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300 páginas (I)

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado agosto 2015 en Taller de Prosa
300 páginas (primera parte)

Estando ahí parado, en la cola de los jubilados, sentí que una mano me tocaba el hombro y una voz masculina me decía “joven, me hace un favorcito”. Como todos los meses, aquí venía mi contribución de boyscout a la tercera edad: un “muchacho” en la cola del cobro de los “haberes jubilatorios”... ¿qué viejo se perdería de este regalito inesperado? Giré un poco y le dije “mande abuelo”. El viejo (gordo, calvo, petiso, arropado en exceso, con un sobretodo negro que le daba el toque final a la ilusión de estar tratando con el Tío Lucas) se quedó sorprendido por semejante predisposición de la juventud. Se había olvidado la libreta de enrolamiento en la casa (“sobre la mesita de luz, dígale a mi nietita que busque”) y me pedía que le guardara el lugar en la cola mientras iba y venía. Yo lo escuché y me quedé pensando: primero, el problema lo iba a tener con los de atrás, no conmigo que estaba delante de él; y, además, ¿cuántas cuadras tenía hasta su casa? “Y... unas quince”. Entonces, le dije al jubilado, era mejor que fuera yo hasta su “domicilio” y que él me guardara el lugar a mí. Ambos miramos en lontananza: la tierra prometida de la ventanilla de pagos estaba aún como a unos treinta viejos de distancia. Concluí que él no llegaría, y yo sí: que para algo era joven y ágil. “Dígame la dirección, Don, que en un rato voy y vengo”. El tío Lucas dudó un momento, pero cómo desconfiar de un joven tan predispuesto a ayudar, al fin y al cabo era él el que me había encarado... “Malabia 2340, departamento B. Lo va a atender mi nietita”. “Arriba de la mesita de luz”, repetí yo, como un chico bueno que memoriza en voz alta el mandado de su abuelo. “Ya vengo”, le dije, y me salí de la cola y del hall del banco.
El jubilado había calculado mal: eran como veinticinco cuadras. Entré al PH por un pasillo de cemento crudo, al aire libre, apenas decorado con algunas macetas apretujadas en el exiguo alfeizar de las ventanas. Toqué timbre y casi al instante se asomó por la ventana un ojo a través del huequito de la cortina descorrido apenas. “¿Sí?”, me interrogó una voz de mujer. Le expliqué que me mandaba su abuelo, que estaba haciendo la cola en el banco y se había olvidado la libreta de enrolamiento. “Está sobre...”, estaba diciendo cuando ella desapareció de la ventana con un “ya sé”. Me picó que me dejara con la palabra en la boca. Al rato descorrió un poco la cortina de la ventana y sacó una mano por entre los barrotes de la reja con una libreta marrón con tapa de cuero. Recién ahí pude verla. La “nietita” andaría por los veinticinco años, tenía cara de caballo, de esas estiradas, y los párpados semicerrados le daban un aspecto de antipática dejadez. Ni gracias, ni chau, ni nada: volvió a correr la cortina y desapareció.
Cuando volví a entrar en el banco, la calva del tío Lucas estaba a tres jubilados de la ventanilla. Me acerqué por un costado y cuando le extendí el documento, se me quedó mirando con extrañeza y algo de temor. Fue un segundo o dos, luego me reconoció, sonrió, agarró la libreta y me agradeció la amabilidad. Me ubiqué en la cola detrás de él (el jubilado de atrás tampoco era el mismo que yo recordaba haber visto al irme, tal vez por eso no me dijo nada cuando me le paré allí) y el viejo me preguntó si su “nietita” había tardado en abrirme. Dije que no con la cabeza, que significaba muchas cosas, entre ellas que no me había abierto la puerta. “Es muy distraída”, fue lo último que dijo el jubilado: era el siguiente de la cola y se concentró en el anunciador digital para ver cuál de las tres cajas se desocuparía primero. Se liberaron dos a la vez (los números en rojo y las señales sonoras se repitieron sin interrupción), así que avanzamos a la par por el espacio vacío que se dejaba entre la línea de ventanillas y los clientes encolumnados.
