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Los bacantes

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2015 en Narrativa
Los bacantes

El hombre apareció cargado de bolsos, buscaba habitación. Era mediados de diciembre y acabábamos de abrir el hotel. Se detuvo junto al mostrador de la recepción, dejó sus cosas en el piso y todavía jadeando preguntó si tenía “alguna piecita barata”. Yo fui al grano y le pregunté cuán barata. Dijo una cifra. Yo asentí con la cabeza, salí de detrás del mostrador y le dije “venga que se la muestro. Deje sus cosas ahí que no hay problemas”. Salimos al patio trasero, lo cruzamos y subimos unas escaleras exteriores. Abrí el cuarto número treinta. Quien tuviera una mirada panorámica del edificio comprobaría que por la calidad de los materiales esta piecita aislada no pertenecía a las del hotel. Aquí vivieron varios serenos durante décadas, cuando todavía era rentable pagarle el sueldo a un hombre solo para que cuidase el lugar durante los diez meses que el hotel quedaba cerrado, de marzo a diciembre. Hoy conviene pagar el sistema de alarmas de una empresa de seguridad privada. Es más barato y además los sensores láser no se emborrachan ni traen mujeres ni se pelean con los vecinos. Si lo sabré yo, que más de una vez debí viajar de urgencia para sacar de la comisaría a un sereno.
Abrí la puerta de madera y un vaho de humedad salió de allí. Desde que murió el último sereno no la usamos ni la pusimos en alquiler, pero la temporada venía en picada y necesitábamos sacarle el mayor rédito posible al hotel. Aunque el pueblo costero había crecido, los hábitos no habían cambiado y no era rentable abrir el edificio por tres o cuatro familias que se hacían los cuatrocientos kilómetros desde la capital para pasar un fin de semana largo en la costa. Mientras el hombre entraba a mirar, yo le advertí que era por dos meses nomás, porque el veintiocho de febrero cerrábamos indefectiblemente. Le pegó una mirada a la cama con el colchón desnudo, la mesita de luz con el velador, el roperito de una puerta, la mesa y la silla, el ventanuco de vidrio fijo allá arriba. Después me encontró parada en la puerta, como si me recordara de repente, y me dijo “está bien”. Volvimos a la recepción para que se registrara y me pagara el primer mes por adelantado.
Transcribí los datos de su DNI en el libro de pasajeros. Me pagó con billetes nuevos, como recién sacados del cajero automático. Solamente habló para preguntarme si podía salir sin tener que dejar la llave en la recepción. Le dije que sí, teniendo en cuenta que era residente fijo. Me lo agradeció. Con los días entendí que trataba de hacerse ver lo menos posible. Ya estaba acostumbrada a los turistas, que no paraban de darme charla cuando en los días lluviosos no tenían más remedio que quedarse dando vueltas por la galería cubierta. Este tipo, en cambio, rehuía hasta la mirada. “¿Viene a buscar trabajo por la temporada?”, le pregunté por decir algo, mientras llenaba el registro. Me contestó “vamos a probar suerte”. Usted y quién más pensé. Hacía rato que no escuchaba a alguien hablar así de uno mismo, en plural, como lo hacía mi padre cuando quería sonar humilde. Por un dinero extra le ofrecí la media pensión, lo pensó un momento mientras giraba la cabeza en dirección al comedor vacío y me dijo que gracias pero no, ya se las arreglaría. Al final se guardó el documento de identidad en el bolsillo del pantalón, agarró los bolsos tal como había llegado (uno en cada mano más una mochila en su espalda), rechazó la ayuda que le ofrecí del chico que hacía de botones y se fue a su cuarto. Yo igualmente llamé al chico, que estaba poniendo la mesa para los turistas, y lo mandé a que cambiara el cartel de la vereda: al mensaje “hay vacantes” escrito con tiza debía agregarle un “no” adelante.
Nicolás B. Cuarenta años cumplidos hacía unos pocos días. Lugar de residencia: una ciudad de la llanura conocida por ser centro de peregrinaje de los católicos. Soltero, sin hijos. Un metro sesenta y tres centímetros. Tez blanca. De una palidez que asustaba. Unos ochenta kilos. Ancho de espalda. Ojeras pronunciadas. La cabeza casi rapada, como si hubiera pasado por la peluquería antes de subirse al ómnibus, a unas pocas cuadras de una catedral de estilo neogótico.
