Gloria
Toda vida es un proceso de demolición
Scott Fitzgerald
La mañana es un buen momento para empezar a narrar. Reyna baja a la calle, no tan temprano como acostumbra, para ir a comprar el diario. Son tres pisos de ascensor, cruzar el hallcito de entrada, y ya afuera darle la vuelta a la manzana (una cuadra y media) hasta la avenida, donde está el puesto de diarios y revistas de su tocayo don Antonio. Sabe que se va a cruzar con el portero (ahora piden que los llamen “encargados”) que a esa hora ya habrá terminado de baldear la vereda y, atrincherado detrás del mostrador semi circular, se dedicará a discriminar la correspondencia por departamento (“unidad habitacional” se denomina en el recibo de las expensas) haciendo distintos piloncitos, para luego subir a repartirlos puerta por puerta. Reyna baja y da los buenos días de rigor, al pasar, sin detenerse: ninguno de los dos tiene ganas de charlar a esa hora de la mañana (serán las ocho y media) y la verdad es que en más de quince años nunca se simpatizaron entre sí. Además, el viejo está con el estómago vacío (no puede desayunar sin tener el diario que lee desde siempre desplegado al lado de la taza del café con leche). A pesar de la tardanza, no se apura a llegar a lo del diariero: el periódico que él compra es “de viejo”, el último tradicional que no ha modernizado su formato sábana justamente porque pretenderá seguir siendo un diario “de escritorio”, imposible de desplegar en el asiento de un colectivo o en la mesita de un bar. Y algo de eso hay cuando Reyna, cada mañana, lo abre cuan ancho es sobre su mesa, y debe estirarse un poco sobre la superficie para alcanzar a descifrar el esquinero superior de las páginas pares.
Entonces estábamos con que sale a la mañana fresca de septiembre, aprovechando que los comercios aún siguen cerrados y por eso la gente que camina por la vereda es visiblemente menor que la que habrá alrededor de las diez. En esos ciento treinta metros que hace se cruza más que nada con oficinistas de traje y corbata que van hacia sus trabajos; bancarios, más bien, se retracta el viejo observando con disimulo a un tipo joven peinado todo para atrás que lo cruza, ya que un oficinista, a las ocho y media, ya debe de estar enjaulado en su cubículo. En el porche de la casa abandonada (la única en todo ese barrio capitalino, sigue en litigio desde hace años, le ha contado un vecino) descubre durmiendo a un linyera nuevo. El barbudo, como un fogonazo, le trae una imagen de lo que soñó hace unas horas nomás: su cuaderno de anotaciones de la juventud. ¿Cuánto hacía que había llevado ese diario íntimo? Más de cuarenta años, seguro. Y viene a recordarlo justo ahora... Qué delirios imaginaba por entonces... Era todo un soñador. Se sonríe solo Reyna, y mueve apenas la cabeza hacia ambos costados, como un tic, diciendo que no para sí mismo. (Había soñado que lo escribía otra vez: lo abría, buscaba una hoja vacía y lo retomaba donde lo había dejado. En el sueño pensaba “este es mi libro, mi testamento”.)
Dobla en la esquina levemente sorprendido con lo aviesa que podía ser la mente. ¿Por qué se lo trajo justo ahora? En algún lugar lo tendría guardado. No recordaba dónde, pero sí recordaba que al cuaderno Gloria, de tapas duras, naranjas, con la palabra Diario escrito sobre una etiqueta pegada en la tapa, con la pulcritud de un escolar, lo había arrastrado consigo (no sabía bien para qué ni por qué) a lo largo de ¿cuántas mudanzas? ¿Cinco, siete?
