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Naya t'ake chuimampi munsma

NorteNorte Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado enero 2015 en Erótica
La divisé recogiendo las aceitunas encima de una endeble rama, a pesar de los gritos para que se bajara de su desesperado padre. Poco le importaban los retos del viejo ni que las normas de seguridad de la parcela indicaran que debía usar la escalera obligatoriamente y no exponerse a algún accidente. Ella sacaba y sacaba aceitunas como si la vida se le fuera en ello. No le importaba hasta que lugar inalcanzable debiera encaramarse para raimar los frutos del olivo, y como un gato salvaje se movía por encima de los centenarios árboles para despojarlos de sus hijos. El cálculo para Nayra era simple: a mayor cantidad de aceitunas, mayor cantidad de dinero.


Yo la miraba desde la sala de riego donde trabajaba como ayudante, ubicado en medio de los olivares. A veces me tocaba revisar los goteros donde raimaba su cuadrilla y aprovechaba de contemplar el espectáculo que la chica representaba cosechando aceitunas. Comenzaba utilizando la escalera, pero rápidamente escapaba de ella para colgarse de las ramas y guardar los frutos en la comba metálica enganchada a su cintura.


Me imagino que por eso los demás trabajadores la llamaban “la machona”, aparte de que era callada y con un genio complicado. Si hasta al dueño de la parcela había retado por no dejarla trabajar tranquila y obligarla a amarrarse una cuerda de seguridad. “¿Quiere su bendita seguridad o que saquemos las aceitunas a tiempo?”, fue la tajante respuesta que obtuvo el jefe, dejando el caso “en manos de Dios”, como acostumbraba a dejar varios temas que le complicaban la existencia a él y a la parcela.


Usaba una gorra descolorida, con el cabello tomado, y un overol suelto y bien sucio, esto debido a la propia naturaleza del trabajo. La “chola corajuda”, le decían los trabajadores peruanos. “Tiene un aire a fatalidad”, decía el viejo Covadongo, uno de los raimadores más antiguos de la parcela. Nayra trabajaba en la misma cuadrilla de su padre, un viejo flaco y tampoco muy comunicativo que cuando mencionaba algo parecía que le hablara al suelo. La joven tampoco lo hacía mal y no miraba a nadie a los ojos, rehuyendo de cualquier conversación que no fuera sobre trabajo. Que paradójico que su nombre fuera precisamente Nayra, que en aymara significa ojos, cuando era lo que mas evitaba mostrar. Quizás eso me atraía de ella, su personalidad ermitaña, impenetrable al trato de sus compañeros de trabajo. Dicen que provenían de Bolivia, no se de que recóndito pueblo y que la madre había muerto joven, sin dejarle mas hermanos a la reducida familia. Era indudable que el haberse criado solo con el padre había forjado en ella una personalidad tosca y media amachada.


Claro que no me gustaban los apodos con que a ella la nombraban, mucho menos el de “india” que los xenófobos de siempre acompañaban cuando de su nombre se trataba. Aquel racismo me producía un rechazo tajante, en parte por mis propios orígenes, también indígena y orgulloso de ello, aunque llevase un apellido mestizo. Aparte de esto, no comprendía como los demás trabajadores no podían valorar el trabajo de la chica, en vez de caer en la tonterita del apelativo discriminatorio, sobre todo considerando que ella era una campeona en cuanto a cosechar aceitunas, algo para respetar en nuestro trabajo. Lo de “indio” o “india” no estaba en mi vocabulario, no podía estarlo, si mis padres también provenían de un país de mayoría indígena como el Perú, y si bien nací chileno, guardaba cierta simpatía y respeto por todo lo que viniera de la tierra de “Ollanta” y “El Evo”. Más de alguna vez habíamos tenido discusiones bastante odiosas con nacionalistas compañeros venidos del sur, sobre que era lo auténticamente chileno, la cueca versus los bailes andinos, la migración, etc. Asimismo, me emputecía cuando algún hermano se quedaba callado ante la talla tonta y racista.


No se porque ni como se me convirtió en un desafió el poder conversar con ella un día, y llegar a sacarle una sonrisa. Tonteras de uno, quizás. A veces pensaba cruelmente que hasta le faltarían un par de dientes y que esa era la razón para esquivar cualquier mirada. Una tarde la quedé observando fijamente para ver que hacía. Su mirada fría, entre desafiante y orgullosa me mandó al carajo de una. A fin de cuentas, quien era yo para tratar de escrutar algo de su vida, defender su forma de ser o cuestionarle algo. Definitivamente, lo mío no eran las “miradas”. Lo mío era el conversar. Una vez una amiga me dijo que yo tenía la gracia de adaptarme a cualquier tema, sin que tuviera idea de lo que se estaba hablando, entre “siguiendo el amén” y “engrupiendo como loco”. Así me definió. Quizás por eso cayó redondita en mis brazos un día, me imagino.


