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Hasta que todo arda

Prefacio
Al límite

 

 

 

—Creo que ya no nos siguen.

—No te pares. Sigue caminando.

—Pero… los hemos despistado, ¿no?

—Yo no contaría con eso.

Era inútil, ya lo sabía, pero aun así seguí tras sus pasos con una desesperación que rayaba en el más puro histerismo. El frío londinense, cómplice de nuestra fuga desesperada, se clavaba en mis pulmones atosigados por culpa de la carrera. La noche neblinosa caía sobre nosotros como un muro impenetrable, envolviéndonos en una burbuja azulada que sólo nos permitía ver en unos metros a la redonda. Las luces de las farolas que se desperdigaban por el paseo de St. Paul, a orillas del río Támesis, apenas aparecían como luminiscencias brumosas y amarillentas.

Nuestros pasos apresurados resonaban a través de la niebla en forma de eco; los jadeos que salían de mis labios cortados por el frío se convertían en volutas de vaho azules que terminaban mezclándose con la bruma helada.

—¿Podrías ir… más despacio?

—No podemos permitirnos andar despacio…

—¡Llevamos así desde Millenium Bridge! ¡Es imposible que sigan…!

—¡Joder, cierra la puta boca y sigue andando!

Su alta figura ni siquiera aminoró el paso, aunque me lanzó una furiosa mirada que, de no haber estado ya tan asustada, me habría dejado clavada en el sitio.

—No me grites, ¿vale?

—O sigues caminando o dentro de dos minutos Rowlings se te echará encima con toda su banda de bestias.

Casi ni entendí aquello último: su acento norteamericano se intensificaba cuando estaba alterado, que era cuando sus palabras se volvían ininteligibles para mí.

—Hudson…

—¡Que camines, joder!

Me obligué a morderme la lengua y a seguir andando todo lo rápido que me permitían mis piernas acalambradas por el esfuerzo. Sabía que tenía razón y que pararnos significaría estar más cerca de las fauces de Rowlings, pero el cansancio y la carencia de sueño tras dos días sin dormir dificultaban que el razonamiento se impusiera a la voluntad de mi cuerpo por dejarme caer ahí mismo, sobre el empedrado frío y húmedo de St. Paul.  Morir a manos de Rowlings o morir por agotamiento, qué más daba… Sólo un pequeño hálito de rebeldía en mi conciencia, tan débil como mi propio cuerpo, me impedía abandonarme al cansancio.

—Dios… —murmuré casi sin aliento, al tiempo que intentaba imitar las largas zancadas de Hudson.

El murmullo del río era escalofriante; el sonido del tráfico llegaba ahogado a nuestros oídos, como si estuviéramos en una dimensión totalmente distinta a la nuestra. A esas horas de la madrugada nadie recorría el paseo, y menos estando tan al este de la ciudad como nos encontrábamos. A pesar de que rezaba con todas mis fuerzas para que apareciera algún policía, sabía que no nos encontraríamos a ninguno por esa zona, en principio tranquila.

Y Rowlings contaba con eso.

—¡Vamos, muévete! —Hudson frenó un poco para agarrarme del brazo y arrastrarme a través de la niebla de la misma manera que si yo fuera un muñeco de paja.

Sin embargo, su voz airada consiguió el efecto contrario al que él había esperado. Aquel tono perentorio de voz me enfureció y sustituyó al miedo y a la ansiedad que hasta entonces me habían dominado. Me solté de su mano bruscamente y me paré en medio del paseo para plantarle cara. Tal y como esperaba, él detuvo sus zancadas y se volvió para mirarme. Tenía el pelo negro revuelto y los ojos completamente dilatados, pero no tenía modo de saber si era por la ira, por el miedo o por las dos cosas a la vez.

—¡Es culpa tuya! —le chillé, completamente fuera de quicio—. ¡Si estamos así es por culpa tuya, pedazo de gilipollas!

—¡Nadie te pidió que te metieras! —me respondió él a gritos, furioso.

—¡Me arrastraste a esto! ¡Tú me arrastraste hasta aquí! ¡Joder, estamos perdidos, Hudson! ¡No, peor…! ¡Estamos muertos! Rowlings acabará con nosotros…

La ansiedad me golpeó de tal manera que empecé a hiperventilar mientras mi corazón galopaba hacia la taquicardia. La idea de saberme en las garras de Rowlings me hacía perder los estribos. Pero Hudson se acercó a mí, me cogió por los brazos y me sacudió violentamente, tanto que me hizo daño en el cuello.

—¡Tranquilízate, maldita sea! ¡No tenemos tiempo para esto!

Me soltó un brazo, pero empezó a tirar de mí agarrándome fuertemente del otro. Seguí sus zancadas como buenamente pude mientras el paseo dejaba de seguir la orilla del Támesis y se adentraba en el interior de la ciudad. Pasamos por una zona de restaurantes cerrados que estaba en obras, las cuales cortaban la dirección habitual de St. Paul.

Las únicas opciones que nos dejaba aquello era la de retroceder o la de seguir por un estrecho y sucio callejón de tonos marrones que se deslizaba serpenteante entre dos edificios antiguos. Miré angustiada el callejón hundido en la niebla, que apenas estaba iluminado por unas cuantas luces titilantes aquí y más allá. Parecía el escenario de una película de terror… de nuestra particular película de terror.

Sentí un escalofrío, pero sabía que la opción de retroceder era aún más terrorífica, ya que nos encontraríamos a Rowlings de cara. Crucé una significativa mirada con Hudson, que me apretó con fuerza el brazo, aunque esta vez supe que era un gesto de ánimo.

Sin mediar palabra, ambos nos adentramos en aquel escenario brumoso y frío, de corredor tan estrecho que tuve que pasar detrás de Hudson para que cupiéramos los dos. Avanzamos en silencio, agarrados de la mano: la palma de él estaba sudada a causa de la carrera y la tensión, pero agradecí su contacto cálido, tan diferente al que la niebla estaba dejando sobre mis mejillas y mi nariz, gélidas hacía ya tiempo.

A los pocos minutos, nuestros corazones se congelaron al oír unas voces masculinas atravesar la niebla. Hudson se detuvo y miró hacia atrás, al callejón que habíamos recorrido juntos; yo le imité tratando de vislumbrar algo, cualquier sombra en el muro impenetrable que la bruma había formado a nuestro alrededor. Durante un segundo, creí que las voces habían sido imaginaciones nuestras producidas por la tensión y la paranoia, pero entonces una risa escalofriante, aguda y penetrante, llegó hasta nosotros como un rumor débil, y aun así, demoledor.

—Nos ha encontrado.

No sé de dónde saqué el aire para decir aquello, pero mi voz salió tan quebrada que dudé que Hudson me hubiera oído. Él se limitó a decir una sola palabra.

—Corre.

La adrenalina pareció estallar en mi cuerpo al oírle. No tardé en girarme y salir corriendo detrás de Hudson, a una velocidad que jamás creí alcanzar. Recorrimos el callejón a la carrera; nuestros pasos sobre la lengua de hormigón que cubría el suelo resonaban a tal volumen que creí que todo Londres podía escucharnos escapar de la muerte. 





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¡Muchas gracias por tu tiempo en leer este pequeño trocito! Espero que te haya gustado! Saludos!

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