Por ambos costados del salón, salimos casi juntos a la vereda guardándonos los billetes. Sin proponérmelo empecé a caminar en la dirección que llevaba el jubilado, hacia la avenida. Era bastante ágil y no daba el aspecto de achacoso, como si le estuviera cobrando la jubilación a otro. Como si me hubiera leído el pensamiento, el tío Lucas me miró de arriba abajo y me preguntó a quién le venía a cobrar. “A mí mismo”, le dije sonriendo. “Pero nene, vos sos muy joven para estar retirado”, me replicó en tono de sorpresa. Sí, le expliqué, recibía una pensión por discapacidad, un problema de nacimiento que tenía con mi salud. Había llegado a la esquina, al cruce de dos avenidas, y mientras esperábamos a que cortara el tráfico, noté de reojo que el viejo volvía a mirarme de perfil, de arriba abajo, sin sutilezas, tratando de encontrar mi falla de fábrica. No halló nada ni preguntó. Cruzamos y seguimos caminando a la par. Me creí obligado a explicar: con rehabilitación yo había superado una limitación motora, levantándome de una silla de ruedas a los dieciocho años de edad, y por suerte ahora podía caminar sin problemas. El viejo bajó las comisuras y movió la cabeza verticalmente varias veces (traducido: “qué bárbaro”), luego reflexionó: “Pero seguís cobrando la pensión...”. Y sí, admití, era graciable, de por vida, y aunque por fuera no se me notaba, me costaría mucho conseguir trabajo porque seguía teniendo las piernas débiles, después de años de postración. Noté que ahora me miraba las piernas.
Doblamos en la esquina de otra avenida y recién entonces el tío Lucas notó que seguíamos juntos, a tres cuadras de su casa. “¿Vos vivís por el barrio, nene?”, me interrogó. No, seguía este camino para tomar el subte, que era más rápido y me dejaba exactamente a la misma distancia de mi casa que el ómnibus. Él: “¿Vivís solo?”. Yo: “Con mi abuela”. Hubo un minuto de silencio meditativo. “Venite a casa a almorzar ―dijo al fin, estábamos sobre el mediodía y el sol se había puesto picante―, ¿o tenés compromisos?”. Esa palabrita me causó gracia: yo, con “compromisos”. “No, abuelo, para nada. Le acepto la invitación.” Se entusiasmó como un chico: “Seguro que mi nietita nos está cocinando algo”; y enseguida, como recordando un olvido reciente, me dijo en otro tono: “Pero no me llamés abuelo, que me hacés sentir un viejo choto”. Se detuvo y me ofreció una mano: “Katz”, se me presentó, “pero de joven que me dicen Gato”. “Matías”, dije y nos dimos un apretón de manos fláccido y breve. Él aclaró sin que yo se lo pidiera: “Por mi apellido, ¿viste? ―y después de una pausa:― que suena a gato en inglés”. Cruzábamos una placita, o menos que eso, un triangulito del trazado urbano que había quedado huérfano entre las curvas de dos calles. Yo vi un único banco, de esos de cemento sin respaldo, y me derrumbé con un quejido. El jubilado se me quedó mirando. “Disculpe, Don, cuando camino mucho me debilito. Unos minutitos nomás”, le dije. El otro me dijo “sí nene, qué apuro hay”. Se sentó a mi lado alzándose apenas ambas perneras del pantalón, y agregó: “Soy jubilado, qué apuro podría tener...”. Me miraba las piernas, ya en abierta confianza. Yo me masajeaba los muslos. Vi que a mi lado, sobre el banco, alguien había dejado una lata de gaseosa. La levanté, la sopesé, me la llevé a la nariz y tomé un poco. Se la ofrecí, el viejo me miró incómodo y negó con la cabeza. Unos segundos después, como para romper el silencio me preguntó a qué “me dedicaba”. Dudé, dudé demasiado como para no resultar sospechoso. Al fin dije: “Escribo”. Él: “¿Qué escribís?”. Yo: “Lo que la gente me pida... informes, panfletos, reseñas bibliográficas, biografías...”. Él: “¿Y se gana bien?”. Yo: “No, pero hace rato que no trabajo, con la pensión me alcanza para vivir”. Tiré la lata entre unas plantas, me paré y apuntando con la cabeza hacia la dirección de su casa dije “¿vamos?”. Don Gato se paró, sacudiéndose las posaderas del pantalón. “Vamos”. Seguimos caminando en silencio.

Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    300 páginas (II)

    Cuando entró en el departamentito el jubilado gritó “mami, ¿ya está el morfi? Caí con visita”. Por el hueco de la puerta de la cocina la mujer asomó estirando medio cuerpo, me reconoció y negó con todo el cuerpo, poniendo cara de fastidio, después desapareció. El viejo me hizo un gesto con la mano (traducido: “no le hagás caso”), se sacó el sobretodo, que acomodó en el respaldo de una silla, y señalándome otra me dijo con vehemencia “sentate, che”. Cuánto hacía que no escuchaba un “che”. Sobre la mesa del living ya había puestos platos, vasos y cubiertos para dos. De la cocina llegaban ruidos de ollas y olor a estofado. El viejo sacó un fajo de billetes del bolsillo del pantalón (la jubilación, supuse) y lo dejó en el techito de una alacena de madera pintada de blanco. Después se sentó frente a mí, del otro lado de la mesa.
    Estábamos en silencio. Al rato agarró un pan de la mesa, lo cortó longitudinalmente y se fue a la cocina. Escuché que algo cuchicheaban. Volvió enseguida con el pan humeante sopado en el tuco y me ofreció uno de los pedazos, que comí con ganas. De repente me dijo “fijate lo que tengo en la pieza”, y con la cabeza apuntó hacia la otra habitación del dos ambientes, que tenía la puerta entornada. Me paré y me asomé. Vi dos camas de una plaza separadas por el pasillo que dejaba una única mesita de luz, un roperito de dos puertas y un escritorio con una máquina de escribir encima, de las mecánicas. Alrededor había útiles de librería y una pila de hojas en blanco. Volví a mi silla. No supe qué decir. Para orientarme, Don Gato me informó: “Estoy escribiendo mi biografía”. Pero enseguida se corrigió: “En realidad quisiera escribirla pero no sé cómo. Siento que si no lo hago voy a empezar a diluirme”. Yo me sonreí con esto último que escuché, mirando hacia el dormitorio. El jubilado volvió a hablar, muy serio: “literalmente” agregó, separando cada sílaba. Yo dejé de sonreír. No sabía cómo tomarlo. “¿Vos no me ayudarías, eh?”, me apuró. “Disculpemé Don Katz, pero ya no me dedico a eso”, le dije. “Dale nene, una paginita nomás, para ver cómo se hace”, insistió. (El viejo tenía algunos problemitas con los apelativos: yo ya no era un nene, como que a esa tipa malhumorada que estaba en la cocina no le quedaba nada de “nietita”.) Consideré que ahí, sentado a su mesa, sería una descortesía de mi parte si no lo complacía. “Bueno ―le dije―, pero no sé nada de su vida. Cuénteme algo”. El viejo cerró los ojos, suspiró profundo, como si ése fuera un momento trascendental de su existencia, y me dijo: “Estuve en la Segunda Guerra Mundial”. Nos quedamos mirando. Al fin dije “y qué más...”. Él se sonrió, se recostó contra el respaldo de la silla, puso las manos detrás de la nuca y me respondió “ah no nene, ese laburo lo tenés que hacer vos” (como si fuese a pagarme).