Esa noche bebimos con un amigo por toda la sed acumulada que como trabajadores agrícolas llevamos dentro. No es justificación, pero el calor azapeño tiene ese detonante que te lleva a desear con ansias el servirte una cerveza bien helada a la sombra de los vetustos olivos, después de una jornada a pleno sol. Así que nos quedamos con el Jairo en su “palacio” de cholguán y nepal, que así estaba construida la pieza que le correspondía por ser mediero, trabajador de los invernaderos de tomates. El Jairo era un tacneño que un día llegó a visitar a un amigo, solo como excusa para poder ver a la hermana del susodicho. Al final no pasó nada con la chica, pero Jairo consiguió pega en los tomatales. Así que ahí estábamos bebiendo unas latas que habíamos dejado enfriando en el canal de regadío, comiéndonos unos panes que a esa hora de la tarde eran más que bienvenidos. Panes con tomate, por supuesto, y al ritmo de una cumbia que apenas podía emitir la destartalada radio de mi compadre. Eso, hasta que mi compañero se quedó dormido en su “living” de bandejas plásticas para tomates cherry, y tuve que taparlo con un par de frazadas. Tomé mi bolso para empezar a dirigirme a la puerta más lejana de la garita del guardia y el viejo no me jodiera la pita. Igual sabía que el jubilado de paco pasaba la noche entera vigilando con suerte sus propios sueños, así que la haría piola. Lo complicado era encontrarse un taxi rural que bajara a esa hora de las 12… Estaba cerrando la mansión de mi compadre cuando escucho a alguien llorando en una de las casuchas cercanas. No podía identificar bien de quien era la casa y me acerqué como por instinto y ver si podía hacer algo.


Había una luz prendida en el pequeño patio y en él encuentro a la Nayra, sollozando mientras se miraba las manos, con una espina que al parecer se le había incrustado al tratar de sacar una tuna que cercaba su casa. En verdad me llamó la atención verla tan frágil a ella, una mujer de apariencia tan ruda. Estaba recién duchada y su piel dorada por el sol azapeño relucía hermosa, con sus cabellos sueltos y húmedos de un negrísimo color petróleo, único… El vestido suelto y muy transparente hicieron que me detuviera a observar su delgado cuerpo, pero con unas curvas muy bien marcadas y unas sencillas sandalias que dejaban ver unos pies delicados y firmes a la vez, verdaderamente bonitos. Pude constatar que no estaba su padre, ya que el hombre había pedido permiso para viajar a su tierra, y en la parcela todos sabían la vida de todos, menos como se llamaba el recóndito pueblo.


“Tranquila”, le dije. “Solo hay una manera de encontrar esa pequeña púa que te molesta tanto, confía no más, morena”. Ese “morena” como que le causó gracia y se calmó. Entonces tomé su dedo índice, lo introduje en mi boca y con la punta de mi lengua empecé a recorrer su yema. Era un dedito delgado y suave, nada que ver con la aspereza del trabajo de cosechar aceitunas todo el día. Mientras buscaba alguna punta de la espina que tanto le incomodaba a la chica me encontré con sus ojos negros y profundos. Tenía unas pestañas delicadamente curvadas y muy lindas. Su rostro era muy armónico y en ella reconocí una belleza inigualable que parecía salir de su escondite para ser visto por mí. No se porque pensé muy en mi interior “no merezco este descubrimiento”. Era como la hermosa flor de la misma tuna que había brotado en su patio, se me ocurrió Una simple obrera de día, la reina de Azapa durante la noche… Ahí recordé de cuando le escribía poemas y le ponía mil apodos a mis pololas. Tenía esa debilidad cuando me gustaba una mina.


