algunos juguetes
se le han escapado hasta la puerta
en caleidoscópica coreografía
todos en el pueblo huelen verde
cuando pasan por la vereda
y relojean el interior oscuro.
Yo necesito dos franklins pues
su adusta cara enmarcada en un óvalo
es el mejor espejo
en el que se mira a diario
el rengueante ahorrista argento
en la carrera inflacionaria.
Antonio desaparece en la trastienda
cargando dieciocho papelitos violetas
y vuelve, liviano, con dos verdes.
Va a entregármelos pero nota que un tipo
de pie frente a la puerta de su comercio
semblantea las muñecas de plástico.
Pará un poquito me dice, y cuando el extraño
sigue viaje me alcanza los billetes
aclarándome que no quisiera ir preso
“por este chiquitaje”.
Graciosa palabrita pensé (y no comenté):
simula venderle a los chicos
pero hace negocio con el chiquitaje de los grandes.