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Inventario del naufragio (textos salvados de la inundación)

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado abril 2016 en Ensayo
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Esbozo de una historia de la coprología


Otra vez la escatología como tema de reflexión, como si con los de los perros el asunto no estuviera agotado. Bueno, pero el feísmo junto con lo libresco se compensa, y así la inevitable realidad binaria con que analizamos la vida se transforma en “lo pulsional/lo racional”, o el sarmientino “civilización/barbarie”, o “lo bajo/lo alto”, o “lo vulgar/lo intelectual”... En fin, se acostumbra a debatir (y debatirse) en estas duplicidades, y el cruce peligroso, por plantearse como par excluyente, da pie para la “reflexión escribible”. El mecanismo es siempre el mismo aunque los detalles varíen.
Empecemos por la lectura en el inodoro, un hábito muy extendido en cualquier latitud (se me viene a la mente John Travolta en Pulp Fiction, saliendo de cualquier cagadero con su sempiterna revista bajo el brazo). ¿Y por qué tanto fanatismo por leer mientras se evacúa? O dicho al revés: ¿Por qué para muchos solamente el trono de porcelana es un incentivo para la lectura? Sentados sobre la taza y “moviendo el vientre” (eufemismo de mi abuela) parecieran ser las condiciones de posibilidad de todo leer en serio. He aquí algunas experiencias.
Un jefe excéntrico que tuve, desoyendo nuestras sugerencias de qué pensaría si un cliente pedía pasar al excusado, había creado un verdadero rincón de lectura junto al inodoro del toilet de la oficina: dos libros sobre robótica más una novelita de ciencia ficción en inglés (gracias a mi intermediación) colgaban de sendos hilos amurados a los azulejos de la pared con sopapitas (como los bolígrafos públicos, para que no se los roben) justo al lado de la taza de porcelana. Nosotros, todos con claras tendencias de anglofilia, llamábamos a ese acto con el púdico nombre de “reading in the crapper”.
En este cruce de civilización y barbarie también recuerdo el baño de un tío soltero, que había acomodado en el bidet (que nunca usaba) una veintena de ejemplares de la colección del Reader’s Digest traducida en dialecto gallego. Entraban justo, como si ese artefacto de la higiene hubiese sido pensado para albergar esos libritos de bolsillo: el “usuario”, sentado en la taza, los podía recorrer con los dedos, como cuando se revisan las bateas de las librerías de usados. Era muy práctico, lástima el contenido. Todo esto lo supe de primera mano porque cierta vez que lo visité y pedí hacer uso de las instalaciones, me tenté con separar uno y hojearlo. Tratándose de “lecturas digeridas”, que esos textos acompañaran tan íntimamente al mecanismo de evacuación de intestinos, me pareció una coincidencia no exenta de sardónica poesía. Lecturas pre masticadas para amenizar la liberación del bolo fecal... (qué fea expresión). Recuerdo que cuando regresé al comedor le comenté a mi tío esta graciosa conexión, pero él no captó el doble sentido.
En otra oportunidad llegué a la populosa estación de trenes de Once, y debí acudir al excusado con urgencia, aunque a cien metros tenía los baños mucho mejores del MacDuck, pero el llamado del interior ya era acuciante desde Castelar, varias estaciones antes. Entonces tomé coraje y entré al baño público de la estación. Allí estaba el cuidador (especímenes que se merecen un artículo propio), un viejo sentado en su sillita, con cara de nada, repartiendo papel higiénico en servilletitas ya preparadas y jaboncitos a cambio de una moneda de colaboración. Yo entré medio a la carrera, con un ejemplar de bolsillo que venía leyendo de a ratos en el tren, segundos antes. El lugar era apestosamente deprimente. Me asomé al primer cubículo de la larga fila y me quedé congelado junto a la puerta: no había inodoro, sino un pestilente agujero con dos apoya-suelas de porcelana en el piso que reproducían la forma de los zapatos. Nunca había hecho “número dos” sin una taza en la que sentarme. El cuidador notó mi incertidumbre y me dijo “elegí el que quieras, nene: son todos iguales”. Para salir de la situación completé el movimiento y me encerré en el cubículo. Claro que se me fueron todas la ganas de leer, dada la posición tan incómoda: acuclillado tan cerca del suelo y con ese librito de tapas rojas en la mano me sentí como un anacrónico fan de Mao.
Y para ir acabando este esbozo: la coprología en la literatura. Primero un recuerdo personal. Corría al baño con una novela de Celine (me acuerdo de las tapas blancas de esas viejas ediciones de Seix Barral) y por el apuro, al intentar levantar la tapa interior (con forma de anillo) de la taza, el libro se me resbaló y fue a parar al agüita. Por suerte el líquido estaba, digamos, sin uso, y además ese inodoro de la casa de mi abuela, un viejo Traful, era de los de la arquitectura del pisito y el hueco, lo que disminuyó los daños de la mojadura a la contratapa y las últimas páginas. Más radical, pienso, como la cagada más prestigiosa de la gran literatura universal, es la genuinamente irlandesa “reading in the crapper” de Leopold Bloom, quien en esa mañana gloriosa de Dublín, allá por 1904, luego de materializar su “morning crap” leyendo un periódico literario, necesitó de papel higiénico y (cito eruditamente en ambos idiomas para quienes gustan de verificar la traducción) “he tore away half the prize story sharply and wiped himself with it” (“rasgó contundentemente por la mitad el cuento premiado y se limpió con él”).
En fin, me digo después de este alarde de enciclopedismo: si Joyce, quizás el mayor escritor del siglo veinte, se pudo dar el lujo de ser... a ver qué adjetivo conviene... procaz, yo estoy disculpado, sólo en este aspecto, claro, que no se me malinterprete por favor, que no me estoy comparando con dios.

P.S.: Para el final, me ha quedado oportunamente esta duda que no puedo evacuar. La expresión “tirar la cadena”, en el sentido de hacer correr el agua del tanque o cisterna, ya no tiene sentido, pues los modernos inodoros ya no traen más esos tanques de metal que se amuraban de la pared, allá arriba, casi junto al cielorraso, y de los que colgaba una cadena con un mango de madera del que había que jalar con fuerza. De chico recuerdo que en casa usábamos la expresión “apretar el botón”, más acorde a la tecnología del momento, pero que tampoco me convence. ¿Cuál sería la mejor traducción del español para “flush the toilet”?
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Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Telegráficas II

    Una utopía: Que el robo de los buenos libros de las librerías (sus técnicas, sus procedimientos) sea incorporado a los programas de estudio de la enseñanza de la literatura en todas las escuelas.
    (Apoyan la propuesta grandes escritores-robadores: Bolaño, Rivera Letelier, Castillo, Bustos.)
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    El pacto de ficción, en dos actos

    Cuentan los viejos actores de las compañías de teatro que, a mediados del siglo pasado, cuando representaban sus obras en los pueblitos del interior, aquellos que actuaban papeles de villanos, a la salida debían escaparse por los fondos de la manzana, cual verdaderos delincuentes, pues muchos de los ingenuos espectadores los esperaban en la puerta del teatro para fajarlos. A los “buenos” de la historia, en cambio, les regalaban pollos o verdura y les deseaban que fueran felices en su nueva vida de casados. Un pacto de ficción que fallaba para dejar al descubierto almas simples pero con corazones buenos.
    Yo viví algo así hace unos años, en la puesta en escena “posmo” de una obra humorística. El grupo de cuatro actores, vestidos con trajes de pingüinos, bajaban las escaleras desde la cima de la platea, a los saltitos, con las luces ya apagadas. Todos mirábamos hacia adelante, al escenario, esperando que la obra comience allá arriba, cuando en realidad ya había comenzado entre nosotros. Esta ruptura espacial de lo escénico no fue captada por todos al mismo tiempo: varios aún miraban hacia adelante cuando los actores les pasaban por al lado. Un tipo que se sentaba en la punta del banco de una fila, en cuanto percibió, desde la altura de su butaca, a una de esas figuras rocambolescas, ahí parada, balanceándose cual pingüino antártico, fue tal el susto que se pegó que quiso salir corriendo, tropezándose en la huida con los pies de, supongo, su mujer, que lo manoteó del saco a tiempo para volver a sentarlo y explicarle. Todo siguió con normalidad. Fue un segundo y muy pocos notaron el fugaz mini drama ocurrido dentro de la comedia, en la penumbra de la sala.
    Esto me recordó otro pacto ficcional que también presencié y del que me hubiera encantado participar, ocurrido en mis años de sociabilidad literaria. Se terminaba la clase del taller literario que se daba en el museo municipal. Desde hacía un buen rato nuestras voces trastabillaban con la música de tango que venía del salón vecino. Habíamos cerrado puertas y ventanas de la habitación en la que nos reuníamos pero no había caso, había empezado el taller de danza con su música inevitablemente estruendosa. Terminado el taller, salíamos varios hacia la calle, y en el camino nos cruzamos con los bailarines. Unas seis parejas trataban de coordinar su cuerpo al ritmo de D’arienzo. Todos eran viejos, menos una joven rubia despampanante que nos dejó a los varones ahí, clavados en un costado, ya sin ganas de irnos. No podíamos creerlo, estábamos fascinados por la aparición de esa sirena de entrecasa. La libido se nos atragantó en los ojos: llevaba un vestido negro de satén, bien ceñido al cuerpo, tacos altos, un maquillaje sutil, y el escote generoso remataba el efecto de loba. Mientras que con el coordinador y otros compañeros simulábamos un súbito interés por el taller de danza, más de uno nos preguntábamos que hacía esa gacela en medio de tal zoológico geriátrico. Pero había algo más: la rubia bailaba bien agarrada por un viejo destartalado que, fuera de este pacto de ficción, la mujer no tocaría “ni con un palo”, como se suele decir. Yo me sentí un completo pelotudo: salía de un taller de poesía, de la apolínea asepsia de las letras, y allí afuera, en el dionisíaco juego de los cuerpos, una ménade se prestaba para algo mucho más interesante que andar contando las sílabas. Bailaba concentrada en su cuerpo y ni notó a esos hijos de Silenus que en un rincón se la comían con los ojos mientras no se decidían a seguir viaje.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Las felices imperfecciones del fútbol