Ella me miraba como con angustia, no deseaba estar ahí o que yo estuviera mas bien, puesto que estábamos en su casa. Quizás le incomodaba que la mirara, así que cerré los ojos para imaginarme mejor el lugar exacto donde estaba esa astilla. Tragué mi saliva y busqué hasta que ubiqué en un punto de su delicada piel la púa, y con mis dientes la arranqué tiernamente de su dedo. Al abrir los ojos su mirada de tranquilidad me indicó que lo había hecho bien, así que lancé a la tierra el escupe en donde iba la dolorosa espina. Ella sonrió y me dijo “gracias”. Yo le dije “de nada” y como no me soltaba la mano le planté un beso apurado en sus labios, así de la nada. Se sorprendió un poco pero no se quedó atrás y me respondió el beso con otro más largo y húmedo. La abrasé fuerte entonces para tantear su cuerpo y medir su delgadez, encontrándome con su estrecha cintura y sus redondeadas caderas que me atrajeron como un abejorro a la miel. De su boca bajé al cuello, en donde mi barba le hizo unas cosquillas y se quiso separar de mí riendo, pero la volví a abrazar por atrás esta vez, punteándola suavemente para hacerle ver hasta donde yo quería llegar y saber que quería ella. Se dejó querer y abrazar y caminando a pasitos cortos nos metimos a su pieza, también de cholguán y nepal…

Comentarios

  • NorteNorte Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2015
    Su cuerpo tenía un aroma fragantemente marcado, mezcla de naranjos y aceite de oliva, y tal parecía que sus feromonas revoloteando se me impregnaban por cada poro de mi cuerpo; chupé sus pequeños senos trigueños mientras ella cerraba los ojos y su respiración se agitaba; seguí bajando hasta su cintura y la despojé de los diminutos calzones blancos, ultimo bastión de resistencia para mis manos que la recorrieron por completo. Encontré la suavidad de un pastizal en su entrepierna y mi lengua no dudó un segundo en pastar en aquel reducido campo. Ella separó sus muslos para mí y yo me adentré en ella hasta perderme en los recovecos de su estrecho humedal, y solo los grillos acompañaron la música de nuestros gemidos ahogados a propósito, para que nadie más de las barracas cercanas nos pudiera escuchar.

    Me desperté a eso de las 6, pensando si era un sueño o una verdad lo que había vivido. Nayra se hizo la dormida dándome la espalda, totalmente descubierta. Esa sola visión de su cuerpo desnudo era en sí mismo un bello paisaje, haciéndome recordar el cuadro de la mujer polinésica que teníamos en la sala de riego, firmada por el pintor Gauguin. “Si Gauguin existiera, de seguro te pintaba acá mismo”, le dije. Ella sonrió al no entender mis tonteras y se fue a bañar a las improvisadas duchas de mujeres. Yo me lavé a la rápida en el canal y me puse su desodorante, para luego despedirnos con un beso. Dí la vuelta para entrar por la puerta principal y no despertar sospechas de ningún tipo.

    La pensé todo el día. ¿Sería la misma Nayra que se colgaba de los olivos con quien me encontré esa noche? Yo que esperaba verla para conversar con ella y hasta almorzar juntos, pero pasó a mi lado sin siquiera mirarme, como si yo fuera uno más del lote a los que no consideraba dignos para conversar sobre la cosecha de aceitunas, total que yo no raimaba.

    Me quedé en la sala de riego con la excusa de llenarle unas planillas a mi jefe. “Puta que estay hacendoso, cauro”, me dijo el viejo y se fue. Así me esperé hasta la noche para salir a buscarla. ¿Que pasaría si ella me dijera que fue una cosa del momento, una simple calentura quizás? Porqué mierda terminaba agarrándome de esa forma de las minas. Estaba pensando en eso, cuando ella aparece por la sala de riego, con el vestido transparente, el pelo húmedo y las sencillas sandalias, que a todo esto eran de marca “adibas”, compradas como cualquiera de las marcas de imitación que venden en la pujante Tacna…

    Me abrazó y me dijo que había esperado todo el día para verme. Yo le dije que la pensé mucho, quizás demasiado, mientras nos besábamos y empezaba a desabrocharle los tirantes del vestido para que este cayera rendido en el suelo. Nos arrimamos sobre los sacos de fertilizantes en los que dormitaba a media tarde durante el descanso, pero más cómodo resultó el mesón de mi jefe, así que ahí mismo sobre los papeles la coloqué, con sus pequeñas tetas apuntando al cielo y acariciando su precioso cuerpo que me enajenaba. Sus piernas no alcanzaban el suelo así que las apegó a mi cuerpo mientras la embestía suavemente y luego bien duro, eso hasta que el ritmo de la penetración se perdió por la ansiedad del coito, quedando con gusto a poco, pero haciendo el amor dos o tres veces más esa noche hasta quedar exhaustos y totalmente mojados con la transpiración mezclada de ambos.

