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Inventario del naufragio (textos salvados de la inundación)

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Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Memorabilias VIII

    El culo y sus contextos
    Estaba yo con otros jóvenes repartiendo folletos en una ciudad costera, más puntualmente en la calle peatonal de esa ciudad, a escasas dos cuadras de la playa. Era de tarde y muchos turistas ya volvían de allí cargando sus reposeras, heladeritas y sombrillas. Entre la gente pasó una mujer de unos 30 años sin cubrir la parte de abajo de su malla con un pareo, según creo que le llaman a ese pedazo de tela rectangular que se ata a la cintura. Llevaba una bikini tipo tanga o “thong”, o sea que pasó junto a nosotros, literalmente, con el culo al aire. A nadie sorprendió: así se exhibía ella minutos antes en la playa. Pensé que si hubiera hecho lo mismo en cualquier otra ciudad de “tierra adentro”, es decir, si hubiera salido a la calle en ropa interior, la policía la habría detenido por exhibicionismo a los pocos minutos. Y sin embargo era la misma provincia, regida por las mismas leyes. Pero a esta mujer nadie le dijo nada porque estábamos en enero y en una ciudad de veraneo. En fin, que hasta un culo es sopesado por su contexto.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Misteriosos nombres propios

    Esta ciudad anodina, de cuyo nombre no quiero acordarme, a veces se vuelve graciosamente patética con su cartelería pública. Me refiero puntualmente a los nombres de las calles. Todo un tema. Más de una vez me he preguntado quién decide y por qué, homenajear a alguien colocándole su nombre a “una arteria” (cliché médico del periodismo que me encanta, pues repite en el entramado urbano la simbología organicista del cuerpo humano).
    Primera sorpresa: los próceres se repiten. A los más populares (políticos y militares en su gran mayoría) les han regalado más de una calle con su nombre. ¿No se les ocurrió visitar el panteón de artistas o científicos en lugar de repetir las mismas figuritas? ¿Cómo hará un vecino para identificar su vivienda biunívocamente? (Recuerdo que en la década del 90, durante la fiebre de las importaciones, mi jefe compraba artículos de oficina chinos a una importadora capitalina, y en el primer viaje a la ciudad el empleado se dirigió con su camioneta a una calle llamada “Moreno”, tal como indicaba su vieja guía Filcar [la única herramienta por entonces, antes de los GPSs] para descubrir una zona barrial donde difícilmente sus habitantes necesitaran de carpetas bibliorato o agendas de finas tapas plastificadas. Cuando finalmente encontró a la Moreno céntrica, la verdadera y no la copia marginal, se alegró de salir de esa zona con la camioneta intacta, según nos contó minutos después.) La cuestión es que, verbigracia, un viejo líder político, el General Cangallo, milico fascista y maestro de demagogos, tiene tres calles en su honor; y a la inversa, militantes anarquistas (con la dignidad que aquel canalla con charreteras jamás tuvo) como por ejemplo Miguel Arcángel Roscigna, ninguna. Al fin y al cabo esta exacerbación de cartelitos en las esquinas con la palabra “Gral. Cangallo”, más dos cifras que señalan la numeración y una flecha que indica la dirección del tránsito, es parte de las enseñanzas populistas y demagógicas que el propio General les inculcó a sus aún no nacidos seguidores.
    Un caso realmente llamativo es el de un barrio donde las calles cobran nombres sacados de la astronomía: planetas, estrellas, constelaciones, de repente identifican con candor la cuadrícula urbana. Lo sé porque en algún tiempo participé de un cenáculo literario que se reunía en la calle “De la Luna”, nombre por demás de poético y que nos ahorró, a quienes participábamos en el grupo, el esfuerzo creativo de pensar algo más hermoso que el de estar “En la calle de la Luna”. Recuerdo que cuando iba a sus reuniones, cruzaba a pie esas silenciosas calles de tierra cercadas por casas quinta, y pude verificar que a un mismo objeto celeste, el planeta Venus, lo habían homenajeado dos veces, quizá sin darse cuenta: primero como “Venus” y luego como “El Lucero”, calle que interceptaba a la anterior creando un efecto de retorcimiento espacial propio de “La dimensión desconocida”. Siempre me pregunté qué habrá sucedido en alguna oscura oficina municipal para que se diera esto. ¿Habrá llegado un empleado con una enciclopedia de astronomía bajo el brazo, cosa de inspirarse para el bautismo de esas nuevas calles, y les habrá gritado a sus compañeros “miren lo que traje”, mientras alzaba esa base de datos? ¿O habrá habido algún vecino colono, aficionado a la ciencia celeste, que se dio el gusto de nombrar calles a su paso cual dios cosmogónico en plena “semana de la creación”?