    El zapping me hace pasar por un canal de deportes donde hay (como a toda hora) un partido de fútbol. La selección estadounidense juega un amistoso, pero hay algo raro, cierta molesta monotonía en la superficie del terreno de juego que tardo en entender: están jugando sobre una carpeta, o más sofisticado, sobre césped sintético. Parece ser que la institución rectora de este deporte (un monumental caja registradora que no deja de hace ¡chiquin!) ha reiniciado una arremetida para instaurar este tipo de superficie en lugar del céspede tradicional. Y no podían no ser los yanquis los que materializaran la avanzada. El fútbol profesional es cada vez un deporte más artificioso. La FIFA no se resigna a quitarle sus felices imperfecciones, a robotizar el espectáculo. No soporta que la lluvia embarre la cancha: los jugadores se ensucian, el pique de la pelota se vuelve errático... No: lo imprevisible no es visualmente atractivo para el espectáculo (como si los espectadores en las tribunas hubieran pagado para ver “El lago de los cisnes”). No: hay que seguir afeando el deporte más hermoso del mundo.
    Jugar a la pelota en la calle (más que al fútbol) era, para los chicos que fuimos, un feliz riesgo. Porque se lo ejercía en la calle, es decir, en plena vida urbana. Riesgo de pegarle un pelotazo a una vieja del barrio, de que nos atropellara un auto, de que hiciéramos caer a un ciclista de un pelotazo, de romper alguna ventana de un vecino, de que nos enfermáramos corriendo en pleno invierno, la cara colorada, transpirando bajo varios pulóveres de lana. Y todo traía aparejado conflictos que nuestros tutores (los sufridos padres) debían enfrentar con vecinos, simples paseantes o hasta con la Municipalidad.
    Recuerdo la cancha que con mi hermano imaginábamos y en la que jugábamos (porque teorizar, a esa edad, implicaba sí o sí una praxis, sin calcular las consecuencias), frente a la casa de mi abuela. Década del 80, en un barrio de un pueblo de provincia. Calle asfaltada pero no muy transitada, aunque un recorrido del colectivo local pasaba por allí, desde el centro y hacia a un barrio lindero llamado “Capilla San Cayetano”. La cosa es que los “arcos” de la “cancha” los conformaban cuatro árboles: dos crespones lilas en la vereda de mi abuela, y dos algarrobos en la vereda de enfrente, la un vecino amargado apodado “Fleco” (sería una especie de broma, porque era completamente calvo). El riesgo estaba en que jugar un “arco a arco”, con el asfalto de la calle como cancha y el pastito de la vereda como colchón para zambullirse en las atajadas, presuponía varios peligros que ponían a prueba la paciencia del vecino. La responsabilidad mayor estaba en quien atacaba hacia el “arco” del vecino, puesto que un tiro muy elevado terminaría dentro del patio del mentado Fleco. Un tiro desviado era una marca gris, con una forma esférica inconfundible, en la pared amarilla del tapial perimetral del vecino; y un gol convertido era un estruendo, porque detrás de los árboles-postes había un portón de chapa. Las mismas inocentes calamidades del fútbol callejero se replicaban en la otra vereda, pero mi abuela no nos retaba si le ensuciábamos el frente de la casa o si le hacíamos volar de un pelotazo el bello portalámpara que colgaba del porche (como ocurrió). Sí, en cambio, se enojaba si recibía una queja del llorón de enfrente. No quería problemas con el tipo, y el tipo no entendía (como decía la abuela para justificarnos) que “éramos chicos”.
    Eso era practicar un juego habilidoso, porque había que tener en cuenta muchos factores: transeúntes, autos, motos, bicicletas, y la mayor amenaza: el vecino, que cuando se cansaba de los pelotazos y de que los gritos no lo dejaran dormir la siesta se asomaba a la vereda y nos echaba sin vueltas.
    Hay un hecho puntual que puedo fechar: julio de 1986. 11 años tenía yo, 7 mi hermano. Vacaciones de invierno de la escuela. Estaba el mundial de México y Argentina jugaba contra Bulgaria. En el entretiempo salimos con mi hermano a hacer unos tiritos. La tarde estaba muy fría y yo me saqué la campera deportiva de tela. Un pelotazo sonoro en el portón de chapa del vecino, producto de un puntinazo mío, hizo que mi hermano atinara a agarrar la pelota y meternos corriendo en la casa. Detrás de nuestra huida escuchábamos la puerta del vecino que salía a la calle para evaluar los daños. Volvimos a enfrascarnos en el mundial. Siguió la exhibición de Maradona y compañía en la tevé. Muy tarde, ya de noche, yo recordé que mi campera había quedado sobre la verja, en la vereda. Salimos a buscarla pero ya no estaba. (Recuerdo que en el bolsillo guardaba un fixture donde iba anotando los resultados del mundial.) Tampoco la abuela se enojó por esta torpeza, pero para no probar la bronca del de enfrente, el “arco a arco” de la vereda se suspendió por varias semanas.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Visita al museo guerra

    Llegué a un hospital municipal alrededor de la cinco y media de la madrugada. Qué hacía ahí, en una ciudad en donde no vivo y a esa hora. He venido por otros motivos, pero he llegado muy temprano. De hecho, faltaban más de tres horas para que el banco habilitara su sistema electrónico de depósitos y unas cuatro para que los comercios abrieran al público. El viejo dolor en mi pierna había vuelto, pero esta vez no había sido después de mis maratónicas caminatas repartiendo “currículums” donde ofertaban empleos. Esta vez el dolor me atenazó el muslo ni bien bajé del primer tren que pasaba por la ciudad, mientras caminaba las veintipico de cuadras que separan la estación ferroviaria del centro de la ciudad. Y en el camino pasé, sin calcularlo, por el hospital municipal de la ciudad. Pensé que en la sala de guardia me podrían dar algún calmante para zafar de la situación.
    Entré. La primera impresión que recibí del lugar me demolió. El cielorraso alto, las paredes descascaradas y sucias, el olor agrio a desinfectante barato y meadas de perro, las puertas de madera despintadas... y la gente: decenas de pacientes que aguardaban a esa hora de la madrugada, de noche aún aunque estuviéramos en pleno verano, para conseguir un turno. Sus caras ojerosas bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes, haciendo la cola de pie o sentados, esperando a que abriesen los consultorios, me recordaron a las tantas películas de zombis que pululan en el cable. Muñecos de cera en un museo decadente. ¿Ya se habían levantado o todavía no se habían acostado? Yo me había acostado pero no había dormido: estos madrugones me alteran tanto que no puedo pegar un ojo.
    Fundiéndome con la depresión general, avancé y me senté en la punta de un banco de madera instalado contra la pared del pasillo, que hacía las veces de sala de espera de la guardia. Por la decena de personas que me rodeaban, calculé que tendría más de una hora de espera. Aproveché para mirarlos con disimulo. Nadie hablaba, parecían vegetar ahí, con las cabezas gachas o recostadas contra la pared. El pobre en este país ya ha aprendido a no quejarse, porque le han enseñado que “a caballo regalado no se le miran los dientes”. “Y si te molesta el mal servicio, andá a una clínica privada, qué tanto joder...” La resignación es ya una rutina en esta gente acostumbrada a esperar.
    Al rato se abrió la puerta de la sala de guardia y salió un muchacho con una mano vendada. Detrás de él se asomó el médico. Es un viejo de unos sesenta años, petiso, los ojos hundidos, un bigote espeso a lo Friederich y la calva reluciente. Si no fuera por los mostachos y si su guardapolvo fuera negro en vez de blanco, aseguraría que estuve en presencia de otra reencarnación del tío Lucas (uncle Faster). Viéndolo sentí que ese tipo se había mimetizado con el entorno, o quizá trabajaba en la morgue y lo derivaron a la guardia para que espantase a los que se acercaban por pavadas. Y ahí parado en la puerta, dándole las últimas indicaciones al muchacho, yo pensé que mi dolor en la pierna era una nimiedad que podía seguir esperando. Le miré las manos: sentí que todo el edificio en ruinas, que todo el exangüe sistema de salud pública del país se concentraba en esas manos que en minutos más me iban a palpar. Sentí una gran repulsión solamente con pensarlo.
    El muchacho se fue y el médico me miró por cercanía, pues me había sentado frente a la puerta. ¿Usted está para la guardia?, me preguntó el tío Lucas. Yo miré a mi alrededor y dije “están ellos antes”. Un murmullo general me informó que no, que estaban esperando que abriera “pediatría”, a la vuelta del pasillo. Como eran tantos, se habían adueñado del banco de la guardia. O sea que estaba solo: era el que seguía. “No”, le dije. El médico dudó un momento (“¿entonces para qué pregunté?”) y sin decirme nada volvió a encerrarse en la guardia.
    Me paré y caminé hasta el baño, solamente para sumarle más angustia a la madrugada: ninguna canilla funcionaba, el piso era un lago. Decidí aguantarme hasta cruzarme con alguna confitería en el camino al centro. El dolor en la pierna había disminuido, y allí no tenía nada más que hacer. Salí con la primera penumbra del día.
    A ese lugar lo recuerdo como si hubiera visitado un museo de guerra, pero de una guerra por venir: cifra terrible de una sociedad que se desmorona, de un país que apuntala sus ruinas mientras espera el final.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Enroque de letra, cambio de paradigma

    Acatar:
    “Con Eloísa la historia es bien distinta. A diferencia de su marido ella no se había hecho monja por voluntad propia, sino por decisión de Abelardo. Obedecerlo era una manera personalísima de continuar su historia de amor (...). Eloísa había entrado al convento sin vocación y nunca se permitió el más mínimo engaño al respecto. (...) Nunca olvidó que había entrado allí por obediencia a Abelardo y en su interior siguió considerándose su amante”.

    Atacar:
    “¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo. En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. (...) Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona? Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes! No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mí volveré entre vosotros.”
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Homo homini lupus

