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El disfrazau

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado mayo 2015 en Narrativa
El disfrazau

Mi trabajo era el de hacer el ridículo, ya lo adelanto. El día que me ofrecí como portero telúrico de ese restaurante de campo bautizado pomposamente “La Tradición”, el gerente (un tipo joven, siempre trajeado de Armani reglamentario) se vino hasta el vestíbulo donde me habían llevado para aclararme sin vueltas: “Acá los ricos vienen a divertirse, y usted, disfrazado de gaucho, forma parte de la diversión. Téngalo bien clarito, Ramírez: reaccionen como reaccionen, usted calladito y sonriente, que el cliente siempre tienen la razón”. Se fue apurado y detrás de él apareció uno de sus asistentes con el vestuario: botas, bombachas batarazas negras, camisa blanca impecable, pañuelo de seda celeste, chambergo también celeste con cinta blanca, más un cinturón ancho, con muchas monedas de plata pegadas todo a lo largo, que era lo más vistoso del conjunto. Además, el empleado me dejó un facón con vaina de cuero crudo y mango de plata labrado, y unas boleadoras de tres bolas de marfil. Me vestí de gaucho con mucho esmero y, al final, me tercié el facón en el cinturón por la espalda, como lo había visto que lo llevaban en algunas películas de época. Con las boleadoras no supe qué hacer, así que salí hacia el portón de entrada llevándolas en la mano. El gerente, que charlaba con un proveedor en la puerta del salón comedor, me vio de pasada y me dijo “Ramírez, el facón va por adelante, que así no se luce. Y las boleadoras, por favor, áteselas a la cintura, ¿dónde vio un gaucho cargándolas como si fuera una bolsa de los mandados?”. Yo quise retrucarle “¿y usted dónde vio un gaucho parado en la puerta de un restaurante?”, pero me contuve y me pasé la cuerda por la cintura, le hice un nudo y dejé que las bolas colgasen de mi flanco izquierdo. Después cambié el facón de lugar. El gerente me dio el visto bueno con la mirada y seguí camino.
Me paré junto a la arcada de piedra que, con una tranquera de madera barnizada abierta de par en par, supuse que emularía la inverosímil entrada a una estancia. Sobre la arcada había un cartel tallado en el mismo tipo de madera que la tranquera y que decía “La Tradición. Restaurante de campo” en forma de semicírculo. Ahí me quedé, sin saber bien qué actitud tomar. Al rato empezaron a llegar los comensales del almuerzo. Se sorprendían al verme, recién bajados de sus autos, pero se sonreían con discreción y seguían viaje por el caminito de lajas de unos veinte metros hacia el salón comedor. Al parecer, un gaucho disfrazado como portero era una innovación del restaurante. Yo simulaba no ver la gracia que les hacía, y los saludaba tocándome el chambergo con la punta de los dedos y haciendo una leve inclinación de cabeza, gesto austero que, suponía, vendría bien con el papel de hombre de campo que me habían asignado. Ese primer día de trabajo ya tuve la primera reconvención: llegó un hombre más bien joven, cargando un maletín, y yo lo saludé sólo con el gesto minimalista que acabo de describir. Me observó curioso de arriba abajo mientras traspasaba la tranquera. Al rato se apareció el gerente y me dijo “mi socio me contó que no les da el buenos días a los clientes. Por favor Ramírez, salude como corresponde”. Yo dije “muy bien” y el tipo se volvió a su despacho. Desde entonces al gesto le agregué un “buenas”, dicho con voz grave y respetuosa.
Todo siguió sin mayores novedades hasta el primer sábado. A eso de las doce aparecieron los Luro Gibson, según me contó luego el mozo que así se apellidaban: padre, madre e hijo. Los vi pasar en dirección al terreno de al lado, desmalezado y alambrado por los inversores para hacer las veces de estacionamiento exclusivo. Unos minutos después se acercaban caminando hacia la entrada por la veredita de baldosas. El hijo, un pibito de unos quince años, ni bien me vio se me vino corriendo a manosearme, se reía a carcajadas, como si hubiera visto al muñeco de Mickey en la puerta de una juguetería. Yo me quedé firme como un soldado de guardia. Cuando los padres llegaron el chico giró y le preguntó a sus padres “¿y esto qué es” levantando las bolas que me colgaban de la cintura. El padre, de pasada y conteniendo la risa, le dijo “dejá tranquilo al señor que está trabajando” y cruzaron la tranquera. La madre miraba para otro lado, como para no tentarse. El señorito Luro Gibson se quedó unos segundos más, deslumbrado por las boleadoras, y luego los alcanzó. A la distancia escuché que les preguntaba para qué servía eso que había visto.