    Otro caso que me gustó fue caminando por la calle Patiño. Cierto habitante de esa senda terrosa había pintado la cara de “Bob Patiño” en la puerta de su casa, ignorando como yo al Patiño real, el homenajeado, y lo que pudo haber hecho en su vida para ganarse el nombre de una calle. La cosa es que esas rastas helicoidales del personaje de Groening le daban algo de colorido a esa zona tan mortecina de la localidad (como cualquier otra) y le sacaba una sonrisa al transeúnte.
    También está una de un personaje local, un médico que, según me contó su nieta, atendía gratis a los pobres y les conseguía medicamentos. “Doctor Cardeza” han nombrado a esa calle cortada de apenas 200 metros que desemboca en las vías del ferrocarril.
    Finalmente, y arribando a aquí cerca, a cien metros nomás de donde escribo esto, está la calle “2 de Abril”, que recuerda la patética gesta de Malvinas: fecha de un desembarco de ocupación que liberó a las islas del territorio nacional de otra ocupación, colonialista aquélla, y que a la larga desembocaría en una guerra perdida. Corrupción y desidia de los militares, complicidad de los civiles y muchos soldados jóvenes muertos... ¿Vale la pena recordarlo? Tal vez sí si consideramos que esa calle antes se llamaba Kennedy, y antes Walt Disney... “Aunque usted no lo crea”, diría Jack Palance con voz de doblaje mexicano. ¿Habrá habido en la municipalidad algún funcionario yanquilófilo? ¿Por qué miraban hacia el norte cuando debían rebautizar a esa calle que ahora recuerda a una gesta patria que empezó bien y terminó mal? Misterios del espacio urbano.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Memorabilias IX

    El hombre gastado
    De chico, recuerdo el domingo en que mi vecino me invitó, en el auto de su padre y con su hermano, a pescar en “lo del Viejo Llesca”. Por su terreno, ya en el campo, cruzaba un arroyito bucólico, y el hombre trataba de ganarse unos pesos con esa modesta atracción. Por eso había un cartelito colgado de la tranquera de su ranchito que decía algo así como “Para pasar al río $ 5”. Recuerdo que el padre de mi amigo, que era bastante usurero, le llevó como obsequio una botella de vino tinto nacional, ahorrándose con esta “gentileza” de pagar cuatro “pases”. Unas tres horas después, cuando nos volvíamos, nos bajamos del auto para saludar al viejo, que seguía allí tal como lo vimos cuando llegamos: sentado en una silla de paja, bajo un árbol, inmóvil como un buda telúrico en pleno trance contemplativo del vacío de la llanura. Parco en gestos y palabras, aceptó con una sonrisa mansa nuestra cordialidad. De regreso en el auto, yo, que lo veía por primera vez, comenté algo sobre su condición de inmovilidad, que traducido por un criollista sería “el anciano se confundía con el paisaje”. “Está gastado”, me dijo el padre de mi amigo, y me explicó que así quedaban los hombres de campo, luego de una vida de trabajar a la intemperie en las tareas rurales. “Y así como lo ves, capaz que no tiene más de cincuenta”, me dijo mirándome por el espejito. Yo giré mi cabeza para verlo una última vez por la luneta trasera del auto, mientras atravesábamos la tranquera de entrada: el viejo parecía un muñeco de cera custodiando su propio museo.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    La sonrisa vertical

    De la profusa cartelería pública (gubernamental o particular) que informa, sugiere o amenaza, hay una con una frasecita muy difundida que me resulta particularmente patética. Bancos, comercios, oficinas estatales o clubes deportivos nos quieren advertir ni bien entramos, a nosotros, humildes clientes, contribuyentes o socios, de que estamos siendo observados. No, dear Jean-Jacques, no somos buenos por naturaleza, ellos no confían en nuestra buena fe y por eso nos alertan con un toque de patético humorismo, ni bien pisamos sus señoríos: “Sonría lo estamos filmando”.
    ¿Acaso es un casting? ¿O presuponen que si delinco y el video llega a un noticiero, desearía verme risueño en la televisión nacional, contento de estar haciendo lo que hago? ¿Querrán guardar de mí un registro festivo de mi paso por el local comercial? ¿O nuestras forzadas sonrisas, compiladas y bien editadas, serán parte de la folletería de futuras campañas publicitarias de la empresa? ¿O, más sencillo, me piden que sonría porque el que primero que pensó esa frase, en los albores de los sistemas cerrados de cámaras de seguridad, era un ser tan imbécil y taimado que no se le ocurrió nada más sincero para anunciar la venida de la era del Bigbrotherismo, tal como lo predijo un profeta profano? De allí, parece que fue un simple copiar y pegar.