    No era una audición para una adaptación del cuento “Caperucita Roja”, aunque yo sintiera que del otro lado del escritorio era el lobo el que me examinaba: “¡qué dientes más grandes tienes!” Ahí, sentado, me sentía peor que un sospechoso frente a la mesa del policía, que interroga desconfiado y cada tanto sacude un cachetazo. Hasta había una lámpara, pero el entrevistador no necesitó encenderla y encandilarme para que yo hablara. Lo denunciaba la hojita impresa que le había alcanzado: casi cuarenta años de edad y solicitando empleo.... ¿Debería ser yo culpable de algo tan grave? ¿Habré cometido tantos errores para estar postulándome para asalariado entre jóvenes de veinte años?
    Pasé por situaciones así muchas veces. Por eso creo que ese famoso dictamen de Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, a mí se me vuelve terriblemente cierto en las entrevistas laborales. Pareciera ser que en el siglo veintiuno el bien más escaso no será el agua ni el petróleo, sino el empleo. El asalariado es una especie en extinción, y quien aún se empecina por vender su fuerza de trabajo pareciera más bien un mendigo delirante que reclama almohada de plumas de ganso en el refugio para indigentes. Tal vez por eso la explotación del que vende su fuerza de trabajo sea algo ya naturalizado: “encima que te damos un trabajo, no pretenderás que te paguemos un salario justo...” (¿Pero qué es un salario “justo”, dear Karl? ¿Cómo se puede hablar de justicia en una relación de poder, es decir, desigual, entre empleador y empleado?).
    Siempre di por sabido esto: me van a explotar. Es mejor ir convencido de que toda empresa compensa sus pérdidas ajustando donde no hay reclamo: en la “mano de obra”. Pero ya se sabe, preferible explotado que desempleado... Yo también he hecho de la entrevista laboral un ejercicio, casi un oficio “ad honorem”. Acostumbro a formar parte de la legión de “coleros”, que por la mañana bien temprano se acercan a los llamados minimalistas de los avisos clasificados (rubro empleo, solicitados), y puedo asegurar que ésa es la peor cola que uno pueda hacer: esperar por una entrevista laboral express, padecer la espera pero además angustiarse por la incertidumbre de qué estará pasando allá adentro. Tal vez a ese que sale (¿parecía que sonreía?) ya le confirmaron el puesto vacante, pero por inercia sigan con las entrevistas...
    (“El patroncito”, solían llamar los peones de estancia, con vergonzosa humildad, a quienes consideraban sus benefactores de por vida. Algún rico estanciero, que en París seguía oliendo a bosta pampeana, le había permitido pasar de la categoría de “indigente” a la de “pobre digno”. Hoy el patroncito ha devenido en un pequeño burgués que nunca falta un domingo a misa, lo que no quita que de lunes a sábado siga explotando a sus empleados con religiosa fruición.)
    Estando del otro lado del escritorio de mis examinadores, como en el banquillo de los acusados, siempre he tenido la sensación del más absoluto abandono. Nunca el mundo me pareció más hostil que frente a esos comerciantes cuentapropistas o esos jefes de personal que tienen bajo su poder “salvar” a uno de los tantos náufragos que estiran la mano. Son amables, piden que uno tome asiento. Sonríen, la careta de “civilizados” es parte del disfraz, al fin y al cabo está en juego la “imagen” de la empresa o del comercio, y el rechazado alguna vez puede volver como cliente... Yo los observo y siento que jamás desearía estar en ese lugar. Decidir la suerte de otro me parece más perverso que ocupar el lugar ridículo de mendigar un empleo a los 40 años. Hojean el impreso titulado “Currículum vitae” y cada tanto levantan la vista y me miran a los ojos, como buscando alguna señal que delate las “mentiras piadosas” puestas en el papel. Son máquinas insensibles, porque el sistema capitalista los ha transformado en eso: engranajes neutrales de un mecanismo que no entienden ni quieren entender. Obedecen órdenes, buscan al más eficiente, o al más preparado, o a la más tetona, o al más sumiso. Yo me anoto en esta última categoría, la del “explotado feliz”, por eso en el renglón que dice “Pretensiones económicas:” ya he dejado impreso la palabra “mínimas”.
    Tengo todas en contra (falta de profesión, de oficio, de experiencia laboral) por errores míos y de nadie más, por eso me sincero por adelantado: sólo puedo ofrecer con humildad el redoblar la esquilmada: trabajar por menos del “sueldo mínimo vital y móvil” y en negro, claro. Como no tengo hijos y mi vida es muy austera, puedo ofrecerme bien baratito. Con sutileza le sugiero a mi examinador de turno que nos saquemos las caretas (yo la de Caperucita, él la del Lobo) y blanqueemos la situación: vengo a mendigar un empleo, explóteme a gusto.
    Nunca rechazan de buenas a primeras, aunque uno intuye que ese llamado telefónico prometido nunca va a llegar. Tienen el escrúpulo pueril de no matarle las ilusiones a nadie allí mismo. Es más conveniente que el postulante lo sepa por omisión. Pero lo bueno de saberse rechazado, pienso cuando salgo de esa oficina hacia la calle y me cruzo con la cola de aspirantes que aún esperan por la entrevista, es que no tendré que malgastar mis días ahí adentro, haciendo un trabajo de mierda por un sueldo de mierda, y tratando con jefes de mierda (y hasta con “compañeros” de mierda). Más de una vez me he cruzado con linyeras que, a pesar de su abandono, no necesitan pasar por estas entrevistas pues la selva del mercado laboral ya no los alcanza: han perdido toda esperanza y eso es una liberación.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Telegráficas III

    Felizmente desilusionado, en cada relectura alzo un poquito las líneas de mis subrayados, hasta que algún día se convertirán en tachaduras.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Dos alienaciones
    Humano, demasiado humano. Veo El caballo de Turín, la última película de Bela Tarr, que como un discípulo sincero de Andrei Tarkovski, es también un maestro de la lentitud. Sí, por estos días aún es posible un cine de morosa reflexión. No es por la gracia del cable (es impensable que pasen una película de Tarr) sino por la magia del Torrent. Es un film de 2011, y parte maravillosamente de una anécdota muy conocida sobre Nietzsche y su último gesto de cordura en este mundo, o el primero de insanía, según como se lo vea: el de abrazar a un caballo que está siendo azotado por su amo.
    Pienso en los bodrios de Hollywood, sus muchas basuras que bastardean al cine e infestan el mundo con su “mercado” pochoclero, y me sorprendo de que aún pueda existir el cine “de autor”. Descolocado en la postmodernidad acelerada, éste (como el mismo acto de la lectura) es un cine perturbadoramente lento: unas pocas escenas de planos secuencia larguísimos que describen y describen sin que (al parecer) nada pase. Una economía de actores y de diálogos sorprendente (cuesta creer que se puedan sugerir tantas sensaciones con tal minimalismo de recursos), más el deslumbrante blanco y negro... esta película es la antítesis más lograda de la estética posmo berreta yanqui. Pero hay algo más perturbador aún: el tratamiento que hace el autor de lo cotidiano. Una y otra vez, vemos a un anciano (el carrero) y a su hija repetir las tareas cotidianas en medio de una simpleza perturbadora (para nuestras vidas de bienestar híper complejizado): el agua que hay que ir a buscar al aljibe, el caballo nietzscheano al que hay que alimentar, las papas que la hija hierve y ambos devoran con las manos como único alimento, el padre vestido por la hija al levantarse y desvestido al acostarse. Las escenas se repiten desde diferentes planos (o puntos de vista) durante los seis días que tarda ese mundo en destruirse. Perturba pero no aburre, ver la rutina de la vida cotidiana llevada al extremo de la rusticidad y la lentitud.
    Yo hace años que pienso en lo imposible que es desprenderse de las tareas cotidianas: asearse, comer, lavar la ropa, limpiar el cuarto, un botón que se desprende, el pelo que crece... La vida doméstica es un tirano insistidor y silencioso. Minucias aparentes de la rutina que nos esclavizan hasta el último día de nuestras vidas, y hasta el final de ese mundo filmado que se va desangrando en los mismos días que dios se tomó para crearlo.

    Posmo, demasiado posmo. Engancho en el cable la serie animada “American dad”, una entretenida sátira de la derecha nacionalista y militarizada yanqui. Me quedo con el extraterrestre, Roger, un ser asexuado o bisexual, no sé bien (debería ver el capítulo uno). Pero lo más llamativo que este alien, a diferencia del sensible y querible E.T., o del risueño Alf, o del histriónico Mork, es un muestrario muy completo de cinismos y bajezas humanas. Interesado, insensible, especulador, frívolo, a este extraterrestre lo humano se le ha pegado en un extraño fenómeno de aculturación descendente. Y yo que creía que a este mundo solamente lo podía salvar otra civilización verdaderamente inteligente... Pues no: ya nos imaginamos a seres de más allá de las estrellas que, en vez de venir a aleccionarnos sobre los peligros devastadores de las guerras termonucleares, terminan por parecerse demasiado a sus anfitriones. Pero entendámoslo, Pobre Roger, cómo para no volverse rastrero y egoísta, después de convivir al lado de un agente de la CIA durante tantos años...
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Gente morosa

    Como los perros arrastran a sus paseadores hasta las plazas, también los libros llevan a sus lectores hasta esos bancos (algunos muy cómodos, de madera y con respaldar, otros ideados para sufridores profesionales, simples banquetas de cemento) y allí los ponen en pausa un buen rato, mientras el día fluye alrededor en ese simulacro de selva domesticada. Porque algunos buenos libros se parecen al Orgasmatrón, esa máquina que en el film Sleeper daba placer aislando a sus usuarios en una cápsula con capacidad para uno.
    Piglia dice que si un marciano descubriera a un lector, digamos, en un tren, no entendería qué está haciendo ahí: quieto, silencioso, reconcentrado, perfectamente aislado del mundo pero conectado a ese artefacto sin cables ni conectores, hecho de simple papel y tinta.
    En el transporte público, yo he sido muchas veces un casi-lector quisquilloso: sólo sacaba mi libro de la mochila si estaba cómodamente sentado, sin recordar que en Trópico de Capricornio Miller cuenta cómo se debatía en el apretujamiento de un tren para sacar a Nietzsche del bolsillo de su abrigo y charlar un rato. Mi prurito pavote de la comodidad física... cuando es sabido que una lectura productiva es siempre incómoda.
    Pero tal vez lo más interesante de ver lectores en la calle, en las plazas, en el subte, sea ese gesto pre moderno de la lentitud. Porque la lectura (y el arte) sigue siendo el único (¿y último?) acto premeditado de pausa en la velocidad de la vida actual. Esa pausa que hace mucho, antes de la secularización radical de nuestras vidas, la proveían los ritos religiosos. Entrar en un cine o en un museo de tarde, especialmente un día laborable, y demorarse en una butaca o recorriendo con morosidad las salas. Luego salir a la calle, ya con la noche instalada, y descubrir que allí afuera el mundo había seguido girando, la gente había seguido con su rutina, con sus quehaceres, mientras a uno el tiempo se le diluía frente a un cuadro o una escena (o una página). Ese efecto de suspensión que nos da el arte es para mí una bendición en un mundo que percibo cada vez más hostil.
    Pero a la mentalidad utilitaria, que de todo hace una ganancia, no iba hacer una excepción con la lectura. Nada se salva de las garras del Mercado. Recuerdo las modas (felizmente expiradas) de los “métodos de lectura veloz”, ridiculez rápidamente volatilizada, y el archiconocido chiste de Woody Allen, a propósito de esas estupideces del marketing que quieren conquistar el mundo armados con un palillo: “Hice un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme ‘Guerra y paz’ en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Telegráficas IV (Esse est percipi)
    Una utopía: que las puertas automáticas de los supermercados, sensibles captadoras de almas, sólo se abran ante los hombres de bien.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    El Rematerializador recargado, o la muy-concreta Máquina del tiempo