Estaba sola en el hotel. Debía andarle atrás a cocineros, mucamas y camareros. Nunca faltaban arreglos que hacer y, como ya he dicho, eran dos meses al año de un “todo o nada”. Si íbamos a pérdida el grupo inversor seguramente vendería la propiedad y quién sabe si seguiría siendo hotel o se convertiría en otra cosa. Me olvidé del tipo. Lo crucé en la recepción dos o tres veces, bien vestido, siempre con una carpetita bajo el brazo. Pensé que saldría a repartir sus currículms. No creo que haya conseguido empleo, pues nunca estuvo afuera durante un tiempo fijo. Tampoco habrá ido a la playa, porque nunca lo vi con pantalones cortos, reposeras o sombrillas encima. Yo lo justificaba: quien está buscando trabajo no piensa en otra cosa que no sean sus ahorros que disminuyen día a día. El treinta y uno de diciembre a la tardecita fue la única vez que subí las escaleras de “la piecita del fondo”, como la llamábamos en el hotel, para golpearle la puerta. Me abrió enseguida. Le pregunté si no quería pasar el año nuevo con nosotros. Se disculpó diciéndome que ya estaba comprometido “con una gente”. Por lo poco que pude husmear, el hombre estaba escribiendo: vi una pila de hojas manuscritas apiladas en un esquinero de la mesa, más otra a medio llenar frente a la silla, con el bolígrafo encima. La piecita seguía oliendo a encierro, más la novedad de un tufo a sudor que el pasajero le aportaba con sus axilas. Me agradeció la invitación con sinceridad y volvió a encerrarse. Claro que la pasó solo, porque no volvió a salir de allí hasta el día siguiente.
Por los dolores de cabeza que me trajo después, me arrepentí de esos pesos de más que quise facturarle al consorcio. No me gusta ir a declarar, menos aún tener que viajar más de cien kilómetros hasta el juzgado. Pero, en fin, son los gajes del oficio. Y yo sabía en qué ambiente me movía. Pero lo que quería contar es que el tipo desentonaba ostensiblemente con el ambiente festivo de las familias de veraneantes. Aunque se lo veía poco, cuando salía de su cuarto debía cruzar todo el hotel (patio, galería y hall de entrada) hasta la calle, y parecía ir dejando en el camino un reguero fúnebre, tanto nos decía con esa cara que los turistas se callaban y los chicos se quedaban quietos para mirarlo pasar. Más que triste, parecía muy cansado. Con las semanas entendí que el hombre se regía por una disciplina estricta que le marcaba la rutina. Por diferencia de minutos bajaba hasta el bañito con sus cosas en una bolsa para ducharse y afeitarse. Lo mismo para salir a hacer las compras, para apagar la luz de su cuarto, hasta para ir a la librería. Porque me parece que cuando no escribía, leía. O cargaba las bolsas del supermercado o las de una librería de libros usados que, cuando entré al cuarto, al final de esta historia, vi apilados en el piso, junto a la cama. Recién entonces entendí que lo de la búsqueda laboral, lo de “hacer la temporada”, era una excusa para que lo dejaran llevar a cabo su plan tranquilo.
La noche anterior al allanamiento estaba yo en el patio, recogiendo las sábanas del tendedero, y vi que el tipo salió al pasillo techado. Se puso a mirar el cielo con atención, acodado a la baranda del primer piso. Le pregunté si había algo interesante para ver y él miró hacia abajo, en la penumbra del patio, como si recién me descubriera. Me dijo que sí, que por esos días un cometa era visible desde nuestro hemisferio. Yo miré hacia donde él miraba pero no vi nada inusual en el cielo. Dejé las sábanas en el cuarto de planchar y cuando volví a salir al patio ya no estaba. Antes de irme a acostar fui a cerrar con llave la puerta interior y me pareció ver un resplandor muy intenso salir por el ventanuco de la habitación número treinta. Brilló un momento y se desvaneció de golpe. No hubo una voz ni un ruido. El interior del cuarto volvió a estar a oscuras y yo me fui a dormir.
A la mañana siguiente desembarcó el operativo policial. El jefe me pidió el libro de pasajeros, después me preguntó si el ocupante de la habitación treinta estaba. Le dije que sí y ordenó a sus subalternos que avanzaran. Derribaron la puerta con un ariete y yo empecé a sumar en el debe mental de mi mente el costo de la cerradura destrozada. El tipo estaba echado sobre la cama. Supe después que se había tragado una pastilla de cianuro tal vez cuando escuchó que los policías subían la escalera. Me lo imaginé con ese granito amarillo en el bolsillo, todo el tiempo, yendo y viniendo con la solución para todos sus problemas bien a la mano.
Era un estafador. Falsificaba cheques. Pensé en tantos otros que se habían dejado agarrar vivos por acciones mucho más terribles. Recordé los billetes con los que me había pagado, pero a esa altura del mes ya debía de haberlos cambiado. Estuvieron toda la mañana con el peritaje. Ahí arriba estaban sus manuscritos, una pila alta de hojas sueltas. Le pregunté a uno con un chaleco que decía “policía científica” si me las podía quedar y me dijo que no, que era material de la investigación que se había abierto.
Por suerte, cuando se lo llevaron todos los turistas estaban en la playa. Salvo el personal del hotel, nadie se enteró del final. Lo primero que hice cuando la camioneta del forense arrancó, fue actualizar el cartel de la vereda. Con un trapo mojado borré la palabra “no” con la que se iniciaba el mensaje: “Hay vacantes”. No mandé a nadie, lo hice yo misma. Tuve ganas de quedarme afuera un buen rato hasta que se disipara un poco el olor a muerte.

