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El ruiseñor y la golondrina y otros cuentos

ArbolArbol Anónimo s.XI
editado septiembre 2008 en Promociona tu obra
Hola!

Gracias por la generosa invitación a promocionar nuestros libros, ya que en general en los foros lo toman como publicidad y no te dejan hacerlo.

"El ruiseñor y la golondrina y otros cuentos" (2007) es mi segundo libro, ya que el primero es el poemario "Oracion por el regreso de los pajaros" (2006). Copio aquí el texto de la contratapa:

Las tres historias que se suceden en este volumen dan cuenta de episodios que pertenecen a tres edades diferentes en la vida de nuestro mundo. El primero, El Rey de la Montaña de Oro, inspirado en un antiguo cuento de hadas, tiene lugar en aquella edad dorada que recuerdan todas las mitologías, cuando el mundo aún era un niño, cuando los hombres hablaban con las estrellas, cuando sabían que todaslas cosas están vivas.
El ruiseñor y la golondrina, recreación de la triste leyenda griega de Procne y Filomela, transcurre cuando el mundo aún era joven, esos días en que la Ignorancia ya enviaba, como las alas de un cuervo gigantesco, su sombra sobre el mundo; días, sin embargo, en que aún era posible la existencia de mujeres que, como Hirondel y Filomel, debían su belleza a la presencia en su sangre del fuego del Sol o las cálidas aguas de la Luna.
A nuestro mundo ya viejo y cansado pertenece, en cambio, La hija de las llamas. Un mundo sin héroes, magos ni princesas, donde ya no hay espadas capaces de cortar todas las cabezas ni liras cuyas notas enciendan las estrell.as. O quizá sí las hay, herrumbradas en un sótano sin dueños, esperando la mano de un héroe que aferre su empuñadura o los dedos de un mago que despierte sus cuerdas.

LO QUE SIGUE ES EL COMIENZO DEL CUENTO "El ruiseñor y la golondrina":


Hay en el bosque un pájaro que canta sin descanso toda la primavera. Lo llaman el ruiseñor, y su canto es el más dulce que ha besado un oído humano. Los hombres acuden a oírlo de todas partes, tristes y alegres, ricos y pobres; pues para cada oído canta el ruiseñor una canción, y cada uno oye lo que necesita oír.

Y el ruiseñor en su canción cuenta una historia, ya nadie sabe cuál. Unos dicen que es una historia triste; otros, que la es dichosa. Nadie lo sabe a ciencia cierta hoy, pues ya nadie comprende el idioma en que canta el ruiseñor.

Esta es la historia que ese pájaro canta, una historia que los hombres han olvidado, y no quieren recordar.

Cuando el mundo aún era joven había un reino llamado Neis, que se extendía entre verdes colinas a lo largo de un valle. En el momento en que nuestra historia comienza reinaba en Neis el rey Calinifes. Y este rey tenía dos hijas, Hirondel y Filomel, que eran bellas como no había en el mundo una tercera. Neis era un reino pequeño, sin grandes riquezas, cuya gente se despertaba y se dormía temiendo una invasión de alguno de los poderosos reinos vecinos. Por eso, el rey decía siempre que Hirondel y Filomel eran la única riqueza del reino.
Hirondel, que era la mayor y la más bella, tenía cuando esta historia comienza catorce años. Quien la veía, caía herido por su belleza: por su piel blanca como el marfil, su cabellera áurea como la del astro rey, y sus ojos del color de la medianoche. Tan poderoso era su hechizo, que al cumplir los trece años el rey la había hecho vestir un hábito gris que negaba al Sol toda su blanca piel, y ocultaba su deslumbrante faz bajo una capucha. Pero a través de dos redondos orificios, la medianoche de sus ojos seguía acechando.
Cuando Hirondel cumplió los catorce años, el rey, siguiendo la ley de los ancestros, hizo una fiesta en palacio para celebrar que la niña ya era una mujer. Envió mensajeros a caballo invitando a todos los nobles del reino y a los príncipes de los reinos vecinos. Pero el padre de Hirondel guardaba a su hija para el poderoso Manes, rey de Catenaria: una tierra de montes escarpados y vientos veloces, que aguardaba, custodiada por sus fiordos, allende el golfo tormentoso. Pues Catenaria era entonces el reino más rico y poderoso en el mundo.
Así Calinifes envió a Catenaria cuatro carruajes blancos tirados por dieciséis corceles blancos de blancas crines, cargados con gemas y sedas y confituras. El último carruaje era dorado, y dorados corceles lo tiraban. Su única puerta había sido sellada fundiendo los cerrojos: detrás de ella había un retrato de Hirondel, de pies a cabeza, en tamaño natural. Ocho pintores, cegados por su belleza, habían muerto retratándola; el noveno había quedado ciego al terminar la obra.
Cuando Manes vio el retrato, cayó herido por la belleza de Hirondel. Y mandó preparar su mejor carruaje, y cargarlo con sus más preciosas gemas, y lo envió a Neis. Y más tarde envió dieciocho carruajes llenos de vigorosos esclavos, y treinta y seis bellísimas y sensuales bailarinas. Y por último, un mensajero a caballo, prometiendo al padre de Hirondel que el gran Manes estaría en la fiesta para honrar a su hija.