    Hay otra variante, igual de canalla, pero menos ridícula que la anterior: “Por su seguridad lo estamos filmando”. ¿Y en dónde se juega mi seguridad personal? ¿Qué ganaría yo al evitarse un atraco? Como si una cámara disuadiera a un ladrón de dar el golpe... Mienten otra vez, pero por lo menos evitan el mal gusto de reclamar una sonrisa imbécil. Es el efecto del panóptico benthamiano. La verdad es que uno no ve ninguna cámara, ni cree que ese comercio rasposo pueda comprarse una, y si las ve, le dejan a uno la sensación de que no están filmando, o filman pero no graban. Pero por las dudas... (¿las dudas de qué, si yo no tenía pensado hacer nada malo?). Lo más gracioso es que cuando las imágenes del accionar de las “mecheras” (mujeres robadoras de tiendas minoristas) llega a un noticiero mañanero, el telespectador comprueba que el comerciante pudo filmar a los ladrones pero no pudo evitar ser robado. Sigo sin verle la gracia, más allá de la publicidad gratuita que le hacen al comercio. ¿Les servirá como prueba para el seguro, o al menos para “fichar” las caras de esas señoras con una capacidad admirable para guardarse bajo su pollera y entre los muslos, en un santiamén, cuatro jeans a la vez?
    Yo, como soy escéptico de que muchos de esos carteles tengan un correlato fílmico, más de una vez estuve tentado de bajarme los pantalones y apuntar mis nalgas al ojo eléctrico, allá arriba. Esa, mi sonrisa vertical que les ofrendaría a los comerciantes, ¿no respondería al taimado mensaje de velada amenaza, pero devuelto con un original toque de gracia? (Pues tu panóptico funciona, dear Jeremy, verás que aunque lo pensé nunca me animé a saludarlos de manera tan “vellamente” impúdica.)
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Telegráficas VIII
    Hálitos. De chico me sorprendía que no recordara que yo estaba respirando, que todo el tiempo estaba haciendo algo que me mantenía vivo desde las sombras y no me daba cuenta; pero más me sorprendía verificar que si ese ejercicio se hacía consciente, se volvía incómodo, forzado, como si su mecanismo me recordara de repente por qué yo seguía vivo. Me inquietaba pensar que quizá nunca más lograría olvidarme de eso que, puesto bajo la luz de la consciencia, se volvía insidioso como un alien que desde adentro pulsara los hilos del cuerpo con total impunidad.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Sobre la amistad (una contra apología)

    Acabo de releer un artículo de un escritor al que admiro y he tenido la suerte de tratarlo en persona algunas veces. Habla sobre un amigo suyo, su apellido titula el texto, y ese nombre propio le da pie para explayarse sobre la amistad en abstracto. Un ensayo casualmente parecido al que escribió el inventor del género y de la palabra “ensayo”, Miguelito de la Montaña. Claro que para el autor, que es una persona sensible y bondadosa, los amigos son una necesidad vital: Fabián hace un culto de la amistad y cada tanto lo pone por escrito. Motivado, porque el texto tiene su seducción, se me ocurrió hacer un examen de conciencia (sin cura ni dios) para preguntarme sobre la amistad en mi vida. Y llegué a una conclusión que será antipática para los cultores de la filantropía: yo no tengo amigos. Y no me importa no tenerlos. Lo digo sin pathos, como quien comprueba que está lloviendo.
    Por ejemplo, no me veo con ex compañeros de escuela, pues no tengo nada en común con ellos. Más de una vez me invitaron a reuniones de ex alumnos de esa primera promoción del colegio secundario, pero siempre me negué. ¿Para qué ir, si no encuentro la menor empatía con esos lejanos adolescentes que ahora, más veinte años después, están pelados, arrugadas y llenos de hijos? No sirvo para fingir una cortesía que no siento. Otro ejemplo: Alguien a quien alguna vez consideré mi amigo, viene una vez por mes a mi casa, pero para devolverme en cuotas el dinero que le he prestado. Ahora entiendo que en realidad sólo somos buenos vecinos con varios recuerdos de infancia compartidos, pues si no fuera por este negocio en común no nos veríamos nunca, más allá de algunas palabras cruzadas en la calle, cuando coincidimos por una cuestión de proximidad espacial. En fin, si me remitiera a lo que Goethe llamaba las afinidades electivas, diré que sólo busco relacionarme con personas que tengan conmigo gustos y preocupaciones en común, y he verificado que sólo una persona me interesa ver en esta deprimente ciudad de casi cien mil habitantes de cuyo nombre sigo sin querer acordarme.