    Cuando se me da por soñar despierto, pienso que el último invento revolucionario que le resta a nuestra época desbocada es el teletransportador de materia, como el del Enterprise pero para transporte de pasajeros y mercancías. Todos los demás sueños ya lo han cumplido la informática y las redes. Pero más allá de mis desvaríos futuristas, lo cierto es que vivo en un triste país sudamericano en donde la ciencia ficción es bajada de un hondazo por el más crudo realismo decimonónico. Porque en épocas de recesión económica, al hipotético rayo desmaterializador de mi fantasía le gana su adversario diametralmente opuesto, producto no de la mente afiebrada de un Asimov sino de las urgencias de la supervivencia diaria de un Erdosain. Me refiero al rematerializador. Un aparato que reinstala en lo público aquello que parecía absorbido por el agujero negro de las modas y los usos.
    Con las crisis económicas, la materialidad en los márgenes del mundo se vuelve más tangible. Las estrategias caseras de supervivencia en pos del mango que falta se multiplican con un ingenio que en épocas de vacas gordas nadie se esforzaría por practicar. Es el eterno retorno de lo mismo, la máquina del tiempo que, lejos de las elucubraciones metafísicas, regresan para volverse otra vez mercancía, valor de cambio, fuente extra de recursos.
    Ejemplos que empiezo a re-ver desde la última crisis económica, la de los noventas (¿alguna vez algún economista brillante le encontrará un parche a estos agujeros del capitalismo, o es que el modelo ya salió pinchado de fábrica?) a estos días de 2015: el carro de madera que un desocupado engancha a un caballo (también desocupado hasta hacía poco), se sube al pescante, chasquea los labios, sacude las riendas y ¡vualá!: se rematerializa el “botellero”, el “cartonero”, suboficios suburbanos desaparecidos desde hacía años. Se reinstalan en la geografía barrial esos hombres que desde el pescante de sus carros reclaman al vecino, a voz en cuello (los mejor equipados llevan un megáfono) cualquier material de descarte antes de que se los lleve el camión de los basureros. O también están los autos que el rematerializador ha sacado de los galpones: Fiats 600 (llamado cariñosamente “fitito”), Renaults 12, Peugeots rastrojeros, con su caja de madera, Citroens 2 CV (como los de un tío mío que era mecánico y, cuando necesitaba probarlos, nos invitaba a arriesgados y vertiginosos paseos de 40 km/h), camionetas Ford F100 celestes como la que alguna vez tuvo mi padre... “Nada se pierde, todo se restaura”, pareciera ser el mensaje de la Madre Naturaleza de la pobreza. Ni qué decir de los “clubes del trueque”, donde todo se canjea (hasta la ropa interior) pues la necesidad, como ya se sabe, tiene cara de hereje y los remilgos son lujos de pudientes. Lo mismo a la hora de llevar lo que se apilaba en el galponcito del fondo a las casas de empeño para que su valor de uso reencarne en nueva vida.
    Para estas épocas de conejas en desbandada también reaparecen las pseudo monedas provinciales, con la emisión de bonos y el endeudamiento a largo plazo de las provincias en su afán por pagar los aguinaldos. Infinidad de papelitos de colores que llevan a más de un ciudadano honesto a preguntarse por la idea de lo verdadero y lo falso. De tanto billete dando vuelta, uno ya se cansa de andar volteándolo al trasluz para comprobar su autenticidad. En ese abandono por cansancio, más de uno entenderá el patético juego ficcional que hay detrás del papel moneda. (¿O acaso Brecht, hace ya tanto, no se preguntaba qué era más vil, si robar un banco o fundarlo?)
    Sólo un poder pareciera mantenerse incólume ante los efectos de la máquina del tiempo de las crisis capitalistas: el católico. Con su idea de sacar al pobre del apuro (pero no de pobre, eso ya no los incumbe), las asociaciones católicas siguen con sus sempiternas colectas de beneficencia. Claro que no son tontos y ven que la limosna ya no alcanza para la legión creciente de chicos que se refugian en los merenderos, los albergues para indigentes o los atrios aún no enrejados de sus propias iglesias. Pero el hundimiento general de la sociedad a ellos (que casualmente ya se han ganado una parcela de Cielo por sus actos de caridad) pareciera no sobrecogerlos. Uno esperaría de esta gente piadosa algún acto de arrojo, pero no. Con o sin crisis, la limosna es el pan de cada día para estos religiosos consagrados o laicos que tranquilizan conciencias y prometen redenciones mientras sacan de sus bolsillos una aguja y un camello.
    En fin, la geografía urbana muta al ritmo de las crisis cíclicas de la economía de mercado. Lo retro no es por estas tierras una moda estética de las vanguardias chic: es parte de la diaria supervivencia del más apto. ¡Benditos los que nacieron en el Primer Mundo!
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2015
    Memorabilias

    Mamboretá:
    Recuerdo una mañana de mi infancia en que la madre Naturaleza me dio una sorpresa. Yo estaba en el patio de la casa de una amiguita, con otros chicos, presumiblemente era una fiesta de cumpleaños. No sé por qué, pero me había enemistado con los demás y por eso deambulaba taciturno y solitario por el fondo del jardín, con ganas de volverme a mi casa. Allí descubrí sobre la rama de una planta a una mantis religiosa por primera vez, animalito que por aquí le dicen mamboretá. Su forma me sorprendió, tanto que no creí que fuera un animal. Parecía más bien un alien venido de algún planeta de liliputienses verdes. Llamé a los otros como si hubiera descubierto a un extraterrestre, y el asombro colectivo hizo que me sintiera otra vez parte de los demás.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Erostratitos

    Ya conocemos la historia: un griego del montón, un mero ciudadano, quema el templo de Ártemis. Es encarcelado y preguntado el porqué, él responde: porque quiero quedar en la historia, ser famoso, que mi nombre sea recordado. Se prohíbe el registro de su nombre pero el pirómano extrovertido se sale con la suya: lo seguimos recordando.
    En la adolescencia tuve un amigo que le pedía el auto prestado a su padre para salir a “pistear” por el pueblo: con frenadas bruscas y coleadas que malgastaban las llantas de su ahorrativo progenitor él quería hacerse conocido entre los vecinos, más especialmente entre las chicas. Un tranquilo domingo lo sorprendió un policía de civil haciendo sus exhibiciones y le secuestró el auto: había conseguido lo que buscaba, estar en la boca de las viejas chismosas de la cuadra, ser famoso a cualquier precio.
    Lo de mi amigo es perdonable por la edad, si no se es irresponsable en esos años de la vida, ¿cuándo si no? Verdaderamente triste es lo que están haciendo los erostratitos de este país. Los vemos bastante seguido: armar las “cat fights” en vivo en los “talk shows” conducidos por modelos jubiladas, pagarse una primera fila en algún desfile de moda para asegurarse varios primeros planos que parezcan casuales, o invertir en una “entrevista” a doble página en alguna revista “del corazón” para que los empresarios y futbolistas se enteren de que han vuelto a separarse y están “disponibles” como los carteles de las oficinas en alquiler, y tantos otros recursos de “reposicionamiento” dentro del salvaje mundo del “espectáculo”. Más modestos que el griego que los engendró, ellos y ellas no necesitan quemar ningún lugar sagrado para llamar la atención, ni tienen sed de inmortalidad, claro.
    Pero en estos últimos tiempos, a la tradicional galería de frivolidades para la correcta visibilización de sus cuerpos, estos erostratitos le han sumado un nuevo y novedoso recurso (de oferta por tiempo limitado) de visualización mediática: las visitas al papa. Claro, el santo padre es un compatriota, y consiguió lo que muy, muy pocos consiguen: ser el top de los tops dentro de su organización, que da la casualidad que es la más poderosa del mundo. Imagínense: A un amigo nuestro le dejan la llave no de una mansión, ¡de una ciudad de mansiones!, para que la cuide por un tiempo, ¿acaso no iríamos a tocarle el timbre para que nos deje disfrutar, aunque sea por una tarde, de la vajilla de plata, el hidromasaje y la piscina? Sería de mal amigo no compartir lo que le confiaron.
    ¿Y cómo Francisco no recibiría, en su infinita misericordia, a esos pecadores públicos? Él debe dar el ejemplo. Y el desfile asusta: (ex) futbolistas con (actuales) problemas de drogas, políticos mafiosos en campaña, sindicalistas corruptos, “botineras” (prostitutas caras de futbolistas) cual María Magdalena con obscenos implantes mamarios... El zoológico argento se despliega por los palacetes de El Vaticano cada día, barriendo con sus pies sudamericanos todo rastro de sacralidad de esos templos de oro. Erostratitos sabios que se abusan del perdón cristiano. Los vemos por tevé: están sonrientes frente al hombre de blanco, lo palmean, le presentan a sus hijos y le dejan recuerdos, mientras no se olvidan de que las cámaras a su alrededor le tomen su mejor perfil.
    Se acercan las elecciones presidenciales, ¿cuánto se cotizará una instantánea al lado de Jorgito para septiembre? Pero cabe una pregunta, pues si llegó hasta allí es justamente porque no se chupa el dedo: ¿el ex cardenal Bergoglio no se da cuenta de que todos estos compatriotas que peregrinan a la Santa Sede en primera clase para entrevistarse con él están abusando de su altísima dignidad? Cómo no darse cuenta, si el religioso está cortado con la misma tijera. Yo creo que recibe a los erostratitos para recordarles (y recordarnos) la parábola del médico que está en los evangelios: hay que visitar, o en este caso dejarse visitar, por los enfermos.
    Concedido. Pero yo me pregunto, ¿antes de despedirlos, Francisco no les sugerirá al menos que dejen de pecar, o que al menos practiquen un poquito menos los pecados capitales de la vanidad, la lujuria y la soberbia? Porque por lo visto, en lo moral, ellos parecieran salir de la basílica de San Pedro igual que como entraron; en lo material no, claro, se los ve cambiados, pues se traen la foto y el video junto al curita porteño que llegó tan lejos... Algo, pienso, por lo menos cambió: la banda de ladrones que ocupa el Gobierno, y que tanto lo odiaban cuando Francisco era apenas el obispo Jorge, ahora lo aman. Un milagro más para su futura santificación: en su infinito poder, el papa trocó odio por amor.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias II

    Valor de uso
    Busco en el diccionario la entrada que reúne a estos textos. Por “Memorabilia” leo “objeto de colección de gran valor sentimental”. Anoche, a eso de las once, salí a pasear a la perrita de mi madre calzando unas “Le coq sportif” con dieciocho años de uso, pues recuerdo bien el momento de mi vida en que las compré. Y me preguntaba si este par baqueteado de zapatillas, de gran valor sentimental para mí, podría considerarse una memorabilia, siendo que aún sigue “en actividad”. Valga decir que, completando mi atuendo, salí a la calle vestido íntegramente con la marca de “las tres tiras”. Pero pasando revista a los costos de mi indumentaria deportiva, deberé aclarar que al pantalón corto lo compré en una tienda de ropa usada por 40 pesos, y a la camiseta de la misma marca la adquirí en una feria también de ropa usada que organizaba una parroquia de barrio por el irrisorio precio de 5 pesos. En total: 45 pesos. Monto con el que no podría comprar, nuevo, ni un par de medias de la prestigiosa marca alemana. Y quien me viera de lejos... pensaría que soy alguien que gasta en “primeras marcas”, cuando en realidad es algo que rechazo de plano, pues no me creo el cuento de la supuesta calidad extra que traen los productos fabricados por firmas de renombre. Pero volviendo a mis queridas Le coq (las veo en este momento, asomadas bajo la mesita de luz, y parecieran preguntarme o más bien implorarme “¿hasta cuándo?”) y partiendo escrupulosamente de la definición dada más arriba para esta columna, no sabría si “dan el perfil” para considerarse efectivamente “objeto narrable” por “su gran valor...” etcétera. ¿Pero entonces, qué hacer con tantos recuerdos de fetichista lumpen? Debería ser mejor consumidor...
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias III