A CONTINUACION OFREZCO TAMBIEN UN FRAGMENTO DEL PRIMER CUENTO, EL REY DE LA MONTAÑA DE ORO:

Durante largo rato, Adriano no comprendió lo que había hecho.
Caminó por las galerías del palacio sin saber adónde sus pies lo llevaban. Salió del palacio, bajó la ladera pasando por en medio de cuerpos y cabezas.

Las cabezas se habían desprendido de sus cuerpos como los frutos maduros se desprenden del árbol, y habían rodado una breve distancia. Ahora, todos los cuerpos yacían de espaldas, y todas las cabezas yacían al Oeste de sus cuerpos, mirando hacia el otro lado.
Adriano pensó: “Los he destruido. Los he destruido a todos.”
Como por un terremoto se hundió todo lo que había ante sus ojos. Del fondo de la nada surgió el peñasco de su sueño, y el Cielo desapareció de arriba de él, y no fue de día ni de noche.
“Estoy solo. Ahora sí estoy solo”.
“Solo”.
Caminó por la llanura. Sólo se oía el rumor sordo del viento.

Como antes, los días llegaban y se iban. El Sol salía, ascendía, besaba el cenit, lanzaba sus rayos más ardientes y luego descendía, y se ocultaba. Por la noche hacía frío. Como antes.
A veces pasaban nubes, como antes, por delante del Sol, y seguían su camino, y se perdían de vista. Y cada tanto llovía. Como antes.
La Estrella de la Mañana y la Estrella de la Tarde salían aún, siempre a su hora, igual que antes; pero ya no brillaban. Estaban opacas, como muertas.
Y ya no alegraba la mañana el canto de los pájaros, y no animaba la noche el rumor de los grillos, ni la embellecía el parpadeo de las luciérnagas. Y ya no sucedía, ni de día ni de noche, ni en el bosque ni en el llano, que un ruido súbito delatara a un animalito emprendiendo la huida.
Pues ya no había vida.
Ahora, Adriano por todas partes veía cuerpos, los cuerpos de los animales y los cuerpos de los hombres, caídos de espalda unos, caídos de flanco otros, mas sus cabezas siempre a pocos pasos hacia el Oeste, mirando hacia el otro lado. Caballos, lagartos, zorros, murciélagos, aves, moscas, hormigas, todos con la expresión del dolor cristalizada en los rostros, todos con el horror de la muerte en los ojos.
Este dolor, este horror en los ojos era lo que más perseguía a Adriano. Todas las bocas estaban abiertas, abiertas para un grito que nunca habían gritado. Y en el centro de todos los ojos se veía un punto gris, como si una aguja se hubiera clavado en cada pupila, para que nunca más viera la luz.
Y Adriano caminaba, sin rumbo fijo, desesperadamente en busca de una cabeza cuya cara no mostrara dolor, cuya boca estuviera cerrada, en cuyos ojos no hubiera el horror de la muerte ni la aguja clavada. Y no la encontraba.