    Pienso que en la amistad lo que prima es el sentimiento, la efusión del pathos al que yo trato de escapar como de la peste. Mucho mejor, me digo, es la camaradería. Allí la relación es de interés, un interés que no se oculta ni se disfraza de intenciones candorosas. Al fin y al cabo, la elección de las afinidades tiene que ver con eso, con romper con el determinismo de la familia y del lugar en que nos tocó nacer y crecer, y que no elegimos. “Todos nacen en el mismo mundo pero cada uno se dirige hacia su mundo”, decía no me acuerdo quién, y la elección de los compañeros de ruta es parte de ese acomodo en un mundo que pretendemos a nuestra medida. ¿Por qué fingir que siento empatía por personas o causas que no me significan nada? ¿Para ser “políticamente correcto”? El fingimiento profesional es cosa de políticos, presentadores de tevé o actores. El caer bien es una práctica muy difundida en esta sociedad del aparentar, y yo no tengo alma de zelig. Tengo, en cambio, intereses, preocupaciones, proyectos, y sé que con algunas pocas personas (inteligentes y sensatas) que compartan estas búsquedas podré establecer asociaciones de mutuo beneficio. Nada más. Sin patetismos sentimentaloides ni aspavientos pasionales. Colaboración con quienes pueden beneficiarnos (y verse beneficiados) en algún tramo de nuestra navegación. Y si el compañero o uno mismo cambia en sus búsquedas, irremediablemente nos alejaremos, sin resentimientos ni nostalgias. Apáticamente, que para “muestras de dolor y congoja” ya están las telenovelas mexicanas y la prensa sensacionalista.
    Terminaré con una anécdota. Dije más arriba que en este pueblucho de cotillón en el que vivo había alguien al que sí tenía ganas de ver. Como yo, Hernán tiene (y comparte) preocupaciones de escritor. Él, a diferencia de mí, terminó la carrera de Letras, y es el único en muchos kilómetros a la redonda con quien se puede hablar en serio sobre literatura. Desde hace un tiempo que nos conocemos y cada tanto nos mandamos textos vía correo electrónico en un cruce de críticas a la vieja usanza, esa colaboración ya perdida del “si me leés te leo”. Bueno, los inéditos con sus comentarios de vez en cuando van y vienen por la red de redes. Hasta que un día de la semana pasada me dije “tengo ganas de pasar a saludar a Hernán, hace como dos años que no nos vemos y vivimos a ocho cuadras de distancia”. Y esa misma noche de sábado, cuando saqué a pasear a la perrita de mi madre, encaré hacia su casa. Le toqué el timbre y lo sorprendí con mi inesperada visita. Hablamos largo y tendido hasta las cuatro de la madrugada, con él y con su esposa, mientras que la caniche de mi madre jugaba con la de su hijita. Intercambiamos opiniones sobre libros, cine, pintura, el budismo, el mercado editorial, la política nacional, los ideales y zonas aledañas. Opinamos y juzgamos sin voluntad de convencer al otro sobre nada, con sinceridad y respeto. En fin, tuve un impulso de ver a Hernán, alguien a quien no considero un amigo (pues ya he dicho que me resisto a esa categoría), sino un compañero de ruta en este, parafraseando a Paul Groussac, viaje intelectual. El hábitat de los libros es, ya lo sabemos, un páramo bastante solitario. Él es una persona sensata e inteligente, y con eso me basta. Nunca lloraremos abrazados, ni nos trenzaremos a las piñas, si es que estas muestras de patetismo conforman la galería de gestos de la amistad; pero a cambio seguiremos ejercitando el pensamiento. Así concibo las relaciones humanas, con esta saludable apatía, una distancia emocional y sentimental que me mantiene a salvo del insufrible pathos que infesta un Occidente signado por La Pasión de la Cruz. Y perdón si herí susceptibilidades.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Hermenéutica del transporte público: dos divagaciones

    Viajo en tren. Un tren que cruza las vastas llanuras suburbanas de Sudacaland. Miro por la ventanilla y, aunque está oscura, no es “midnight”; hago cálculos y compruebo que tarda una hora y veinte minutos para hacer 35 kilómetros: es obvio que tampoco es “express”. Pero a diferencia de las cárceles turcas uno aquí adentro está menos tranquilo: están las frenadas, está el portaequipajes que se sacude sobre la cabeza, está el punguista de cada vagón, está el seductor olor a marihuana que llega desde el “coche furgón”, y están los tres grandes accidentes (con varios muertos) que ocurrieron en los últimos años.