A una media cuadra de la avenida cree ver cruzar la transversal a su hija menor, Inesita. ¿A qué habría venido a la ciudad? Sin los anteojos de ver de lejos no puede estar seguro de que sea ella. Reyna apura el paso. Que no se le escape. Si no es su hija, habrá estirado su vacío estomacal caminado algunas cuadras de más, que en el fondo no le vendría mal a su cuerpo. Pero si lo es, la va a seguir hasta enterarse qué vino a hacer. Hasta donde Reyna tiene noticias, ella estaba viviendo a unos cincuenta kilómetros de la ciudad, hacia el oeste, en eso que políticos y periodistas llaman “el tercer anillo del Conurbano”, según sabe que la había arrastrado hasta allá su último macho. Desde la vereda de enfrente de la avenida de cuatro carriles, Reyna la sigue. La mujer camina rápido, típico de su hija, siempre nerviosa. Viste un traje sastre marrón que le va muy bien. Calcula que una media cuadra es lo más prudente para no correr riesgos de ser descubierto. Mientras la sigue hace memoria. Se pelearon una mañana de verano de hacía... (con un bisbiseo el viejo saca cuentas) ocho años. Y esa fue la última vez que se habían hablado. Capaz que cambió otra vez de macho, y el actual la repatrió a la ciudad, ¿pero justo vino a parar al barrio de su padre? Querrá estar cerca de la mitad de su herencia, mi casa, se dice el viejo con una sonrisa malediciente, pero todavía no pienso morirme. Las tripas le mandan al viejo algunas señales. Qué ganas de complicarse la mañana al pedo. A la distancia ve que Inesita entra en la delegación barrial del juzgado de paz: da unos pasos ágiles, escalando los tres breves escalones con sus tacos de aguja y se pierde dentro del edificio. ¿Estará por casarse? Con cuarenta y pico ya está para sentar cabeza. Tal vez podría propiciar un encuentro casual, al fin y al cabo él vive a unas ocho cuadras de allí.
Enfrente del juzgado hay un café. Nunca viene a estos lugares. Saca los billetes que trae en el bolsillo del pantalón y hace cuentas. ¿Por qué no podría darse un lujito? Entra en la confitería. Sí, arriba de la barra está el diario que lee. Lo agarra y vuelve a caminar hacia la salida. Elige una mesita que da a la ventana, supone que sentarse en la vereda sería muy arriesgado. Cuando viene el mozo le pide un café con leche en jarrito y dos medialunas de manteca. Reyna está atento, ahora se da cuenta que se le va a hacer difícil hojear el diario y a la vez espiar hacia la doble puerta de blindex del edificio de enfrente. Se entretiene con los titulares de tapa hasta que llega el pedido. A decir verdad, salvo la editorial de un prestigioso periodista que él admira más por verlo todas las semanas por la televisión, del resto de los textos (crónicas, notas de fondo, columnas firmadas) nunca pasa de la volanta y la bajada. Deportes, política internacional, espectáculos... Nada de eso le interesa en lo más mínimo. La ciencia sí, pero hace rato que no publican ninguna nota de divulgación. Piensa que la última noticia del planeta va a relacionarse fatalmente con la astronomía: el cataclismo purificador. El desayuno está muy bueno. Es cierto: desplegar semejante sábana de papel sobre esas mesitas rectangulares es todo un problema. Reyna dobla el periódico en cuatro y lo va hojeando de a cuartos, no queda otra. Si sigue dando vueltas con el papel se le va a enfriar el café y sería una lástima. El editorialista está muy sagaz con su análisis de la coyuntura económica, un poco apocalíptica, pero eso ya es esperable en este intelectual.