Viajó, viajó incansablemente largos días, largos días; no los contaba, y pronto olvidó cuánto tiempo llevaba viajando.
No se oía nada más que el rumor de los ríos, vientos y lluvias, y los truenos a veces. Cuando había tormenta, el viento sacudía en las montañas las rocas, y Adriano las oía caer y chocar unas contra otras desde enormes distancias.
En su larga marcha pasó por aldeas y palacios, castillos, cabañas y granjas. En altos refugios de montaña encontró viajeros. En caminos, ya cubiertos a medias por la hierba, carruajes, caballos, jinetes, caminantes. En los callados palacios vio princesas y príncipes, reyes y reinas, siervos, doncellas y caballeros. En las casas de las aldeas, padres y madres, hijos e hijas; en las ferias y talleres, comerciantes y artesanos; en las plazas y en las calles, juglares y pregoneros. En el campo, pastores y agricultores. En abiertas mesetas, hordas de guerreros, a pie o a caballo, de viaje, o en plena batalla. En los bosques, leñadores y cazadores; en los muelles y en barcos encallados o amarrados a la costa, marineros; en las orillas de mares y de ríos, pescadores. En los templos, sacerdotisas y sacerdotes. Todos ellos yacían de espaldas, las cabezas no lejos de los cuerpos, mirando hacia el otro lado.
En montañas y en valles, en bosques y en prados, en desiertos, tundras y selvas, descubrió los seres más extraordinarios de los cuentos que su padre le contaba: hadas y elfos, centauros y sirenas, unicornios, dragones, serpientes aladas, y el frumioso bandersnatch; y también otros de los cuales nunca había tenido noticia, entre éstos un hombre con dientes verdes cuyos pies estaban vueltos hacia atrás.
Y todos ellos, y todos los otros seres que encontró, hombres o animales, tenían el dolor en el rostro y la aguja en los ojos.

Lo intentó por última vez: volvió a la aldea del lago, creyendo que si había en el mundo un lugar donde las cabezas no mostraban dolor, la aldea lo era.
No le costó llegar: conocía ya casi todo el mundo.
Pero también allí, el grito estaba en las bocas, la aguja estaba en los ojos.
El rostro de Juan era el más dolorido de todos. Y en el bosque encontró a Lais, sus bellos ojos decepcionados, su boca abierta como en un lamento, su cabello, como una enredadera, queriendo en vano mantener unidos el cuerpo y la cabeza.

Apagada la última esperanza, Adriano se sentó, apoyando la espalda en el tronco de un árbol. No había nada adentro de él, no había nada afuera de él. No había nada.
Nada adentro, nada afuera. Nada.

Nada.

Nada.

Nada.

Pasó tiempo.

Mucho tiempo.

Una tarde llovió intensamente, y Adriano se refugió en la cueva de un dragón. La lluvia arreció, y cayó sin pausa días y días; Adriano había olvidado la angustia que le causaran los cuerpos y las dolientes cabezas, y durmió con la espalda apoyada en la escamosa mole muerta. Sólo salía, cada tanto, para buscar frutos y raíces para comer, y regresaba empapado y embarrado.

Si llegaste hasta acá ¡gracias por leer!


Comentarios

  • revuerevue Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2008
    Gracias por poner un trozo de tu libro. No es mi temática favorita, pero me gusta como escribes. Como no has dejado ningún link ( o no los he encontrado) te he tenido que buscar en google!!! :confused:.;) YA he visto la portada de tu libro, muy bonito.



    Una pregunta, ¿usas un pseudónimo en tus obras? lo digo porque encontré una portada y en vez de poner el nombre del autor, está firmada con el mismo nick que usaste, 'árbol'.

    Un abrazo
  • ArbolArbol Anónimo s.XI
    editado septiembre 2008
    Hola. Antes que nada, gracias por el mensaje y la apreciación. Es verdad, utilizo un seudonimo que es también mi nombre de usuario, Arbol, y mi nombre es Diego Omar Ruggeri. No incluí links porque tenía entendido que debía postear un mínimo de 30 mensajes antes de poder hacerlo. Por otra parte no tengo pagina web propia, aunque sí hay colaboraciones mías en algunos sitios de poesía, ensayos y generales sobre literatura. Soy de Buenos Aires, Argentina. Saludos a toda la gente de este foro.
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