    Y es gracioso, porque una nueva campaña gubernamental anti consumo de drogas se ha desperdigado como un virus en forma de cartelitos que con apodíctica humildad afirman “Droga: la salida es posible”. Y para producir un mejor efecto de contigüidad semántica, en brillante decisión (como si los hubiera asesorado el hijo ilegítimo de Charles Pierce), los han pegado encima de las puertas del tren. No creo que los funcionarios públicos que lideraron esta campaña se hayan subido alguna vez al tren en horario pico, ni en ningún horario para ser sinceros, salvo para las fotos de rigor de las inauguraciones. Pero si alguna vez lo hacen notarán que esa búsqueda ¿indicial? de sugerir que de la droga puede salirse tan fácil como de un tren, no es nada obvia. He aquí mi “experiencia de campo”: cuando el apretujamiento de los cuerpos en el pasillo del vagón llega a niveles de compresión que reíte de la escena de los hermanos Marx dentro del camarote del barco, entonces bajarse de esa compactadora de almas no es nada fácil. Uno reempuja tratando de filtrarse por entre los cuerpos, ya olvidado de todo recato cívico: la estación de destino se aproxima y aún nadamos en un mar de carne a mitad del pasillo. Si la estación no es multitudinaria (donde decenas de cuerpos saldrán eyectados hacia afuera por la presión de los mismos pasajeros), a veces es mejor esperar a la próxima y tomarse un tren de regreso. Nunca he consumido drogas ni he tenido problemas de adicciones de ningún tipo, pero supongo que salirse de ellas será un poco más complicado que lo que creen en el Ministerio de salud: no tan fácil como salir por una puerta, más bien algo incómodo (sudor, roces, codazos, pisotones) como bajarse de un tren en horario pico.
    Segunda divagación. Desde el accidente más grave producido en la línea del ferrocarril en el que viajo, hará casi un año, con casi 100 muertes, y tal vez como inconsciente chivo expiatorio, a este gobierno corrupto se le ocurrió liberar los molinetes, supongo que para compensar de alguna manera el nivel de malestar que hay en los usuarios por el pésimo servicio y la tragedia caliente en la memoria a corto plazo. Así que han desaparecido los “chanchos” que controlan los boletos, han liberado los molinetes y cerrado las ventanillas de las boleterías. Por más que uno quiera pagar, está obligado a viajar gratis. El pasajero sube al tren sin su boleto, se sienta y puede ver los carteles que aún subsisten, adheridos a las paredes, y que con vocación paranoica informan: “Evite multas. Por viajar sin pasaje: $ 12, por estación vencida: $ 8”. Y el desprevenido interpretador de los signos urbanos no sabe qué pensar. Así estamos.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Telegráficas IX
    Duda. ¿Me pregunto por qué, cuando se hace referencia a un intelectual o artista de origen judío, se le remarca su condición religiosa/racial antes que su nacionalidad, y no pasa lo mismo con otras religiones/razas? ¿Por qué es el poeta “judeo español” Rafael Cansinos Assens, y no se dice el poeta “cristiano alemán” o “ario alemán” Reiner María Rilke, por dar un ejemplo? ¿Hay algo que me pierdo en esta distinción? ¿O será un leve resabio de antisemitismo?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    La imaginación al poder

    Me asomo por la ventana al sol de este domingo, el primero del otoño. Las temperaturas bajaron diez grados de un día para el otro y ahora es agradable buscar la luz de la mañana, cuando hasta antes de ayer se le escapaba. Me quedo mirando el edificio abandonado que a unos cien metros de donde vivo domina las alturas, entre casas bajas. Está así desde hace dos décadas, tiene doce pisos y, con puertas y ventanas, su terminación quedó paralizada por fallas en sus fundamentos. (Como el de tantas vanguardias estéticas, otro “grund” que fracasa antes de habitarse.) Sobre la terraza, revoloteando entre las antenas y los platos parabólicos, hay dos chajás (chauna torquata), aves carroñeras que en la calma de los domingos se acercan a la ciudad. Su tamaño impresiona allá arriba, pero más llamativa es la escenografía que se ve de fondo.
    Esta torre abandonada ha sido visitada en los últimos años por varias oleadas de grafiteros. Chicos y chicas que con su mochila al hombro salen a la noche a pintar sus mensajes. Alguno habrá mirado hacia arriba y habrá pensado que las paredes de ese edificio inútil podían ser un buen lienzo para sus expresiones. Desde entonces se pueden divisar en la altura toda clase de frases o letras sueltas, como “LAO”, “FULL” o “BMX”. Quizás sean códigos que identifican al autor entre sus pares, ya que esas palabras nada significan para el común de los habitantes. Llegan hasta el edificio entrando por sus fondos, para eso cruzan el pulmón de la manzana. Yo los he visto trepar la reja de un gimnasio abandonado (es una manzana bastante devastada por la recesión) y caminar sobre el techo de chapas de cinc hasta dar con la medianera del edificio. No me lamento por la destrucción pública, me lamento por la falta de ideas. Tienen todo desde lo material: el tiempo, la plata para los aerosoles, la mochila y la ropa, la tranquilidad para colarse en una propiedad privada sin que los arresten aunque haya una comisaría a 50 metros, y hasta la temeridad inconsciente propia de la edad para escalar una torre a medio terminar y colgarse del vacío, a unos 40 metros de altura, para grafitear una pared entera. Lo que no tienen, me temo, es algo que decir.