    Me paré y fui hasta la otra habitación. Me senté frente a la Remington en una silla con rueditas chuecas y el tapizado todo cuarteado, metí una hoja en el rodillo y tecleé hasta llenarla, inventando sobre la marcha. Lo hice en primera persona, como lo haría cualquier ghost writer, narré un pasaje del día D, puse a Katz como protagonista del desembarco bélico más espectacular de la historia de la humanidad. Por su apellido, supuse que el jubilado habría peleado para los británicos. Por las dudas, lo puse del lado de los buenos. Sentía la presencia del viejo viéndome teclear, un hombro apoyado contra el marco de la puerta. Cuando llegué al final de la página la saqué, me paré y se la alcancé. Volvimos a nuestras sillas del living. Mientras el viejo leía la narración, embelezado, apareció la mujer y sin siquiera mirarme, con su sempiterno rictus agriado, fue hasta la alacena, abrió una puerta y sacó un plato, de la vitrina un vaso y de un cajón un cubierto y un tenedor, y empezó a acomodarlos en la cabecera de la mesa. Después desapareció en la cocinita y reapareció a los pocos segundos trayendo una fuente con ravioles y carne. Cuando el viejo levantó la vista de la hoja, noté que estaba emocionado. Durante unos minutos se dedicó a traer de la heladera el vino y la soda, y a servirse una buena ración de ravioles con gran parsimonia. Se tomaba su tiempo para no quebrarse en un llanto. La mujer se había sentado en la cabecera y pinchaba unos ravioles en silencio con una mano, mientras que con la otra se apuntalaba la cabeza. En los quince minutos que habremos estado comiendo, nadie habló. Yo estaba acostumbrado a comer viendo televisión, y el silencio que dejaba su ausencia me hacía sentir incómodo. Podía escucharlos masticar, eructar, sorber. Don Gato había dejado la hoja mecanografiada junto a su plato, y entre bocado y bocado se sacaba con los dedos pedazos de la carne de entre los dientes y repasaba el texto. Cada tanto balbuceaba comentarios, reía para sí, asentía o negaba con la cabeza.
    Un rato después el viejo cruzó cubiertos sobre el plato (verlo comer no fue espectáculo digno de recomendarse: masticaba con la boca abierta y hacía infinidad de ruidos guturales y morisquetas), suspiró, se repatingó en la silla, me miró fijo a los ojos y me dijo: “Alegrate nene, te tengo un ofertón laboral: mi biografía completa, 300 páginas, veinte pesos la página. ¿Qué te parece, eh?”. Yo dejé los cubiertos sobre el borde del plato, primero miré hacia la ventana que daba al pasillo del PH, después hacia la cara de nada de la mujer, que seguía ausente. Al fin le dije “Don Katz, ya le conté que no me dedico más a eso. Gracias de todas formas, pero hay muchos escritores fantasmas en el ambiente que se lo pueden hacer, y mejor que yo. Son muy discretos, le puedo alcanzar algunos teléfonos si quiere”. Me pareció que el viejo se apenaba. Miraba la hoja que le había escrito y negaba con la cabeza. De golpe la agarró y me la sacudió delante de la cara, diciendo “esto, nene, es invaluable, y encima te estoy ofreciendo plata ―cabeceó hacia la alacena, a su espalda, donde había dejado su reciente cobro jubilatorio― para que hagás lo que te gusta”. Hizo una pausa, después me gritó: “¿¡Sabés cuánta gente ahí afuera es infeliz por tener que trabajar de lo que no le gusta!?”. Ante este arranque de ira, me levanté de la silla. La mujer había terminado de comer, ahora apoyaba las dos manos bajo el mentón y miraba más allá de nuestras cabezas, hacia la luz que entraba por la ventana. Enseguida el jubilado pareció serenarse, como arrepentido por su exabrupto, se paró y me dijo “vení que quiero mostrarte algo”. Sin esperarme se metió en el dormitorio. Cuando entré, él revolvía el pilón de hojas en blanco, al lado de la máquina de escribir. Me quedé ahí parado, mirándolo. Unos segundos después gritó “mami, ¿no viste el folleto de la academia?”