    Halley
    El cometa pasó cerca de la Tierra en 1986, y con 11 años, mi ilusión era enorme. Me fascinaba la astronomía, recuerdo que mi abuela me retaba porque en pleno invierno salía al jardín a medianoche para seguir identificando las constelaciones de estación, y ése, el del pasaje del Halley por este rincón del sistema solar, era el primer acontecimiento importante que yo vería con mis propios ojos. Fue un completo fiasco, el cometa no estuvo a la altura de su renombre ni de mis expectativas. En mi memoria lo veo como una estrella más, amarilla y apenas un poco más grande que el resto de los astros. No tenía cola, no se parecía en nada a las fotografías que yo había visto en una revista de divulgación científica que un tío me compraba. Después de la tercera noche de levantarme a las cinco de la madrugada, renuncié a que me maravillara y me puse a sacar cuentas de su próxima visita: como el Halley se da una vuelta por acá cada 76 años... yo tendría 87 años de edad. Recuerdo que por primera vez me imaginé viejo, o muerto; que por primera vez sentí el rigor del cosmos, de sus tiempos abismales o de mi insignificante pequeñez.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    El capitalismo es un cazador solitario

    De la fauna de objetos urbanos hay una especie casi extinta que añoro: la de los bebederos de las plazas. En una incursión por la ciudad de los no tan Buenos Aires, hago un alto para descansar en una de esas plazas de los barrios del norte, tan bien provistas de todo lo que el nivel de vida del buen vecino-contribuyente de la zona reclamaría. El pasto cortado, los árboles podados, los bancos de fina madera, un sector de juegos infantiles, el arenero para los perros... Pareciera no faltar nada en esta plaza, aprobando unas hipotéticas normas ISO, excepto por el inexistente bebedero. Y yo tengo sed. Estamos en enero, el sol brilla en este reducto de la naturaleza de cien metros cuadrados emplazado entre el estruendo de la ciudad capitalina. Todo muy agradable, hasta diría muy chic, pero del bebedero ni noticias. Conclusión: Debí ir a un quiosco de allí enfrente y pagar una botellita de agua mineral: 10 pesos por 250 centímetros cúbicos de un agua mineral “fabricada” en una localidad cercana donde difícilmente haya manantiales.
    Esta ciudad no tiene problemas presupuestarios, razono. Si hay fondos para instalar un banco tan confortable como en el que descanso, no debería faltar para un modesto bebedero con su necesario filtro potabilizador. Sin caer en especulaciones financieras ni teorías conspirativas, supongo (pues pienso y pienso y no hallo otra causa) que la ausencia de agua potable para los visitantes en la mayoría de las plazas porteñas está en sintonía con la facturación de los comerciantes de la zona. Esta deducción parece muy berreta, ¿verdad? Las plazas de Sábato y Piazzolla no podrían rebajarse a manejo más rastrero. Pero el capitalismo, y más aún en versión argenta, hace rato que ha perdido toda vergüenza. Dispara y dispara.
    En fin, que el progreso va y viene, pero lo que siempre va es la ganancia, esa que, al decir de mi abuela, “nunca da puntada sin hilo”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Pequeños abandonos

    Algunos recuerdos de la infancia nos dejan cicatrices difíciles de ocultar. Perverso es el mecanismo del inconsciente, que nos trae de la memoria a la frente, sin el más mínimo estímulo o voluntad de nuestra parte, los recuerdos más dolorosos. Como un ser sádico que está aburrido, allá adentro, en su oscuridad animal, el inconsciente se dice “con qué podría molestar a este fulano”: baja al sótano de los recuerdos, revuelve en una caja etiquetada como “Peligro: altamente dolorosos, manipular con precaución”, saca uno según su humor y ¡paf! nos lo retransmite en nuestro psico-proyector para que revivamos lo que creíamos muy bien enterrado.
    De esas cicatrices (o recuerdos) hay dos en los que comparto el protagónico con un tío mío, sin hijos él, y quizá de allí su impericia para hacerle bromas a una criatura. Tendré cuatro o cinco años. Me lleva a pasear a la plaza céntrica de la ciudad, estamos cerca de la capilla ardiente de la Virgen de allí, la del Carmen, una casita alpina construida en uno de los senderos laterales de la plaza. Yo corro alrededor de la edificación, mi tío me observa por allí. De repente, cuando lo busco con la mirada, él ya no está. Recuerdo la desesperación de quien se ve así abandonado en medio de un mundo hostil. Cuando ya empezaba a llorar mi pariente salió de detrás de la capillita con un sonrisa.
    En otro me ha llevado a pasear a otra plaza, la que da a los andenes de la estación del ferrocarril. La mañana está tranquila, es una mañana de pueblo a principios de los ochentas, no podría no ser tranquila. Él se ha sentado en un banco y yo me he acercado al borde de las vías. En un instante escucho que me llama a los gritos, y un segundo después aparece el estruendo de un tren más largo y ruidoso que los del recorrido suburbano, que pasa a toda velocidad. Es el rápido que dos veces por día cruza la pampa hacia y desde la ciudad capital. Otra vez la sensación del abandono, del mundo incomprensible que me muestra sus dientes por primera vez. Me quedo petrificado donde estoy, viendo ese manchón blanco y azul pasar veloz en una ordalía de chirridos y bocinas. Cerca de mí, pero más lejos que el rápido de las diez, mi cuidador me ha puesto otra vez a la intemperie.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Sólo para mis ojos

    Cuando era adolescente, uno de los primeros textos que en la escuela secundaria me dieron a leer fue un poema poderoso de Borges que habla de las cosas, y que así se titula: Las cosas. Recuerdo que cuando lo leí me cautivó su sencillez, pues yo encontraba en mi convivencia con los objetos algo que confusamente sentía y que el poema me ponía en palabras claras, pero además el mensaje venía maravillosamente codificado en lenguaje poético. Es un soneto en endecasílabos, el formato que más le gustaba al argentado poeta argentino. Todavía recuerdo su melancólica música.

    El bastón, las monedas, el llavero,
    la dócil cerradura, las tardías
    notas que no leerán los pocos días
    que me quedan, los naipes y el tablero,
    un libro y en sus páginas la ajada
    violeta, monumento de una tarde
    sin duda inolvidable y ya olvidada,
    el rojo espejo occidental en que arde


    De mi último viaje a la costa atlántica me traje una piedra que me llamó la atención durante una de mis largas caminatas por la playa. No sé cómo llegan allí, ni cómo se forman, pero a veces aparecen cerca de la resaca espumosa de las olas. Ésta que encontré tenía todas las cicatrices del leviatán salitroso que la cobijaba. La he sacado de la repisa y aquí la tengo, sobre mi palma. En lugar de describirla podría sacarle una foto y con ella ilustrar este artículo, pero eso sería facilitarles las cosas a los lectores al estilo Facebook. Mejor ejercitemos el arte de las palabras. La piedra es de forma ovalada, de color marrón oscuro y muestra muchas perforaciones que el agua de mar le ha propinado. Es lo más hermoso que tiene este objeto, las cicatrices de la erosión marina: algunas perforaciones la atraviesan de lado a lado y los agujeros cobran una forma elipsoidal muy estilizada, como si el mar se hubiera tomado el trabajo del orfebre sin ningún apuro, tallándola con la paciencia del artesano cósmico. (Yo, para el caso, le interrumpí el ejercicio para escribir estas líneas, y quizá alguna justicia naturalis me reclame algún día la acción.) Vista de lejos, la piedra se parece a un asteroide, como esos que orbitan en el cinturón que está entre Marte y Júpiter. Si ven una foto de Ceres, se harán una idea de lo que describo.

    una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
    láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,
    nos sirven como tácitos esclavos,
    ciegas y extrañamente sigilosas!
    Durarán más allá de nuestro olvido;
    no sabrán nunca que nos hemos ido.

    Que así sea. Pero hasta que yo me vaya, esta piedra se quedará conmigo. Exiliada tierra adentro, en plena llanura de humus fértil, esta cosa entre mis cosas deberá pagar su extranjería exhibiéndose sobre la repisa. Ahora que lo pienso, contribuí al saqueo hormiga de los turistas que los lugareños de la costa denunciaban con afiches pegados en los comercios del pueblo: “no te las lleves”, le rogaban en confianza al invasor estival, y en la foto había una conchilla de mar. Por tener cerca de mí a esta pieza tallada por la Naturaleza, la he secuestrado con total impunidad, la he vuelto una pieza de museo privado, y sólo para mis ojos.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias IV

    Zócalos y zócalos
    Esta palabra me remite a la última infancia, a un juego y a un zócalo de granito negro que recorría las tres paredes del garaje de la casa suburbana de una tía. Allí, con mi admirado primo, cinco años mayor, jugábamos a este juego: a una cierta distancia, hacíamos rodar bolitas de vidrio (que en otras latitudes llaman canicas) hasta que rebotaran contra el zócalo, ganaba quien lograra dejarla lo más cerca de la pared. El premio era la bolita del otro. Se jugaba con preseas del mismo valor: japonesas contra japonesas (las más apreciadas), lecheras contra lecheras, piojitos contra piojitos. Recuerdo que, con los años, en algún momento las cambiamos por monedas de níquel de veinticinco o cincuenta centavos. Creo que fue la única vez que aposté dinero en un juego.
    Pero zócalo, además de ser una banda angosta hecha de diversos materiales que protegen el borde inferior de una pared, es también, y desde no hace mucho, el videgraph que transita las pantallas de la tevé, en especial durante los noticieros. Y a pesar de que los televisores, en su loca evolución de seres superiores, ganan en ancho, la información mediante sobreimpresos que meten en algunos programas es tanta que el espectador, más que observar, espía lo que pasa del otro lado de la pantalla, como quien se asoma entre las hendijas de una ventana. Lo verifico hoy mismo. La noticia llegada de una liga europea es un gol “olímpico”, es decir, convertido desde la ejecución de un tiro de esquina sin intermediarios. Resulta que el eximio jugador connacional (por eso es noticia) estaba shoteando allá abajo, en el angulito inferior izquierdo de la pantalla, justo donde el grueso zócalo amarillo anunciaba con letras negras “Golazo olímpico de...”. Y aunque el periodista que narraba la noticia pidió que retiraran el videograph, desde el control no pudieron o no quisieron hacerlo. Contradiciendo al autor de la “Galaxia Gutemberg”, más que ver el gol, y aunque se tratara de lenguaje audiovisual, lo escuché narrado, pues de la pelota sólo vi que, viniendo misteriosamente impulsada desde un rincón “enzocalado” de la cancha, entraba ella sola en el arco como por arte de magia.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Telegráficas V
    Constatación: El juguetero de mi infancia hoy me vende dólares. Qué mejor ironía sobre la pérdida de la inocencia.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias V