    Decía que con tantos riesgos tomados, con tanta audacia y temeridad, y teniendo a disposición una pared-cartel a semejante altura que se divisa desde muchas cuadras a la redonda, era una lástima que estos chicos no tuvieran algo sustancioso para comunicar. Ya que estropean el espacio público, qué bueno decir algo ¿no? Se me ocurre, no sé, “Dios ha muerto, somo libres” o “No vayas a votar”... Pero esta generación parece haber olvidado el poder transformador que tiene la palabra unida a la rebeldía. Esas letras gigantes, escritas en mayúsculas, no significan nada. Nada de nada. Pareciera más importante el hacerse ver, el gesto exhibicionista de decirle a sus amigos “yo me subí hasta acá” que el mensaje en sí. ¿Ni ideología, ni creencias, ni deseos de cambiar el mundo? ¿Aunque más no sea una frase hecha del mayo francés, del Che Guevara o del imaginario anarquista? ¿Alguna consigna provocadora del punk rock? ¿Nada de nada?
    Nada de nada. Es un poco triste comprobar que esa yunta de chajás, que vuela en círculos entre los platos parabólicos, sea el mayor atractivo que tiene la torre abandonada esta mañana de domingo.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Memorabilias X

    Rito mañanero
    Alguna vez hubo en la casa de mi niñez un canario roller o flauta, que costó caro pero que garantizaría un canto de calidad para el hogar y a toda hora. Fue una ocurrencia mía: pasé por la veterinaria, los vi en un jaulón, exhibidos en la vereda, fascinando con sus trinos a los que pasaban por allí, y volví corriendo a casa a pedir plata para comprar uno. Mi madre, que me daba todos los gustos, dejó que trajera un canario de raza cantora. Yo les garantizaba trinos al por mayor. Fue un completo fiasco, el avechucho naranja no decía ni pío. Quise volver a la veterinaria a reclamar un cambio, pero en casa me disuadieron. (Tal vez fue mi primera traición de consumidor.) A los pocos días un tío que pasó de visita y se enteró de la anécdota por boca de la abuela, me dijo que a los canarios se los podía entrenar en el canto frotando un corcho humedecido contra el vidrio de una botella. Y a ese rito me aboqué un rato todas las mañanas con renovadas esperanzas, junto a la jaula que pendía de un clavo en la pared medianera del patio. Mi despreocupado aprendiz nunca cantó, y al mes deseché la atávica teoría de mi tío y me olvidé del pájaro.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Huellas

    Tengo una biblioteca modesta: según el catálogo que mantengo en mi computadora desde casi el principio, se está acercando a los 800 volúmenes. Yo me encargo de mantenerla a raya, ya que por falta de espacio en mi única habitación (que es hoy todo mi hogar) no puedo añadir nuevos anaqueles. Entonces debo desprenderme de aquellos libros que (creo, y a veces me arrepiento) ya no me interesarán más, apuesta por cierto arriesgada la de proyectar a largo plazo el lector que ya no seré. Esto evidencia una realidad: canjeo libros, desde hace años, en dos o tres librerías de “usados” de la Capital. Cada tres meses, más o menos, emprendo un viaje de 50 kilómetros en tren, más otro de 8 en ómnibus (dos horas y media en total, con suerte), que me dejan cerca de esas librerías donde compro, vendo, canjeo (y a veces también robo) libros usados. (Ah, y regalo: más de una vez me he “olvidado” entre los anaqueles mis propias ediciones de autor.) Con este proceder me ahorro unos mangos y me desprendo de textos que (supongo) ya no releeré, además de hacerle lugar en mis anaqueles a los recién llegados que, en términos operativos de lectura, me tienen esperanzado o ansioso.
    Pero lo que quería contar viene a continuación, porque el mercado de los libros usados ha hecho que mi reducida biblioteca personal esté conformada, diré en un 70 por ciento (cómo me gusta la precisión de las estadísticas) de libros que han tenido otros dueños. Y rastrear esas huellas que a veces aparecen me da una pista de los lectores que transitaron sus páginas. “Por acá anduvo gente”, diría un humorista de la radio local que además es un hombre culto. Y yo siento exactamente eso: que abro un diálogo con los anteriores lectores, conversación que a veces es más intensa que la que se espera entablar con el autor. He aquí algunas reacciones.