    Así comenzamos una relación oculta con la Nayra. De día ni nos mirábamos y de noche nos devorábamos por completo, entregándonos al placer clandestino, casi como jugando a que nos pillaran, mientras hacíamos el amor en su casa, mi sala de riego o en medio de los olivares mas alejados de las barracas, recostados sobre la chaqueta del trabajo como manta oficial de nuestras aventuras sexuales. De día era una total y perfecta desconocida; de noche era mi reina de piel dorada y cabellos negros, como la noche entre los olivares…

    Un día me fue a buscar a mi casa. La verdad no recuerdo cuando le había dado mi dirección, pero me encantó su visita sorpresa. Según ella, dormido le había confesado hasta los materiales que “tomaba prestados” de la sala de riego. Así que ahí estaba ella, con un jeans ajustado, polera y la gracia adicional de que maquillada se veía realmente guapa. La besé ahí mismo en la puerta de mi casa mientras nos miraba la infaltable vecina “buena para sociabilizar” y transmitía los últimos acontecimientos al mundo entero. Mi madre solo me dijo que la cuidara y que no llegara muy tarde, claro que a sabiendas de que cuando no llegaba era porque estaba con ella.

    Nos fuimos al centro a comer algo. El pasar a un motel fue algo natural, a esas alturas. Ahí se me encaramó como si yo fuera un olivo y cabalgó como una auténtica amazona, mientras sus pechos bailaban al ritmo del único tema de caporal que tenía mi celular, porque el motel ni radio tenía. Precisamente, ese era el baile que mas adoraba. Soñaba con bailar de caporala algún día en Oruro, tal como lo había hecho alguna vez su difunta madre. Fue la primera vez que me dijo unas palabras en aymara, mientras llegábamos al clímax. Cuando le pregunté que significaban como que le dio vergüenza y me dijo que algún día me las diría. También me contó que añoraba sus tierras en Bolivia y que me invitaba algún día, por si quería ir. Yo le dije que si, pero no le dije que quería que se quedara para siempre conmigo, no se porqué.

    Un día le llevé un traje de caporala a la parcela. Se lo había comprado a una prima que bailaba en el Carnaval de Arica. Tenía un escote muy sensual en la espalda, con unas tiritas que eran como un pecado no desatarlas una por una con los dientes… Puso la canción de mi teléfono y me dijo “ven, baila conmigo”, mientras sacudía su pollera y yo intentaba unos pasos. Ella sonrió ante mi torpeza, pero yo la abrasé y callé su boca con unos besos, para luego tirarla sobre el colchón. “Ten cuidado”, me dijo, “no arruines mi traje”, así que gateó de espaldas hasta el borde de la cama, mirándome hacia atrás en la forma mas provocativa que pueda recordar en mi perra vida e invitándome a que le levantara la pollera de caporala… Me afirmé de su cintura para hundirme en la aterciopelada gruta y luego la agarré fuerte de las trenzas que ella había improvisado en sus cabellos largos y más negros que el carbón de La Huayca…. Se mordía los labios cuando miraba hacia atrás y yo impulsaba su cuerpo con todo y cama hasta que esta golpeaba y sacudía la casucha entera, a la vez que me gritaba aquellas palabras en aymara que yo pensaba eran expresiones apasionadas que le nacían, debido a la vehemencia del momento. Antes de recostarnos, totalmente cansados de tanto sexo fetichista, ella se sacó el traje y lo dejo colgando para que no se arrugara, dándome la impresión que aquello era como un juguete recién comprado para una niña, mi tierna Nayra…