Llega al final del texto, y el jubilado recuerda de repente para qué se había sentado ahí. No trae reloj, había salido hasta lo del diariero nomás. ¿Cuánto habría pasado? ¿Media hora? Su hija ya tendría que haber terminado con el trámite. Dobla el sabanón de diario más o menos (lo ha desarmado mucho, y no recuerda qué sección iba en dónde), y llama al mozo para pagar el desayuno. Le alcanza justo, los tres pesos con cincuenta que el mozo le devuelve en monedas el viejo los deja donde el empleado los depositó. En la puerta del café piensa si valdría la pena entrar en el juzgado a mirar. Que él anduviera recorriendo esos pasillos también podría ser de lo más normal, está haciendo un trámite... ¿Los certificados de defunción los expedía esta institución? Anda necesitando el de su difunta esposa, ¿por qué no? Podría ser una excusa creíble si el encuentro casual se diera y ella le preguntara qué hacía allí. Reyna ya se lo imagina: Inesita pensaría que la estaba espiando. Siempre la misma terca y desconfiada. De sus devaneos lo saca un cliente que, a sus espaldas, le toca un hombro y dice “permiso” para que el viejo le deje paso: está taponando con su cuerpo la puerta del comercio. Reyna hace todo en un mismo movimiento: se corre y empieza a volverse a su departamento.
Seguramente se confundió. Inesita es feliz haciendo vida de pueblo. Si era ella y anda con ganas de hacer las paces, después de casi una década de enemistad, ya sabe dónde encontrarlo, su padre no se ha mudado. Entre otras cosas porque viudo se quedó y viudo seguirá. Él, a diferencia de su hija la menor, ha sido hombre de una sola mujer. Y ella... pobrecita. Reyna mueve la cabeza levemente. Se apiada de su hija la menor, de su incapacidad para sentar cabeza, casarse como dios manda, tener hijos y marido en vez de andar coleccionando machos, ya estaba grandecita para novios.
Comentarios
Como si le hubieran leído la mente, escucha el timbre del portero eléctrico. Es el sordo Dietrich. A los gritos, como dice todo, le pregunta por el intercomunicador si no quiere venir al club, que necesitan uno más para completar las parejas del truco. Les ha fallado alguien y como yo vivo a dos cuadras, se acuerdan de mí para que les salve las papas, piensa Reyna. Le dice que sí. Que lo aguarde que ya baja y van juntos. Metele, así largamos de una vez, le grita ansioso Dietrich. Reyna separa un poco el auricular de plástico de su oreja y con el oído izquierdo puede escuchar en vivo y en directo el vozarrón excitado del viejo que en la vereda estará pegando los labios a la rejita de metal del portero eléctrico. Voy, dice Reyna y corta. Ahora tiene que pensar rápido. Va hasta el roperito que, cruzado de perfil en el ambiente, dándole la espalda a la mesa y el frente a la cama, pretende dar la sensación de una pared divisoria del departamento, como si dijera de un lado dormitorio, del otro cocina. Pero no hay tal cosa, porque como ya se dijo es un monoambiente. Como sea, Reyna va hasta el ropero, abre una de las puertas y del estante de arriba saca el alhajero, forrado por dentro en terciopelo violeta. Allí hay tres billetes de cien, dos de cincuenta y uno de veinte. Aparta uno de cincuenta y se guarda el resto en el bolsillo del pantalón. Cierra el ropero y, levantando un brazo, se huele debajo de una axila. Debería lavarse y cambiarse la camisa. Tres timbres cortos del sordo, abajo, lo hacen desistir de su plan higiénico. De salida pasa por el baño y se echa un poco de desodorante en aerosol en la zona de las axilas, por arriba de la camisa. Apaga la luz de la lámpara cenital y sale al pasillo, cerrando con llave en dos cerraduras, la original de la puerta y otra que él se hizo poner ni bien llegó.