    Algunas sensaciones
    El olor del pasto cortado. La memoria perceptiva me lleva a los sábados a la tarde en el polideportivo municipal, hará unos quince años. Era el momento de la semana dedicada al fútbol, al “picado” informal con quienes se aparecieran por allí con una pelota bajo el brazo. Transpirado, agitado, magullado, me recuerdo respirando profundo ese olor del pasto humedecido. (Si hasta recuerdo haberme soñado jugando a la pelota, en una época en que trabajaba el sábado todo el día y me veía impedido de esta distracción: en el sueño respiraba ese aroma húmedo del césped y me sentía feliz.)
    El sabor del tuco. El que preparaba mi abuela para sazonar los fideos. Como hija de italianos que era, cuando nos veía a mí y a mi hermano cortarlos con cuchillo y tenedor nos recordaba que era un sacrilegio y que de vernos, su padre nos hubiera dado un “schiaffo”. Pero lo que más recuerdo de ese tuco era que constituía, para nosotros los chicos, el entremés que nos sacaba el hambre demencial que ataca a los niños antes de que la comida esté lista. Con el visto bueno de la abuela, a la que imitábamos, nos acercábamos a la sartén con la miga de un pan cortado en rodajas y lo sopábamos en ese líquido rojo humeante y burbujeante cuyo delicado sabor no he vuelto a disfrutar.
    El frío en la cara, el fuego en el pecho. Esta combinación creaba en mí una extraña sensación, apenas atendida, deberé decir, pues un chico está demasiado concentrado en sus juegos como para detenerse a elucubrar sobre los efectos de sensaciones contradictorias. Era invierno, presumiblemente vacaciones en la escuela, y en casa de la abuela, a la hora de la siesta, donde el mundo de los adultos parecía entrar en una pausa mortal, nosotros combatíamos la amenaza constante del aburrimiento con una pelota de fútbol, en plena calle asfaltada pero de barrio. La abuela no quería, pero a la larga nos dejaba. Era imposible hacer dormir siesta a dos varones de seis y diez años. Eso sí: salíamos pero bien abrigados. Y parecíamos el muñequito de Michelin en pleno amotinamiento. El cielo nublado, el viento frío que ponía roja la piel de la cara, y debajo de los dos o tres pulóveres, encastrados uno sobre el otro, yo sentía un fuego que me subía hasta la cabeza viniendo desde el cuerpo transpirado, acalorado de tanto correr.
    Los ovnis nunca vistos. Habíamos ido con mi tío y mi hermano a jugar a la pelota a una plazoleta cercana a la casa de mi abuela, donde pasábamos las vacaciones de verano. En realidad, mi tío nos cuidaba. Él se sentó en la amplia base del mástil de la bandera, a unos diez metros, y nosotros no tardamos en encontrar socios predispuestos para armar un partido. Recuerdo que en algún momento mi tío nos llamó, perentorio, pero nosotros, absorbidos como estábamos por las vicisitudes del juego, demoramos su pedido con un “ya va” gritado a la distancia que nunca se cumplió. Sí recuerdo, porque yo atajaba, haber visto a mi tío muy entretenido mirando el cielo, hacia el oeste, cerca de donde el sol se ponía, y que yo tenía tapado por las copas de los árboles. Cuando el fútbol terminó, nos volvíamos y él nos contó que nos llamaba (ya lo habíamos olvidado) para mostrarnos dos ovnis que había visto flotando en el cielo durante varios minutos. (En aquellos años no existía la telefonía celular y nadie andaba como hoy, con una cámara fotográfica y fílmica en el bolsillo.) Nos los describió, pero no era lo mismo: nos habíamos perdido de presenciar un misterioso fenómeno por algo tan cotidiano como patear una pelota. Yo pensé que, siendo tan joven, no me faltaría otra oportunidad para ver platos voladores o incluso extraterrestres. Tres décadas después sigo esperando.
    La voz de mi maestra. Hace unas semanas, leyendo el semanario local, me enteré que murió la “señorita” Cristina, mi maestra de séptimo grado (1987) en la escuela primaria. Esta mujer era de las que tenían, como se dice, una “personalidad fuerte”: su voz portentosa nos intimidaba, y uno solo de sus enérgicos llamados de atención bastaban para calmarnos y traernos de regreso al rol de “alumno disciplinado y aplicado”. Pero a la vez ella tenía un sentido del humor desconcertante para nosotros, sus alumnos: en plena explicación se salía de registro con algún chiste levemente escatológico que nos hacía reír con ganas. Sólo la señorita Cristina lograba esa combinación única entre sus colegas de infundir respeto y a la vez mostrarse desacartonada y divertida. Pero más inquietante aún era el hecho de que en su vida había una historia trágica, que ella misma nos contó una tarde, en medio de una clase. Todo se cifraba en una mañana de domingo. Ella salió a hacer las compras para el almuerzo. Había dejado a su marido con un amigo, arreglando un camión en la calle. “Todo estaba bien”, recuerdo que nos dijo. Cuando volvió, a los pocos minutos, él estaba muerto: una descarga lo había electrocutado. Mi abuela, cuando la veía pasar hacia la escuela, con su delantal blanco, siempre comentaba que a Cristina se le notaba la amargura en la cara: tenía las comisuras de sus labios hacia abajo, como en un interminable rictus de reprobación ante la desmesura de la vida. Y a nosotros, sus alumnos del colegio parroquial, también nos dejaba esa sensación: la tragedia de ese día se le había hospedado en la cara para siempre, aunque cada tanto ella se saliera del “acartonamiento docente” con un repentino gesto de humor que parecía contradecir el sempiterno lamento de sus labios.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Mis campos de batalla