. Empezó a salir de la pieza, pero cuando llegó a la puerta sacó enseguida la llave del ojo de la cerradura, cerró de un portazo y trancó del otro lado. Después, desde el living, me dijo “a Rossini su productor tenía que encerrarlo para que el haragán se pusiera a trabajar. Yo te voy a curar, nene”. Tardé en reaccionar, ahí parado en el medio de la habitación, como un tarado. Golpeé la puerta, reclamé a la policía, amenacé con denuncias, con juicios, con venganzas (pero no grité ni pedí socorro, me pareció de mal gusto). A todo Katz me respondió del otro lado de la puerta de madera: “Ahí tenés todo lo que necesitás para el laburo, nene: 300 páginas, como lo acordamos. Ya conocés bien mi vida, empezá por la infancia. Estoy por diluirme, ¿no entendés cuán grave es lo mío?”. Después me pareció que se habían olvidado de mí. Escuché ruidos de platos y cubiertos, el agua de la canilla de la cocina corriendo, puertas de muebles que se abrían y cerraban. Para serenarme, y para que me escucharan, me senté frente a la Remington y tecleé otra página. Improvisé la historia de un moribundo obsesionado con su propia biografía que secuestraba redactores con la complicidad de su nieta para que se la narraran, y luego los mataba. Así, con la imaginación colectiva, el protagonista no sólo iba avanzando con el relato de su vida, sino que además iba rehaciéndola, creándola. Hasta que ya llegando al presente de la narración, su nieta se enamoraba de uno de los escribas secuestrados y denunciaba al obseso. El texto (y su vida) quedaba sin desenlace, o con final abierto. (¿Pero algo así ya no lo había hecho King en “Misery”? Capaz que el viejo vio la película y quedó turulato, se me ocurrió.) Dejé el último renglón con puntos suspensivos al llegar al fondo de la página.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    300 páginas (final)

    Cuando los martillos de la máquina se callaron, había un silencio mortal en el departamentito. Arriba de la mesa, entre bolígrafos y clips, vi un cortapapeles, de esos retraíbles, de plástico. Lo empuñé, con la hoja extendida, y me acerqué a la puerta. Llamé golpeando. Dije, elevando la voz, “Don Gato, necesito ir al baño, y unos almohadones para las piernas. Con estos dolores no voy a poder seguir”. Unos segundos más tarde escuché pasos y que la llave giraba en la cerradura. Cuando el picaporte se movió, abrí la puerta de un manotazo y avancé con el cortapapeles apuntando hacia el cuello del viejo, que se sorprendió de mi actitud y reculó unos pasos con la boca abierta. Ahí nomás, recostada contra el marco de la puerta que daba a la cocinita, la supuesta nieta nos miraba con sus ojos bovinos. Fui hacia ella, la agarré por la espalda, le pasé el brazo libre por el cuello y le apunté el filo del cortapapeles a la cara. Así, abrazados, pegados, yo detrás, ella adelante, avanzamos por el living, con el jubilado que reculaba a cierta distancia. Me pareció que ella tomaba la situación con la naturalidad de quien ya pasó otras veces por lo mismo, porque se dejó llevar con la misma apatía con que hacía todo. La arrastré hasta la alacena y sin dejar de amenazarla con el cortapapeles, tanteé con la otra mano el techito del mueble hasta palpar los billetes. Con dificultad aparté dos, haciendo cuentas mentales entre los cabellos de la mujer que por cierto olían muy bien. Se los mostré al jubilado: “Esto va por las dos páginas laburadas ―dije, y señalé con el filo de mi arma la que estaba arriba de la mesa, llena de impresiones digitales de tuco―. La otra está en la máquina”, y apunté con el filo hacia el dormitorio. Me guardé los billetes en el mismo bolsillo donde traía la plata de la pensión, y seguimos reculando hacia la puerta de calle, en ese baile tan descoordinado que ensayan fugado y rehén. Así, apartando sillas, llegamos a la puerta que daba al pasillito larguísimo de ese PH. La abrí de espaldas, me fijé que ningún vecino anduviera por ahí (eran cerca de las tres de la tarde, y a esa hora se hace una relativa calma de siesta en los barrios) y cuando estuve con los dos pies afuera, los solté (a ella y al cortapapeles) y corrí hacia la calle. Después caminé rápido hasta una parada de colectivos que encontré y me subí al primero que paró.
  • Orlando SliteOrlando Slite Anónimo s.XI
    editado agosto 2015
    Leí todo de un tirón. No podía parar. Interesante.
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