Comentarios

  • Mora AmaroMora Amaro Pedro Abad s.XII
    editado junio 2015
    Felicidades!

    Mora Amaro (Onacarom Arts)
  • PipelinePipeline Pedro Abad s.XII
    editado junio 2015
    Muy bueno, se va creando un misterio y una tensión poco a poco que engancha. Además, la tensión se resuelve pero el misterio no se llega a disipar del todo ¿qué contendrían esos manuscritos?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Pipeline escribió : »
    Muy bueno, se va creando un misterio y una tensión poco a poco que engancha. Además, la tensión se resuelve pero el misterio no se llega a disipar del todo ¿qué contendrían esos manuscritos?

    Tal vez una larga meditación sobre su decisión final. Siempre me fascinaron las personas (aunque no escriban otra cosa ni piensen publicarlo) que durante años llevan un diario, esa relación los muchos yos que nos atraviesan durante la vida. Aunque hasta con un diario íntimo, ¿no? se fantasea con un posible lector, en este caso un juez.

    Saludos y gracias
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado junio 2015
    Que precavido, la solución de todos los problemas al alcance de la mano.
  • Lara TerraLara Terra Fernando de Rojas s.XV
    editado junio 2015
    Hola Silenus.

    Me gustó el relato pero mucho más la forma de contarlo.
    Una historia, que va generando intriga y se entrevé a través de los pensamientos de la mujer, con muchos detalles y buenas frases.

    Me gustó mucho esta parte : “¿Viene a buscar trabajo por la temporada?”, le pregunté por decir algo, mientras llenaba el registro. Me contestó “vamos a probar suerte”. Usted y quién más pensé. Hacía rato que no escuchaba a alguien hablar así de uno mismo, en plural, como lo hacía mi padre cuando quería sonar humilde"

    Una duda, el título Los Bacantes, ¿hace referencia a algo o es solo un despiste?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Lara Terra escribió : »
    Hola Silenus.
    Me gustó el relato pero mucho más la forma de contarlo.
    Una historia, que va generando intriga y se entrevé a través de los pensamientos de la mujer, con muchos detalles y buenas frases.
    Muchas gracias Lara. Estoy un poco sorprendido por tantos comentarios positivos (de hecho, nunca me habían comentado tanto un mismo texto) porque a mí sinceramente cada vez que lo corrijo me gusta menos, hay un aire trágico/existencialista (onettiano en el peor sentido) que me cae mal, porque además transmite un acartonamiento que va a contramano del tono de los otros relatos entre los que me gustaría incluirlo. En el fondo, el suicidio de estas mentes atormentadas es un tópico muy gastado, más allá de que el desarrollo de la trama pueda ser la adecuada.
    Lara Terra escribió : »
    Una duda, el título Los Bacantes, ¿hace referencia a algo o es solo un despiste?
    En realidad trataba de jugar con la proximidad de los significantes de vacantes con esas practicantes de los ritos del dios Baco, más bien por oposición: las bacantes eran movidas por una pulsión erótica (Eros) y este personaje está atravesado por lo tanático. Tal vez sea muy sutil.

    Saludos y hasta pronto
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