Aquélla mañana de julio, un cielo amarillento aplastó los últimos celajes de la noche anterior. Un par de aves hambrientas y raquíticas alzó el vuelo desde las ramas de un árbol seco que, dos siglos antes, había cobijado bajo su sombra a generaciones enteras de hombres y mujeres para los que la guerra era casi un mito de tierras lejanas. El suelo árido del país se extendía kilómetros y kilómetros a la redonda, sosteniendo, apenas unas cuantas ruinas de viejas ciudades. Algún carro desvencijado y casi invisible por el polvo parecía querer hundirse entre los matorrales de las casas que aún quedaban en pie. Cada tanto, una borrasca derribaba restos de paredes o terminaba de sepultar algún cadáver entre las arenas del desierto. Aquél país se había llamado, alguna vez, Venezuela, pero el año dos mil doscientos lo había encontrado como un cementerio interminable, ahora sin nombre. Y todo, por culpa de Rubén.
Él formaba parte de la masa de esclavos que vivía encarcelada muchos metros debajo de la faz terrestre y, como todos, trabajaba doce horas diarias, siete días a la semana. Sus pocas posesiones se reducían a un par de bragas grises de algodón, un par de gruesos zapatos de caucho y alguna ropa interior. Se consideraba a sí mismo un joven exitoso, ya que había sobrepasado los quince años, edad en la que la mayoría de las personas decidía acabar con su vida. Veinte calendarios contaba, con orgullo, a su compañero de celda, su mejor amigo, llamado Juan Carlos Graterol. Sí, aún se conservaban los nombres y los apellidos, como un remoto vestigio de los días antiguos, en los que se podía respirar libremente o salir a cualquier parte, según decían algunos viejos. Pero, ahora, los presos solo tenían un sitio adonde ir: La Compañía.
Ella ostentaba el dominio total de las voluntades de los hombres, redactaba las leyes, dictaba las sentencias, ejecutaba las sanciones y controlaba el suministro diario y constante de oxígeno. Juan Carlos insistía en que aquél era el mayor poder del gobierno, ya que, si alguien osaba desobedecer alguna norma, la mañana siguiente encontraría una celda con dos cadáveres muertos por asfixia. Todos sabían muy bien que el oxígeno era suministrado por tuberías que venían directamente del corazón de la ciudad, alimentado por una extensa red de mangueras que salían al cielo por las noches y absorbían lo que podían de la costa, transformando la brisa marina en aire vital para vivir. Aire que, por cierto, solo era dado gratuitamente a los niños hasta la edad de quince, cuando se consideraban lo bastante grandes y maduros para asumir la responsabilidad de sus actos, y firmaban un contrato por el que La Compañía se comprometía a proveer oxígeno para su celda, además del disfrute de las áreas comunes, y aquél, a cambio, trabajaría para ellos hasta el día de su muerte. Por supuesto, aquél trato no era obligatorio, ya que la Democracia y la Libertad eran conceptos que el Estado respetaba, pero, de no firmarlo, se consideraba una carga innecesaria para la sociedad, por lo que era arrojado a la superficie, para morir por asfixia en menos de un minuto.
Pero Rubén discutía continuamente con Juan Carlos, y sostenía una tesis diferente; decía que el mayor poder de La Compañía no era el monopolio del oxígeno, sino la ignorancia de los esclavos. Él analizaba continuamente la rutina de todos y llegaba a la conclusión de que las vidas de todos estaban diseñadas de manera tal que nadie tuviese interés alguno por el conocimiento. Aquélla idea tan extraña le había sido inculcada cuidadosamente por el viejo Miguel Ángel, un hombre cuarentón muy respetado por todos, no solo por su impecable desempeño laboral, sino porque era uno de los poquísimos hombres que leía más allá de lo estrictamente necesario en su vida diaria. Era, casi, un espécimen curioso que empleaba el poco rato libre en su celda para leer libros de historia, filosofía y religión, y siempre buscaba ocasión de compartir sus nuevos conocimientos con cualquiera, pero todos estaban demasiado ocupados, entretenidos o tristes, para escuchar a un viejo hablando fantasías. Y, así, quizá Miguel Ángel hubiese muerto de tristeza, pero hubo un oído atento en el que las ideas se avivaron, crecieron y se desarrollaron, y no pasó mucho tiempo hasta que fueron capaces de conmover a La Compañía y todo su poderío.
Lástima que todo terminó mal. Cómo le hubiese gustado a Miguel Ángel no haber abierto la boca o, al menos, jamás haberle contado nada a Rubén. Pero era demasiado tarde. El daño estaba hecho.
¿Qué tal, [EMAIL="muchach@s"]muchach@s[/EMAIL]? Aquí comparto el primer capítulo de un relato más extenso que empecé a escribir el año pasado. Gracias de antemano por leerme y, si soy digno, también gracias por sus comentarios/opiniones/observaciones/sugerencias/insultos o lo que quieran. Saludos a todos.
Comentarios
Leéte un manual de redacción y aprendé a escribir antes de criticar a los demás, cabellos de plata, si tenés un poquito de dignidad y autoestima, a ver si algún día dejás de ser un idiota.
Y recordá, toda esta basura que poesteás dándotelas de artista no es literatura ni nada, !es mierda en bits!, y es además un testimonio irrefutable: ¡nunca vas a llegar a escribir ni una página decente, cabellos de plata!