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Sueño con soñar. Despierto.

Miki BrutMiki Brut Anónimo s.XI
editado julio 2016 en Otros
Despierto como se despiertan los viejos. Todas las mañanas, ocupadas o libres, a la misma hora. Secuelas de madrugar toda la puta vida.
Deben ser cinco minutos antes, quizás dos, de la hora establecida en el despertador. Podría venderlo.

En esta ciudad de mierda el calor húmedo del verano es casi como un abrazo. Como follar debajo de un plástico. Sudar por sudar. El sol entrando por la ventana tampoco ayuda, pero es impensable dormir con la persiana cerrada. A todo este calor súmale un empalme que casi duele. ¡Joder, tengo que mear!

Ubico el baño mentalmente, los ojos aun no enfocan. La perra de mi compañera de piso sale a darme los buenos días atizando a diestro y siniestro con la cola. Frenética. Hace un ruido de la hostia, pero que se jodan. Yo ya estoy despierto y a estos les quedan por lo menos dos horas más durmiendo. Luego le lloran a la vida:
– Esto es una mierda, todo el día currando. No tengo tiempo para nada.

Acaricio al cánido eufórico. Una catarata de imágenes cruza mi mente como en un cinexin. Hacía mucho que no me acordaba de mis sueños. Serían los porros. O que dormía mejor. O todo junto. Da igual.

Mientras busco sentido y orden a las imágenes, acordándome del sueño, me la cojo con fuerza. Me encanta apretármela cuando está dura. Le cuesta salir, pero al final pego una buena meada.

Recreo, en un collage, a una chica. Habría varias, pero me acuerdo especialmente de ella, aunque no defino bien sus rasgos. Esa sensación de siempre: la conozco pero no le pongo cara. El escenario es un tanto extraño. Un bar de estilo americano y, al fondo, un consultorio médico. Cruzar la puerta que separa el bar del consultorio es como cruzar un portal entre dimensiones. Espacio tiempo. El antro tiene ese ambiente cargado, lúgubre y oscuro. Todo hecho de madera chirriante. Terroríficamente acogedor. Pero el consultorio es lo antónimo. Suelos limpios y brillantes. Colores claros: grises y blancos. Acero inoxidable pulido. Mucha luz natural. En medio una camilla y encima, estirado y sin arrugas, ese rollo de papel blanco y áspero. Limpieza enfermiza.

Y allí estoy yo, tumbado en la camilla boca abajo apoyándome en los codos. Tapado con una sábana hasta la cintura, desconozco si desnudo. Ella, que mi subconsciente ha calificado como enfermera, habla conmigo con un pitillo apagado en la mano. Lleva bata blanca y el pelo recogido. No sé de qué hablamos, pero nos reímos y sonreímos. Hay química. Me resulta una tipa interesante y, por la tensión con la que ciño mi cintura a la camilla, está como un queso.
De pronto se abre la puerta y aparecen las demás chicas, todas enfermeras. Parece que entran buscando a su colega para ir a desayunar o algo por el estilo. Al ver la escena, se echan todas a reír cacareando como gallinas de corral. Mi enfermera se apresura a cerrar la puerta mientras les insulta avergonzada. Como si nos hubieran pillado follando. Yo sonrío asertivo: me la quiero follar. A cada respiración el pecho se me llena de perversión e impaciencia de saber que el ambiente huele a lo que debería estar pasando pero aun no.

Y como si de una película alternativa búlgara se tratara: un súbito cambio de plano.

Un camino de tierra en una barriada de chabolas. Una valla de metal trenzado. Rota y desdichada. Al fondo un polígono industrial.

Otra vez voy a necesitar dos citas para un polvo y eso que esta vez escribo yo el guión. Imbécil.

Camino hasta una casita, no más grande ni bonita que un corral, hecha en chapa y uralita. Una cortina de plástico en la puerta. Cruzo el umbral. En el interior la decoración es rústica. Con clase. Unos sofás grandes de piel vuelta. Sobre el más grande, mi enfermera y todas las demás. Ahora van vestidas de paisano con ese patrón estético que se amontona a cada noche en todos los locales de la ciudad. Creyéndose singulares. Las saludo y tomo asiento como si fuera mi casa. Parece que han (o hemos) quedado allí para beber algo antes de salir. Con este cambio de secuencia hay algo en mí que ha expirado. El arrojo. No me siento cómodo en este lugar, rodeado de mujeres que no conozco ni quiero conocer. En un plan que no recuerdo haber hecho.
- Yo quiero estar a solas con mi enfermera.- pienso.

De nuevo un salto dimensional. Ahora estoy en el bar-consultorio. Bailo con ella. El lugar ha cambiado en algo, sigue siendo un antro lúgubre pero ahora tiene un olor rancio, setentero, con pista de baile y más color. Luces. No bailo bien, debe ser por eso que cierro los ojos. Solo recreo sensaciones, nada visual. Ese frenesí sonoro, esa saliva densa por el azúcar del ron-cola y ese buscar de labios eterno.

Me la llevo al consultorio, que como un attrezzo teatral también ha cambiado en dos segundos de oscuridad. Un sucedáneo de sala vip o reservado. Vemos a la gente bailar. Mi vaga mente decora la escena con los mismos que podrían estar esperando en el consultorio o en la barra del bar. Ancianos, borrachos harapientos y enfermeras. Extras mal pagados en una película de serie B.

Mi mente insiste en las sensaciones. Y las que tengo me hacen dudar si de lo que te hablo es un sueño o mi vida entera.

Seguridad sin prefijos. Sé que esta noche será mía. Pero no es esa la sensación más latente. Dudas, las de siempre. Un recorrido de 40 cm, del punto A al punto B. De mi boca a la suya. Y nada. Rebusco el coraje, los motivos. Un por qué. Excusas.

Como casi siempre, se cansa de esperar. Se encienden las luces. ¿O es un rayo de sol?

Me quedan 5 minutos, quizás dos. Podría volver a dormirme a ver si vuelvo a soñar con ella. Y ahora sí: hacerlo de primeras. Sin pensar.

Pero no me doy cuenta de lo que me he perdido hasta ahora. Solo en el baño, empalmado, cogiéndomela con fuerza, sabiendo que se bajará después de la meada.

En mi cama no hay nadie y en mis sueños no le pongo cara.
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