    Con los subrayados me incomodo, pues jamás le encontré sentido a marcar libros de ficción. Más aún cuando es un subrayado grosero, que en el descuido de la mano que lo trazó se le tira encima al texto y, en vez de resaltarlo, pareciera querer tacharlo. Con los comentarios al margen la cosa se pone más interesante, porque condicionan la lectura (la mía y la de su anterior propietario en una hipotética relectura), y allí sí, ante esas notas manuscritas me demoro con deleite en sus desciframientos, primero el de la caligrafía, luego el de la interpretación del sentido. De estos ejemplares, los profusamente anotados, hasta he llegado a encontrar, prolijamente ensobrado en la cara interna de la contratapa, una ficha con el resumen del libro y su valoración tipeados a máquina, como acostumbran a hacer los bibliotecarios. Tales volúmenes representan la apoteosis de los lectores con espíritu de críticos literarios (Barthes: “Un crítico es un lector que escribe [y publica] sus lecturas”) dentro de la geografía heredada de mi bibloteca.
    Otras especies halladas: la de los libros con su “ex libris” estampado en la portada con un sellito muy monono, coquetería que yo jamás le hubiese infringido a mis libros (salvo los que tuve la desfachatez de publicar, claro). Muchos he comprado con el sello azul de “Ejemplar sin cargo, prohibida su venta”, regalo de la editorial que algún periodista o crítico prefirió canjear por billetes luego de la consabida reseña bibliográfica. Y, finalmente, y tal vez lo más valioso para un coleccionista (no es mi caso), retengo dos volúmenes con dedicatoria y firma manuscrita de su autor. Qué malicia, pensé al descubrirlo: el escritor le ofrenda a este conocido (tal vez un amigo) una de sus criaturas y el malagradecido se lo vende... Recuerdo que en alguna tertulia me crucé la escritora de uno de estos dos libros dedicados (no a mí), y estuve a punto de contárselo, con nombre y apellido, pero para qué buchonear, o acaso qué lector no ha hecho sus maldades.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Creatividad del homo faber

    Me estaba bañando y el tren volvió a darme en qué pensar (y escribir, que a veces es lo mismo). Me explico. Vivo a cien metros de la estación del ramal ferroviario que a traviesa esta localidad de cuyo nombre sigo sin querer acordarme, y por ello, esté en la habitación que esté, si escucho la potente bocina de las locomotoras que se anuncian al llegar o partir, no puedo dejar de calcular, por ejemplo: “es el de las 15:47 rumbo a... que pasa 20 minutos tarde”, o “es el de las 9:19 hacia... que por fin pasa en horario”.
    Pero ahora, en el ahora del encierro del baño, escucho una bocina especial: es la del maquinista que toca "ta tarara ta", como cuando Carlitos Balá, en su programa, golpeaba la puerta, pero sin el griterío de fondo de los chicos que en el estudio del viejo Canal 7 y ante este estímulo del humorista, le respondían a coro "¡Balá!". Hacía rato que no escuchaba a este muchacho (supongo) del sindicato de la Fraternidad que tiene la particularidad de hacer su trabajo de una manera propia, por eso me es reconocible aunque nunca lo haya visto. Y mientras seguía con la ducha (este ejercicio higiénico es un lugar de silencio y reposo ideal para pensar) me acordé de esa escena de “Tiempos modernos” en donde Charlotte trabaja de sereno en un centro comercial y cumple con sus rondas no caminando, sino sobre patines: a un trabajo rutinario, él le ponía la creatividad de hacerlo sobre ruedas, y así volvía original lo que hubiese sido monótono y repetitivo.
    Claro, Chaplin había leído a Marx y sabía que el trabajo mecanizado, con su rutina implacable, aliena las mentes y oscurece los corazones. Y pensaba que este maquinista (nebulosos como suelen viajar, encerrados tras las cabinas bien enrejadas) estaba haciendo lo mismo que Carlitos: se diferenciaba de sus compañeros, y se volvía único, especial, gracias al solo ejercicio de tocar la bocina de su locomotora de una manera distinta, con esa musiquita que rompe la monotonía de la pampa y que a mí me recuerda las tardes frente al televisor con Carlitos Balá que incitaba a los nenitos que tenían la suerte de verlo allí mismo, en el estudio, a responderle con un ensordecedor "¡Balá!".
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Memorabilias XI

    Arquetipo onírico
    Hace mucho soñé con un mar de un verde tan intenso como jamás vi en la realidad. Ya no recuerdo el color, sólo el hecho de haber soñado con él. El último verano pasé por un pueblito costero bautizado como “aguas verdes” y, aunque sabía que el color del mar es el mismo en toda la costa bonaerense, tan cercana a las barrosas aguas del río de la plata, igualmente me desvié de la ruta y bajé hasta la playa para ver la realidad. Un color muerto flotando en un agua mustia. Ni remedo de lo que viví en mi sueño, aunque ya no lo recuerde. Esa tonalidad de verde, única y perdida para siempre entre los flujos de mi memoria.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    ¿Un suicidio espectacular?

