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Curso monográfico de ictiología emocional

NobleNoble Anónimo s.XI
editado abril 2015 en Negra
Un pequeño relato que escribí la semana pasada.

Está atardeciendo. Por la mira telescópica observo cómo dos ancianos regresan del campo de golf de la residencia a varios metros de distancia de un caddie sobrecargado. El eco lejano de unas risas oxidadas llega hasta mis oídos con el viento tardío, y por un instante la poco profesional tentación disparar los cierres de la hinchada bolsa roza mi entendimiento. Alarmado, busco el origen de tales pensamientos y descubro que estoy tremendamente cabreado. Tengo la pegajosa sensación de haber desperdiciado el día entero, sensación que no es infundada en absoluto. Llevo casi doce horas sentado en un matorral, esperando a que mi presa asomara la cabeza, ya fuera por la terraza o por un breve instante por la ventana de su habitación. No he tenido tanta suerte. De hecho, no he tenido suerte en absoluto.
      Con un bufido me incorporo, no sin antes comprobar mis alrededores, y hago crujir con gusto mis articulaciones entumecidas. Maldigo en voz baja cuando las vértebras del cuello me devuelven una punzada de dolor, aunque no puedo decir que no me lo esperaba. La tortícolis del francotirador es una de las principales razones por las que prefiero evitar la estrategia que, bien por pereza o por olvido, he tenido la mala idea de elegir para este trabajo. Aunque suele valer la pena, tanto por la seguridad que proporciona como el alto índice de éxito, hoy ha sido la excepción, lo que no hace otra cosa que contribuir a mi frustración.
      Mientras desmonto el rifle de precisión que me he tomado la vana molestia de desempolvar para la ocasión, mi mente yerra en lo que no sé sobre mi objetivo. Uno de los gajes de este oficio es que mientras estás de servicio no eres más que una herramienta de la voluntad de tu cliente, y las herramientas no necesitan que se les den explicaciones. El asesino a sueldo debe convertirse en un emisario de la muerte, un intercesor impersonal en asuntos tan apestosamente personales como lo son la venganza y la ambición. Algunas veces es fácil hacerse una idea o incluso accidentalmente sumergirse en el meollo de la cuestión, pero otras veces la opacidad es tal que no hace otra cosa que avivar la curiosidad que los matones como yo, por motivos de supervivencia, no solemos permitirnos el lujo de satisfacer. En esta ocasión dicha tentación es especialmente abrumadora: mi objetivo es una inofensiva octogenaria modélica a la que le gustan el té y la telenovela de las cinco.
      Al margen de lo chocante de las apariencias de mi víctima, un análisis más racional con mi ojo veterano me recuerda que cuanto más viejo es el individuo, más tiempo ha tenido para cabrear a alguien. Y el tipo del teléfono parecía muy cabreado, maníaco, absolutamente ido. Por otro lado, más edad también puede significar cierto bagaje como superviviente, y me pregunto si la anciana ocultará un pasado tan chocante como el hecho de que alguien quiera acortar el ya de por sí escaso tiempo que le queda. Mientras me cargo el saco con el rifle a la espalda y camino de vuelta a mi vehículo mi imaginación vuela hacia fantasías de acrobáticas asesinas enfundadas en cuero o en vestidos ligeros como la seda, imágenes poco plausibles aunque no por ello menos recreativas de mi objetivo en el esplendor de su intrigante juventud.
      Es entonces cuando mis divagaciones, alimentadas por la extrañeza del trabajo como un árbol muerto se deja devorar por las llamas, me devuelven a mi propia juventud, a la primera vez que cometí un asesinato a sueldo. Aquel verano mis vecinos iban a pasarlo en las Canarias, y como no podían llevarse su pez de colores con ellos me encomendaron a mí cuidar de él, no sin cierta retribución de por medio. El pececillo me pareció la cosa más hermosa que había visto en mi corta vida, pero no fue hasta más adelante que supe que el motivo de tal obcecación emanaba directamente del hecho de que no había criatura más inofensiva e indefensa, cuyo destino por unos días estuvo íntegramente en mis manos. Puse su pecera sobre mi mesita de noche, cerca del cabezal de mi cama, y tumbado sobre ella lo miraba durante horas, hasta que la voz de mi madre llamándome a cenar me arrebataba de la apacible hipnosis.
      Pero algo ocurrió. Cada día que pasaba el pececillo se mostraba menos enérgico, como si sus egoístas aletas se hubieran cansado de sostener su cuerpecillo en el agua. Aparté la pecera de la ardiente mirada del sol, cambié su agua por agua del manantial que corría en el patio trasero, incluso le puse algunos de mis juguetes favoritos. Todo fue en vano. El pececillo siempre tenía peor aspecto al día siguiente, y yo cada vez estaba más agitado. Me habían dado la responsabilidad más grande de todas y estaba fracasando miserablemente.
      Al amanecer del quinto día lo encontré flotando sin vida.
      A medida que se acercaba el final del mes, la tristeza se fue convirtiendo poco a poco en vergüenza. Cada noche ensayaba frente al espejo del baño cómo daría a mis vecinos la noticia de que había dejado morir a su mascota, y cada vez era más propenso al tartamudeo y a ser interrumpido por sollozos más sinceros. Recuerdo que cuando llegó el día temido tenía preparada una maleta con las pocas cosas que creía necesarias para mi exilio de la sociedad, entre las cuales se incluían dos bocadillos de atún y mi cojín azul cielo. Desde mi ventana los vi llegar, tan morenos, tan cansados, tan felices. Pronto yo acabaría con su hermosa dicha.
      Al final me armé de valor, no antes de pasar por repetidos derrumbes emocionales, e hice sonar el timbre de la puerta de mis vecinos. Fue la madre quien me abrió y sobre quien descargué mi culpa. Ella me consoló. Y luego me confesó que había adulterado la comida del pez porque era demasiado engorroso cuidar de él, y dobló mi paga para que no le contara nada a mi vecino. Antes de que me diera cuenta me había convertido en un asesino a sueldo.
      Ahora, vestido de electricista, me infiltro en el asilo para matar otro ser inofensivo e indefenso a cambio de un suculento pellizco. Me toco la punta de la gorra para saludar a dos enfermeras que ríen por lo bajo cuando pasan junto a mí y camino rápidamente por el pasillo encerado, contando por el rabillo del ojo las puertas de las habitaciones. Cuando llego a la decimosexta, compruebo rápidamente que no hay nadie a mi retaguardia antes de forzar la cerradura con mi ganzúa eléctrica. En cuanto el pomo cede, entro con fluida premura.
      Al principio, la oscuridad es total. Sigo el sonido de respiración, hasta dar con una silueta tendida en su cama. Mientras me pongo los guantes de cuero su perfume me invade las fosas nasales, olor que por algún motivo revive mis nostálgicos pensamientos.
      Un minuto después se ha acabado todo.
      Enciendo la luz y me siento en la cama con un melancólico bufido. La vieja ni siquiera se ha molestado en luchar. Mi vista se pierde por la habitación, hasta caer sobre una vieja fotografía enmarcada que reposa sobre la mesita de noche junto a una dentadura postiza, en la que, para mi sorpresa, reconozco al niño retratado. Es mi vecino de infancia.

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