    Walter Benjamin cuenta en El Narrador que los soldados que volvían del frente de batalla, acabada la primera guerra mundial, estaban callados, sin experiencias que contar o sin manera de verbalizarlas. ¿Perder la capacidad de narrar es también perder la capacidad de experimentar? ¿Y los que se quedaron en la retaguardia, lejos de la carnicería del frente, podían contar pero tal vez no tendrían nada fuerte que decir? Experiencia y narración: de esto quería hablar.
    Los recitales de heavy metal, cuando quienes convocan son las legendarias bandas internacionales que estiran sus giras mundiales hasta sudamérica, se organizan en estadios de fútbol. Yo, si decido pagar una entrada, elijo ir al “campo”, pues creo que solamente con la masa de cuerpos en ebullición se puede disfrutar con intensidad lo que pasa sobre el inmenso y sofisticado escenario. La cercanía es una cuestión importante. Ir a una butaca en la lejana tribuna para terminar viendo el recital por la pantalla gigante, es como quedarse en casa y verlo por tevé.
    Pero hay otro dato más: mido 1,63 de altura. Todo un problema para ver qué pasa sobre el escenario, y desde lejos termino, como diría Dolina, con dolor de “cogote de yesero”. Por eso debo avanzar hacia el frente de batalla, cerca de las vallas, o mejor aún, literalmente abrazado a ellas. Más allá hay un pasillito con tipos de seguridad (los cocodrilos del foso perimetral que rodeaba a los castillos medievales) y luego sí, los músicos admirados sobre el pedestal del escenario. El precio de vivenciar de cerca lo que pasa allá arriba (más aún si se está tan cerca del suelo) es que esa zona es muy sangrienta: apretujamiento, pogos multitudinarios, empujones, codazos, los que hacen mosh y que cada tanto pasan arrastrándose por arriba de uno como si nuestras cabezas fueran mullidas y vívidas baldosas... El frente de batalla de un mega recital de heavy metal es una experiencia fuerte, sí, pero no para cualquiera. Pues verlo desde el fondo del campo de juego, más allá del mangrullo de sonido que se alza casi en la mitad de la cancha como un fuerte de avanzada ante los indios que atacan, es casi como no haber ido.
    Por eso yo voy al frente. A codazos y manotazos me abro un sendero entre los cuerpos sudorosos, entre las melenas revueltas, entre las camperas de cuero y los cinturones con tachas. La experiencia de la batalla vale la pena, me digo, es una vez en la vida, pues es difícil que estas bandas (por la edad de sus músicos y por el kilometraje que deben hacerse hasta el culo del mundo) vuelvan otra vez por acá. Entonces soy un bárbaro entre los bárbaros, y soporto uno y mil vendavales conviviendo en esa ordalía pagana de veinte o treinta mil de almas en trance.
    Pero, al terminar el recital, al salir del estadio y reencontrarme con los amigos con que marché a la batalla (algunos bajados de la platea sin un rasguño porque no soportan a la indiada bruta, y los comprendo) yo estoy tan excitado que no puedo contar lo que viví, allá en la vanguardia del campo de batalla. En la desconcentración de miles de fans, caminamos (algunos transpirados de pies a cabeza, otros fresquitos como si recién hubiesen llegado) hasta el estacionamiento donde dejamos el auto que nos trajo. Tenemos un viaje de 50 kilómetros de regreso, y en algún punto nos saldremos de la autopista y pararemos en algún kiosco de una gasolinera para refrescarnos, tomar algo y contarnos las primeras impresiones de la banda y del show en general. Allí sí, ya más sereno, puedo recuperar mi voz, y mientras escucho lo que mis amigos vivieron, yo tal vez pueda intercalar alguna experiencia de mi combate en el frente.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Todo lo sólido se desvanece en el aire
    Si en cuestiones de batallas estéticas muchos se presentan, con cierto orgullo, como parte de la vanguardia, yo, en la cuestión de la batalla librada por la tecnocracia (y contra la tecnolatría), me asumo con modestia como parte de la retaguardia. Soy el último de los últimos, el que va cerrando la línea de la huida hacia las nuevas tecnologías, una resistencia pacífica que cuida mi espalda hasta donde puede.
    Un ejemplo: la semana pasada (marzo de 2015), terminé por tirar a la basura las últimas dos cajas de disquetes que aún guardaba en el cajón de mi escritorio. Eran de los pequeños, de dos pulgadas y media, pues a los más viejos, de cinco pulgadas y un cuarto (700 kbytes de capacidad, si mal no recuerdo) ya los había enterrado hace unos años, aunque conservo las prácticas cajas de acrílico para guardar chucherías. Aunque mi vieja computadora aún tiene disquetera, con los pen drives ya no los usaba ni siquiera para hacer copias de resguardo. Así que los despedí solemnemente porque necesitaba espacio en los cajones del escritorio. (Aún recuerdo el primer disquete que compré, para usar con una de las tres primeras y costosas PCs modelo XT que mi escuela había adquirido, eran años [circa 1990] en donde la informática era una cosa misteriosa sólo para jóvenes y expertos.) En esta autopista despiadadamente utilitarista que nos propone el capitalismo de consumo, nada que fuera útil debería retenerse, salvo, claro, el ejemplar guardado para los museos del futuro cercano.
    Pero hay algo aún más prehistórico que el disquete, y que ocupando una caja completa, allá arriba de uno de los módulos de la biblioteca, me interroga si no será ya hora de hacer lugar yendo al crematorio de la tecnología obsoleta. Unos cuarenta casetes de cinta esperan el veredicto. Necesito espacio, en este cuarto de quince metros cuadrados que es todo mi hogar hoy. Pero a diferencia de los disquetes, en esas cintas guardo material único: entrevistas a poetas, clases de profesores de la universidad, charlas de café en donde las voces reconocibles cada tanto algo dicen que escapa a la banalidad reinante. Todos productos de mi querida grabadora de periodista que aún conservo. (Recuerdo con claridad el último casete que compré: en el descanso de una clase de antropología, en el instituto, salí de urgencia a buscar alguna tienda que me permitiera registrar las dos horas que quedaban de exposición. Entré en una regalería y el joven chino que me atendió, que jamás había visto una cinta magnetofónica en su vida, sin contar con la dificultad que tenía para manejar el español, no lograba dar con mi pedido, hasta que yo mismo los divisé, detrás de él, y se los señalé. El muchacho me lo envolvió observando con curiosidad esa rareza que ni siquiera sabía que vendía.) En fin, la pregunta es ¿debería tomarme el trabajo de digitalizar esas voces? ¿Vale la pena semejante esfuerzo para librarme de los casetes? En el fondo, pienso, sigo siendo un fetichista de las cosas. ¿Qué de trascendental me perdería yo (o el mundo) al librarme de esas voces en cintas? ¿Hay algo que se pierda para siempre?
    Y sin embargo no he hablado del objeto que más espacio cúbico me quita en este hábitat vitae, pues ante la escasez de oxígeno urge mantener a raya las cosas. Obvio: los libros. ¿O acaso no hay algo más demodé para el cibermundo actual que un artefacto compuesto de papel y tinta? Sin duda, si digitalizara mi biblioteca y la guardara en el disco rígido ahorraría muchos metros cúbicos de espacio vital. ¿Pero leer de la pantalla, sería leer? Esta cuestión ni pasa por mi cabeza: estoy seguro de que “libro” será para mí, hasta el final, libro en papel. Y aquí no hay revolución digital que valga. El sentimentalismo fetichista se asoma, lo sé, con más patetismo que nunca. Qué le vamos a hacer...
    Le doy una vuelta más al asunto y llego a este fenómeno de los foros virtuales. Son claros los beneficios que dan el publicar en estos medios para un perejil como yo. Publico en dos blogs, uno de filosofía y otro de literatura, intercalando textos ensayísticos y ficcionales. Paso a enumerar sus beneficios, en comparación con la clásica publicación en papel. Primero: publicar virtualmente sale gratis; en papel, aunque sea en tirajes pequeños como ya he hecho, cuesta mucho (en esfuerzo y billetes) y es muy difícil siquiera recuperar la inversión. Segundo: en el foro virtual puedo recibir un feedback que me permita conocer opiniones de lectores inteligentes y sensatos (ocurre muy pocas veces, porque no abundan, pero cuando ocurre es un regalo del cielo) sobre mis textos, corregirlos y republicarlos; en papel, difícilmente pueda conocer opiniones de lo que he publicado, tal vez sí viniendo lectores emotivamente muy cercanos a mí, pero en estos casos la objetividad tiende a cero y de poco sirven los comentarios entusiastas. Tercero: la distribución en papel, para autores que se autoeditan como es mi caso, es mínima, pues yo mismo me he encargado de “distribuir” los ejemplares en las librerías de la zona hasta donde mis elementales medios de desplazamiento me permiten; en cambio, en el más allá de la redes, los textos pueden llegar a todo el mundo hispanohablante, cosa que ni siquiera escritores jóvenes talentosos y con cierta obra encima pueden conseguir, valga el caso, que siendo sudamericanos se los publique en España aún cuando publiquen en editoriales de capitales ibéricos. Cuarto: los foros virtuales son un tubo de ensayo inmejorable para poner a prueba los propios textos; en papel, no hay vuelta atrás una vez que se entregaron a la imprenta las pruebas de galera.
    Un momento: ¿y por qué la publicación virtual no podría ser definitiva? Ajá: porque, a pesar de todas las ventajas que acabo de enumerar, sigo creyendo que un texto está realmente publicado cuando llega al papel, es decir, cuando se parece (al menos desde lo exterior) a esos dispositivos rectangulares que alineo, bien apretaditos, en los anaqueles que, con solo levantar un poco la vista de esta pantalla, puedo ver reposando contra la pared noroeste de mi habitación. Es así: mi prejuicio fetichista del papel y el encuadernado me siguen ganando. (¿Y acaso este mismo artículo, escrito en mis horas de ocio para los foros virtuales, vale que me pregunte, se merecería la “dignidad inmortal” del papel?)
    Tres tecnologías, tres prejuicios: disquetes finalmente exiliados, casetes aún amnistiados, libros ni siquiera legalmente procesados en su alma de papel. (Me detengo antes de terminar para volver al principio: entonces no todo lo sólido se desvanece en mi aire, dear Karl.) Así están las cosas.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias VI

    Algunos gestos
    Los del cura, en el parque de un geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos rodeaba un segundo antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera la mesa en cuatro mitades, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.
    Los de la azafata, allá adelante, cuyos aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.
    Los del agente de tránsito, que en medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. El corte de luz lo puso a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con desdén modernista.
    Los del profesor de aeróbica, que en un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia el rebaño y pronto se arrepentía.
    La del militar, que en el portón de entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes asustados a que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar en el destacamento. No es ninguna novedad: momentos antes habían tomado distancia en la escuela, pronto habrían de encolumnarse en la fábrica.
    Los del mimo, en la peatonal de Mar del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado, histriónico pronosticador del clima.
    Los de doña Yolanda, la curandera del barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida. Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar contra mi esternón, a la par que decía en sotovocce conjuros exotéricos que yo me esforzaba por decodificar. Los médicos la desautorizaban, los curas le negaban el saludo; pero mi abuela creía, yo creía. Cosa`e mandinga (dirían ayer los borrachos) o cuestión de placebos (dirán hoy los galenos), lo cierto era que doña Yolanda nos curaba.
    El de mi difunto tío, que cuando quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses, pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Telegráficas VII
    Extremos del envase retornable. Al niño le alcanzan la mamadera, acto seguido puede vérselo empinarse con ambas manos y de un saque la shakespeareana leche de la bondad humana. En las antípodas de la tierra de las encías, al viejo le han acordonado la zona para que no halle la petaca con Old Smuggler, secuestrada y vaciada por la misma mano que un rato después le habría de poner combustible a la teta de plástico de su vástago. ¿Y entonces por qué se le niega al viejo su jugo de cebada, si en su anhelo de gollete lo mueve la misma pulsión vital del infante?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias VII

    Extraños llamados
    Otro episodio de mi vida en departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la llamativa relación que entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma (en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo), así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra, junto a la única ventana que daba a los terrenos del ferrocarril norte. (¿Cómo supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama “allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por la pasión.) Volvamos a los hechos. Por aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en sueños, tal como me contaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de línea. Saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban. Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado. Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico (estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían por entonces era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo mismo lo había hecho con una vecina del 7 G) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba para despertarme.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    La Matrix que los parió

    (Primero una digresión. Llego a la librería de usados capitalina donde compro desde hace muchos años, cuando vivía en un monoambiente a unas pocas cuadras de allí. Traigo mis cuatro o cinco ejemplares para canjear. Son de allí mismo, tienen el sello del comercio y una letra que refiere a un casillero de la lista de precios y que cada tanto reactualizan. Eso mismo acababan de hacer hacía pocos días: de un plumazo, los libros que valían, digamos, H [$ 12] pasan a valer H [$ 21]. Así de fácil se desquitan de la inflación. La empleada me toma mis libros, calcula y me dice el monto que tengo de crédito, y que debería ser el 50 % de lo que figura en la lista de precios actual. Pero no: noto que faltan como 30 pesos. “Es que te lo coticé con la lista vieja”, me dice sin inmutarse. “Pero yo voy a comprar con la lista de precios nueva”, trato de razonar. “Tenemos que cubrirnos”, me dice la librera por toda explicación, aunque yo siga sin entender cuál es la lógica comercial de este trato. ¿Me compran a precio viejo y me venden a precio nuevo? “Muy bien”, le digo. Doy media vuelta y me pongo a buscar libros que me interesen para cubrir el escaso crédito que me ha reconocido. En una distracción de la empleada, dejo que cuatro ejemplares [qué manos torpes que tengo a veces] caigan dentro de mi mochila que espera en el piso, arrinconadita, con la boca ya abierta, tanta era la sed de venganza que tenía la pobre... Conclusión: por robarme 30 pesos, esta librera terminó perdiendo más de 150. Business are business...)
    Hay algo que en el mundo ya casi no se discute, un presupuesto, un “grund” de “sentido común” que se ha disuelto allá bajo nuestros pies. Y si alguien lo hace nadie lo escucha. Tal vez porque, concentrados como estamos en sacar ventaja, preferimos poner la energía en conocer los tejemanejes del juego que intentar imaginar algo distinto. Ese algo invisibilizado es la tijera que nos corta del molde a todos, ni bien nacemos y mientras crecemos: el capitalismo. Es decir: la visión de mundo que ha ganado, que se ha naturalizado en cada uno de nosotros como el alien cómodamente instalado dentro del oficial Kane. ¿Cómo sería una vida más plena, más humana, más allá de la lógica del mercado y de la dialéctica comprar/vender, más allá de la pulsión por ponerle a todo un precio? ¿Cómo sería la vida en una comunidad, el trabajo en común, abierto y sincero, sin estar con el esfuerzómetro en la mano, midiendo y tasando hasta el menor trabajo de cada cuerpo? ¿Qué se sentiría formar parte de una sociedad minúscula pero viva, sin pensar en la ganancia, en la competencia, en el mérito? Me pregunto, porque proyectar algo distinto a la lógica capitalista pareciera hoy algo tan difícil como imaginarse la cuarta dimensión, y sin embargo hubo varios casos (efímeros y luminosos) en la historia de esta especie deleznable donde la dignidad mató al alien íntimo de la codicia y dejó paso a una experiencia superadora. (Y tal vez exista. Quizás en este mismo momento, en esta misma mañana en la que escribo esto, algunos hombres y mujeres parecidos a mí trabajan juntos, rezan juntos, comen juntos y se sienten hermanos.)
    Es que nuestra Matrix (que otros llaman Mercado), a diferencia de la bidimensional y poco marketinera caverna platónica, reboza de belleza y colorido. Cómo no obnubilarse con todas esas luces. Todo para vender, todo para comprar. Salgamos a la calle: el mundo es un gran mercado, y esa vidriera fantasmagórica repleta de espejitos de colores podría recibir su píldora roja. “Ya no saben qué inventar”, reflexionaba mi abuela, entre asombrada e indignada, cuando la industria del juguete nos ponía en las manos, a mi hermano y a mí, nuevos y novedosos chiches que nosotros habíamos visto promocionarse con insistencia en un comercial de tevé. Cómo no maravillarse de todos esos juguetes que alimentan al alien del deseo que llevamos dentro. Cual niño feral liberado en disneylandia, no dejamos de devorar y devorarnos. “El mundo es una gran teta”, dice Erich Fromm en un texto que me dieron a leer en una clase de filosofía, en la escuela secundaria, y que sentí como revelador.
    Porque sea un broker de Nueva York o el kiosquero de acá a la vuelta, sea un poderoso empresario o una jubilada que teje bufandas para pasar el rato, lo triste es que en el fondo (en el “grund” existenciario) todos son lo mismo: sus aliens varían en el tamaño de su codicia, eso es todo. ¿Y cómo no arrebujarse en la comodidad de lo conocido, de lo cierto, si hasta Neo, luego de la píldora roja de la anamnesia, preguntó si no podía volver a la tranquilidad de la mentira...? ¿En alguno de sus bolsillos, Morpheus guardaría el prospecto de la píldora liberadora? ¡Aparézcaseme en sueños, Morfeo hollywoodense, y cuénteme cómo producir en cantidades industriales su medicamento despabilador! Sin dudas el mercado farmacéutico estará abierto a la novedad.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2015
    Memorabilias V