Fue la primera vez que me sentí humillado, como si no supiera que mi rol ahí era justamente divertir a los clientes haciendo de payaso. Los Luro Gibson repetían la visita todos los mediodías de sábado, y en cada nueva incursión su hijo encontraba renovados motivos para toquetear mi disfraz. Yo lo dejé hacer hasta la vez que quiso sacarme el facón. Ahí reaccioné reteniéndole la mano que ya desenvainaba el cuchillo. También el padre reaccionó: se detuvo y se me quedó mirando, como diciéndome “qué tocás a mi hijo”. Yo volví a envainar el facón y seguí mirando hacia adelante como si nada. El rubiecito se sorprendió de mi gesto, como si descubriera de repente que dentro del traje había alguien, pues hasta ese día yo había sido un muñeco dócil. Siguió a sus padres hacia el restaurante sin dejar de mirarme. Al final del día, mientras me cambiaba en el vestuario del personal, se apareció el gerente para hablarme. “Ramírez, hoy recibimos una queja de unos clientes muy amigos del lugar. Dicen que maltrataste a su hijo.” Yo puse cara de sorpresa, le dije “pero Sáenz, me quería sacar el facón, era peligroso...”. Me calló adelantando su mano: “Ya le he dicho que acá el cliente siempre tiene la razón: usted déjelos hacer, y si pasa algo ya nuestros abogados ya se van a encargar”. Después se fue sin saludar.
¿Quedarían gauchos de verdad? Al primer franco que tuve me subí a mi bicicleta y pedaleé hacia las afueras del pueblo. Tardé en cruzarme con un hombre de a caballo. Pero en cuanto lo vi le hice una seña y el jinete se detuvo. Serio y callado, el hombre me escuchó desde la altura de su montura. Tendría unos cincuenta años, y aún recuerdo su cara requemada por el sol, los ojos semicerrados por el resplandor de la mañana que me miraban desde arriba. Cuando terminé con mi historia y mi ofrecimiento me dijo “por el honor señor, se lo hago por el honor del gaucho: a mí no tiene que darme ninguna ricompensa”. Le indiqué dónde y cuándo encontrarnos. Nos saludamos con un apretón de manos que me dejó los dedos doloridos. Después chistó y su manchao reinició el trote.
Al siguiente sábado falté a mi puesto, pero no dejé de merodear la zona. Las ropas del paisano con la que se apareció no eran tan vistosas como las de mi disfraz. Yo le había pedido que se viniera como para un desfile del día de la tradición, sin embargo el conjunto se veía más creíble que el mío. Nos quedamos a cierta distancia, medio ocultos por los árboles de una casa quinta cercana a la entrada del restaurante. En cuanto vi aparecer el Volvo gris metalizado, que avanzaba lento por la calle entoscada, esperé a que entrara en el estacionamiento y le dije “don Antenor, ahora métale pata”. El hombre me hizo caso, pero no se apuró, caminó tranquilo y se detuvo junto a la arcada. Enseguida aparecieron los Luro Gibson, con el pibito corriendo adelante, seguro de que esta vez iba a poder jugar un rato con el facón del gaucho. No llegó a tocarlo, porque el paisano fue todo uno en reacción: desenvainó su arma de trabajo (a la hoja la vi descomunal incluso desde la distancia) y lo encaró al gurí gritándole algo así como “yo te vía enseñá”. El chico tardó en reaccionar, después corrió a esconderse detrás de sus padres. Entonces Antenor los encaró a los tres, facón en mano. Los padres estaban blancos del susto, recularon unos pasos y, al ver que el gaucho seguía avanzando, se metieron corriendo en el estacionamiento. El viejo envainó, dio media vuelta y se volvió tranquilo hacia la esquina, donde yo seguía todo medio agazapado entre las patas de su flete. Montó con parsimonia y me dijo “gueno amigazo, de siguro que esos porteños no lo van a basurear más”. Volvimos a saludarnos con un apretón de manos y yo, soportando el esperable dolor de las falanges, monté mi bicicleta. Salimos en direcciones distintas. Sin mi disfraz de gaucho, me permití pasar por el frente del estacionamiento. El Volvo ya no estaba.
Eso sí que había sido “una gauchada”. Los Luro Gibson se quejaron por teléfono, pero mantuvieron su gesto de indignados y no volvieron al restaurante. El gerente algo sospechó de mí, las coincidencias eran muchas, pero las señas de don Antenor no coincidían con las mías y nadie me había visto ese día por el lugar. Seguí haciendo de gaucho apenas un mes más, porque por suerte enseguida me conseguí un trabajito mejor.
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