    Esa mañana llegaba el padre desde Bolivia, así que no me quise acercar, como para ganar tiempo de preparar mi discurso sobre mis buenas intenciones para con su hija. Estaba preocupado antes los cuentos que podrían haberle llegado al viejo. Más de algún trabajador ya nos había visto sospechosamente cerca y los rumores de que andábamos juntos ya eran parte de la parcela entera. Al atardecer llegué a la barraca. No había nadie y la puerta estaba apenas junta. Al entrar encontré que las habitaciones estaban desocupadas, y en el velador de madera una carta escrita por ella. Un sentimiento de angustia me llevó a leerla apresuradamente, no pudiendo entender lo que en ella estaba escrita: el viejo había heredado unas tierras en su pueblo y necesitaban partir de inmediato a trabajarlas. También mencionaba que “el Evo” estaba dando oportunidades para los agricultores, estaba arreglando las leyes… Pensar que le tenía tanta simpatía al Presidente Morales y ahora me quitaba la mina, fueron mis primeros desvaríos. Pero las líneas más terribles e impactantes venían a continuación, golpeándome como si de un latigazo se trataran. En ellas me contaba que era su obligación irse con su marido a trabajar las tierras, puesto que, el que todos creíamos era su padre era en verdad su esposo. El hombre había sido su padrastro y al morir la madre se hizo de ella como su mujer, maldito viejo de mierda. Me senté un rato para reaccionar a la verdad. Aquella increíble realidad que nunca llegué siquiera a imaginar ni en películas y que ahora me arrebataba a la mujer que tanto quería. Porque lo que había comenzado como un juego, luego se me había transformado en cariño y quizás en algo más por ella. Algo que a esas alturas daba lo mismo reconocer, porque la muy maldita se había ido para siempre al recóndito pueblo que habían procurado nunca mencionar. Como buscarla entonces, imposible. Y porque no se quedaba conmigo mejor, ¿acaso fui solo una diversión para ella?, mentirosa de mierda. La carta continuaba diciendo que me dejaba también el traje de caporala, puesto que no podía aceptar un regalo así. Claro, quizás que le habría dicho el miserable hombrecillo ese al ver el traje. Y para finalizar, nuevamente las palabras que tanto le gustaba decirme y que no tenía idea de lo que significaban: “Naya t’ake chuimampi munsma”. Que cresta significaba eso. ¿Acaso sería algo así como “me río en tu cara de lo estúpido que eres”?… Maldita Nayra, mil veces maldita…
  • NorteNorte Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado enero 2015
    Al otro día no fui a trabajar de la pena que me produjo su súbita ausencia, y quizás también por la humillación que me significaba el saberme cambiado por un viejo de mierda. No pude volver ni al segundo día, ni a la semana, ni al mes. Su solo recuerdo trabajando en la parcela me tenía preso de un doloroso vació, algo que hacía tiempo no sentía. Terminé renunciando a la pega, a pesar de los retos de mi madre y los de mi propio jefe, porque se suponía que el hombre jubilaría pronto y quería dejarme el puesto a mí, con un mejor sueldo y todo. Pero no, yo ya no podía estar entre aquellos olivares donde la había hecho mía y cada rincón me la recordaba con sus cabellos largos y su cuerpo dorado por el sol y marcado por mis besos durante tantas noches…

    Con el finiquito me dediqué a beber y pasar las penas en cuanta chopería encontré. Le conté mi historia a quien quisiera escucharme y a quien no, mientras tomaba como loco y me cortaba las venas días enteros. Mi pobre madre hasta había mandado a buscarme con mi amigo Jairo, a quien casi le aforro por metiche, según me contó después, ya bueno y sano.

    Solo el descubrir aquellas palabras en aymara que me decía la Nayra logró hacerme corregir el camino. Estando todo ebrio en el Terminal del Agro le pregunté a una casera que significaba esa frase que escuché tantas veces de boca de la chica. “Ay, jovencito, que cosa dices, yo te regalo todas mis papas entonces jajaja”, me respondió la chola, riendo junto a sus demás vecinas. “Me has dicho quererme con todito tu corazón: naya t’ake chuimampi munsma, ¿me quieres con todo tu corazón, acaso?”… continuaron riendo las cholas, mientras a mi se me quitaba casi por completo la curadera de la pura vergüenza y a la vez se me producía un cierto dejo de tranquilidad el saber que eran palabras de amor las que la Nayra me dedicaba. Era un consuelo tonto quizás, pero por lo menos sabía que alguna vez me amó desde las entrañas igual que yo a ella, aunque el cuento haya durado poco.

    Así que vendí el traje de caporala y volví a la pega en la parcela. No se como me aceptaron, pero bueno, acá estamos nuevamente, tratando de olvidarme de ella. De seguro tendrá que pasar un buen tiempo, puesto que apenas veo a la gente cosechando los olivos me acuerdo de ella, la reina de la raima, y las hermosas palabras en aymara que algún día me dedicó y que están grabadas a fuego en mi mente y mi alma: Naya t’ake chuimampi munsma (Yo te amo con todo mi corazón), mi querida Nayra, estés donde estés.


    www.cuentosnortinos.bligoo.cl
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado enero 2015
    La ingrata tenia buenos sentimientos y fueron felices mientras duró:)
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