Caminan en silencio, para charlar con el sordo hay que estar a los gritos, y Reyna no quiere agarrarse un dolor de cabeza antes del juego. Como pareja del truco, no hay problemas, el otro tiene una habilidad especial para hacerse entender por señas, son décadas de timba. Llegan a la vereda del club, un caserón de principios de siglo pasado que milagrosamente resiste (por ubicación y metros cuadrados) a los muchos negocios inmobiliarios. Básicamente, la “vida”de la institución “deportiva y social” se ha reducido al bar que funciona en el salón que da a la calle (está con las persianas levantadas pero con las ventanas cerradas, a esa hora ya ha refrescado bastante, y por la hojeada rápida que pega Reyna al pasar por la vereda, antes de entrar, puede ver que todavía quedan tres parroquianos acodados a la barra, cuyo promedio de edad rondará los noventa años). Entran y se internan por un zaguán (ahí está la vitrina con las reliquias del club, sus años de oro en el básquet: seis o siete trofeos con el bronce opacado por el abandono, más el chajá embalsamado y medio apolillado que es la mascota del club), cruzan en diagonal una cancha a oscuras (alguna vez fue de básquet, pero desde hace unos años se usa para enseñar patín artístico a las nietas de los últimos socios, la única actividad que sobrevive en el club y que cada tanto lo representa en torneos zonales), y finalmente traspasan una puerta de chapa. Entran en una cancha de bochas que por falta de uso se la pavimentó, quedando convertida en un largo e inútil corredor de cemento. Al fondo, contra la pared medianera, dos mesitas juntas y cuatro sillas, traídas del bar, son todo el mobiliario instalado para el escolazo. En ese reducto los viejos pueden apostar tranquilos, poner los billetes sobre la mesa sin riesgos de que se los vea desde la calle en flagrante actividad ilícita. Aunque ellos saben que ningún vecino los denunciaría por tan poca cosa como el juego clandestino, de todas maneras ese encierro los hace sentirse en conciliábulo. Los otros dos timberos (Marito y el Barba) giran cuando escuchan que la puerta se abre con chirridos de metal, en la otra punta de la cancha. Estaban matando el tiempo jugando a ver quién sacaba la carta más alta del mazo. Ni se saludan, tan ansiosos están por empezar. La inflación hacía que cada tanto tuvieran que fijar un nuevo monto de la apuesta por cabeza y por partido. Todos tiran a desgano ciento cincuenta pesos en el centro de esa superficie de madera formada por la juntura de las dos mesitas del bar. Reyna sabe que si la suerte no lo acompaña a lo sumo en tres partidos se vuelve a su casa pensando en el último billete que lo espera para atravesar cinco días.
Pierde los dos primeros. Pide cambiar de pareja, a sabiendas que Dietrich, en cuanto lo escuche, luego de su sempiterno “¿eh?” de sordo que reclama replays, se enojará con él. No le importa, no quiere volverse a su casa tan temprano (no serán más de las once). Marito se ofrece a acompañarlo. Juegan el último partido y la dupla Reyna-Marito pierde. Su nuevo compinche le recrimina “vos sos mufa, viejo, volvete con el sordo”. Él quisiera putearlos, pero en cambio se levanta en tono de disculpa dice entre dientes “se me acabó la plata”. El Barba le ofrece crédito. Reyna lo piensa un momento. Dice que no con la cabeza, en silencio. Endeudarse para seguir jugando ya sería demasiado, como si fuera la primera vez que jugaría a cuenta de su próximo sueldo o cobro jubilatorio... Saluda con la mano y empieza a desandar la ex cancha de bochas en penumbras.
Hace las dos cuadras embroncado consigo mismo. Otra vez le ganó el vicio. De joven lo hizo muchas veces, cuando las malas rachas lo secaban, pero ahora ya está grande para sobrevivir con tan poca plata. ¿Y si le agarra un patatús... de qué se disfraza? Reyna siente que en la mesa él siempre va de punto, como si los demás estuvieran arreglados para pasarlo. Capaz que en este momento se estaban repartiendo su plata, matándose de risa... Para no amargarse más, el viejo se mete a la cama ni bien llega, ni ganas tiene de ponerse el piyama, así que se saca los mocasines haciendo palanca con el otro pie, se tapa y apaga la luz todo casi que en un mismo movimiento. Por suerte se duerme enseguida, sin sufrimiento. Porque si hay algo a lo que le tiene tanto miedo como a la pobreza, es al insomnio.