    Cachirulo
    Esta memorabilia me lleva a buscar en el diccionario esa palabra. Dice: “Coloquial: Objeto generalmente alargado que cubre o forma parte de algo y que no se puede o no se quiere designar”. Qué extraño, me digo, porque “Cachirulo” llamaba mi tío, mecánico él, a un Citroen 2 CV blanco, coche que se había armado él mismo en sus muchas décadas en el oficio de reparar exclusivamente esta marca francesa. En su oscuro taller (que parecía un reducto secreto y decadente de la legión extranjera) sólo había 2 CVs, 3 CVs, Amis 8, y muy de vez en cuando algún modelo importado que nos maravillaba. La cosa era que en el Cachirulo nos llevaba, junto con mi hermano y mi abuela, a pasear los sábados a la tarde. Hoy lo rememoro y me sorprendo de que no nos hubiésemos matado. A ese modelo de auto le decían “ranchito” porque era, literalmente, cuatro chapas y una lona. Si alguno se subió alguna vez, habrá notado que las puertas se trababan con unos pestillos temerarios que reíte de las normas de seguridad. Apoya cabezas o cinturones de seguridad eran parte de la utopía futurista de una vida longeva. Si a esto le agregamos la sordera y miopía de mi tío, allí al volante, la escena se parecía a una versión lumpen de “Mad Max”, pero en cámara lenta: por suerte el Cachirulo no pasaba de los 60 km/h. Parecía una cifra del país que nos rodeaba: sobre una ruta provincial poceada, con su carril de una sola mano sin demarcar, los cuatro avanzábamos lentos dentro de ese coche tan rústico y despojado, tan minimalista como un cuento de Carver, tan cercano al titular de prensa “accidente fatal de tránsito” que de milagro nunca ocurrió.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    La politiké: face to face

    La comunicación diferida o indirecta (emails, mensajes de texto, telegramas, cartelería) cada día se usa más. Todos lo habremos experimentado: enfrentar cara a cara a una novia despechada, a un empleado a punto de enterarse que debe pasar a cobrar su indemnización, a un tipo de la calle que quiere usar el baño del bar sin haberse convertido antes en cliente... Por eso están los mensajes de texto (“tomémonos un tiempito sin vernos”), o los telegramas (“por medio de la presente notificamos...”) o el simple cartelito impreso con pulcritud en el vidrio de la puerta que informa con laconismo “Baños exclusivos para clientes”. Qué desagradable sería, ¿no?, tener que dar la cara en momentos así. La mujer con un ataque de histeria en plena calle; el hasta hoy empleado que se abre paso a los gritos, entre los escritorios de la oficina y sus compañeros, para trompear al hasta hoy su empleador; o el camarero que debe interceptar al no-consumidor, que acaba de entrar y ya apretaba el paso en dirección el reducto que dice “Caballeros”, para informarle lo mismo que reza en el cartel pero ante las miradas incómodas de los parroquianos que giran para verificar la falta de generosidad del lugar al que han venido.
    Hay casos más extraños que he visto. Un graffiti que en una pared cercana a donde vivo declaraba “Pitu te quiero mucho Andy”. ¿Hacía falta ensuciar un muro para comunicar esa feliz noticia? ¿No se sentirá incómoda la tal Pitu al salir de su casa, que imagino quedaría cerca del mensaje, y ver esa confirmación tan íntima puesta a la vista de sus vecinos? ¿No hubiera sido más excitante y hasta romántico para el tal Andy, tocarle el timbre a su amada, a cualquier hora de la madrugada, o declarársele cantándole una serenata, o tirarle piedritas a la ventana detrás de la cual su querida duerme para gritarle todo su amor a voz en cuello? En cambio, el enamorado eligió un aerosol rojo y el desvelo de la madrugada para comunicárselo “in absentia”. Otro caso más triste es éste, por tratarse de la devastación del espacio público. En uno de los cubículos del baño de varones de una universidad de pueblo, cara interna de la puerta, pude seguir un largo y tortuoso diálogo entre un estudiante conservador y otro trotskista. En sucesivas pasadas por el retrete público fueron escribiendo a tinta, sobre la superficie vertical de madera, breves comentarios que implicaban asertos teóricos, reproches de la historia, insultos personales o partidarios, o simples verificaciones de la ignorancia o tozudez del oponente mediante interjecciones. Sin contar, claro, los varios comentarios añadidos por otros estudiantes-defecantes que, con flechas, acotaban al margen sus observaciones cual blog avant la lettre. ¿Por qué no se citaron en algún rincón de esa universidad casi rural, donde sobran los jardines y los bancos, para putearse, trompearse o incluso debatir con más frescura y rapidez? ¿O habrá sido la pulsión de la barbarie que, aún dentro de ese ámbito apolíneo del saber, necesitó aflorar en esos jóvenes que de repente se sintieron en los baños de una cancha de fútbol?
    No importa, quería contar algo sobre este año electoral que ha comenzado. Dos hechos de un “cara a cara” movilizador que me recordaron a las polis griegas, con sus foros multitudinarios y su vida pública envidiable. Primer incidente: cerca de la medianoche me asomo al balcón para tomar aire y disfrutar de la calle vacía. En eso veo que desde una esquina avanza un muchacho pegando afiches en los postes del alumbrado. Era el primero que desfloraba el espacio público con cartelería electoralista, como acostumbran a hacer cada dos años de elecciones burguesas. Llenan la ciudad de afiches, pasacalles y volantes, y después de la “fiesta de la democracia”, claro, que los saquen los vecinos o el mero paso del tiempo. Bajo las escaleras a la carrera y salgo a la vereda justo cuando el pibe se predisponía a embadurnar con engrudo el poste de madera que está frente a mi puerta para pegar uno de esos afiches naranjas con la cara de un manco mafioso candidateado para “prescindente”. Al escuchar la puerta que se abría se quedó congelado, brocha en mano. Le dije que no quería que frente a mi casa estuviera la cara de ese tipo. Dudó y me respondió que el poste era público, aunque diera al frente de donde vivo. Le repliqué que como vecino yo tenía derecho a impedir que ensuciaran por lo menos los postes que estaban clavados en la vereda de mi casa. Y que si todos hiciéramos lo mismo otro gallo nos cantaría. En eso nos debatíamos cuando pasó por la vereda de enfrente uno de sus compañeros, acarreando una pila de afiches enrollados bajo un brazo más un balde con engrudo y un escobillón en la otra mano. Cuando estuvo a nuestra altura silbó para llamar la atención del pibe y le hizo un gesto de que avanzara. Valga aclarar que estos chicos no son militantes, son punteros, empleados contratados por los caudillos políticos para la ocasión. Ricos y cangallistas en su mayoría, estos políticos, aprendiendo la mejor lección que les dio su mentor, han sabido hacer de la profesionalización de la función pública un gran negocio mediante el clientelismo con los pobres. En fin: “mi” poste de luz quedó virgen hasta que llegó, a la noche siguiente, otra facción de los herederos del General Cangallo con la cara de otro caudillo candidateado.
    Y ayer mismo, paseando por la capital, una señorita muy monona me detuvo “un segundito” en plena peatonal para preguntarme a quién votaría en las próximas elecciones. Estas compañías dicen ser consultoras neutrales, pero todos saben que los mismos caudillos políticos las contratan para “marcar tendencia”. Así de idiota es el votante promedio en este país: vota al que va a ganar para sentirse parte del éxito, confirmando de esa manera las encuestas fraguadas. Por eso, poco importaba qué le dijera a esta señorita sonriente que aguardaba mi respuesta para completar otro cuadrito de su planilla. Le digo que yo no voy a votar porque soy anarquista. No me entiende, revisa en su cuadrícula en busca de algún casillero que se acerque y me pregunta “¿voto en blanco?”. No, le respondo, mejor que eso: ni aparezco por la escuela en la que voto, me quedo en casa porque me cago en las elecciones. Ella sonríe ante mi desplante sin saber qué decirme, definitivamente soy un caso difícil. Para salir de la situación le digo “poné en blanco nomás” y sigo caminando. Pienso que estas elecciones ridículas (como todas) si para algo me vienen sirviendo, después de todo, es para practicar el diálogo “face to face”, revirtiendo un poco la tendencia en mi vida y en la sociedad de la comunicación diferida.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Telegráficas VII
    Anécdota de guerra. Entre sus pocos y repetitivos relatos, mi abuela materna contaba que su madre, en Italia, durante “la guerra del catorce”, como ella llamaba a la primera guerra mundial, en cierta ocasión el sueño profundo no le dejó escuchar la sirena del bombardeo inminente. Despertó con las explosiones y tuvo que correr hacia el refugio subterráneo por las calles vacías, entre las bombas que ya caían sobre la ciudad. Eso es todo lo que nos decía mi abuela de una misma anécdota contada muchas veces. Pero esa sola experiencia fuerte de mi bisabuela, pienso, vale más que toda mi vida de burgués aburrido.
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