    “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”, reza una de las tesis de Guy Debord en su ya clásico “La sociedad del espectáculo”. Del ser al tener, y del tener al parecer. Es cierto, me digo: saco cuentas y en la última semana he hablado con apenas tres personas “cara a cara”; al resto las traté “virtualmente”. Pero fue otra cosa lo que me hizo recordar el film de Debord (el libro no lo leí). Quien antes de la era de las cámaras públicas decidía quitarse la vida, lo hacía con recato, con pudor, casi pidiendo disculpas por molestar. Por eso elegía la intimidad de algún cuarto de hotel o la desolación del campo. Y quienes veían su cadáver eran los policías, bomberos o empleados de la morgue que acudían al hecho estrictamente policial. No había show, no había morbo.
    De noche, tarde, veo en un programa de “investigación” periodística un compilado de accidentes tomados por las cámaras públicas. Algunas son personas desprevenidas, más atentas a su teléfono celular que a la locomotora que se les viene encima. Pero los suicidios son otra cosa. Hay uno en particular que me sacude la modorra.
    La cámara, en ángulo picado desde la altura de un poste de iluminación, enfoca la periferia de un paso a nivel suburbano. El escenario está vacío: se ven las vías y la estructura de tubos de metal pintada de rojo que con un breve recoveco alinea a los peatones y los predispone a cruzar el paso a nivel cual vaquita en el matadero. De repente, saliendo de detrás de un tapialcito, en donde estaba escondido, un muchacho aparece, corre y se planta en medio de las vías. Se para frente a la locomotora con las piernas y los brazos abiertos, como un cristo hollywoodense. La cámara fija lo capta de cuerpo entero, en el centro de la escena. Todo dura un segundo o dos: el cuerpo desaparece de cámara por la derecha, arrastrado por la vieja locomotora a diesel. Sin solución de continuidad, el show sigue con otros malogrados protagonistas de la crónica policial.
    Eso que vi me sacudió: el golpe de efecto que se logra con su aparición intempestiva, con su pose de mártir exhibicionista, con el parachoques de la locomotora que lo barre como a una mosca, es terrible. ¿El joven sabía que allí había una cámara? ¿Su muerte voluntaria fue un último gesto para la sociedad del espectáculo? ¿En su fiebre autodestructiva, el joven habrá calculado llegar a la tevé abierta, inmolarse para ser visto por miles de espectadores anónimos como yo? ¿Una postrera performance para este reality donde jueces oscuros, desde sus casas, puntúan una ristra de condenados a muerte en tiempo real?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Espectadores y expectativas

    Nunca antes habíamos tenido todo el arte a disposición como ahora: internet es el Aladino de los antojos ilimitados, del empacho de los ojos hasta decir basta (pero jamás decimos basta): nos permite consumir todo lo que queramos con sólo pedir. Ejemplos recientes: leyendo un artículo sobre Benjamin el comentador nombra al pintor Hopper y su famoso cuadro, “Trasnochadores”. Se me ocurre ponerlo como papel tapiz de la notebook, en cuestión de segundos la pintura cubre el fondo de mi pantalla. Un comentario al pasar sobre Robbe-grillet en una columna literaria me pone a la búsqueda de su última novela: consigo el pdf en francés y en español, y en la búsqueda me entero (wikipedia mediante) que el mayor difusor del “noveau roman” también se dedicó al cine: dicho y hecho, tecnología “torrent” mediante, me bajo dos películas de su producción. Reveo una película de los hermanos Marx donde Harpo interpreta pasajes de la rapsodia húngara nro. 2 de Liszt, quiero escucharla completa, así que froto la lámpara y en minutos tengo la música saliendo por los auriculares. Y si se trata de húngaros, gracias a esta delantera futbolera que forman “banda ancha-torrent-kickass” pude ver los primeros films de Miklos Jancsó, esos que los canales de cable, concentrados en la difusión de la basura hollywoodense, jamás pero jamás pasarán... Y todo esto en pocas horas. Soy el espectador insaciable, el deseador de la ilimitada industria de “bienes culturales”.
    Espectador: “Del latín ‘spectator, spectatoris’, que significa el que tiene el hábito de mirar y observar, también el que ha contemplado algo y puede servir de testigo y todo aquel apreciador crítico de algo”. Spectare: contemplar, aguardar.
    Apreciador crítico, aguardar... Esto me lleva a un anécdota. Año 2003, sábado a medianoche. Hacía yo la cola en el lujoso lobby de un complejo de cines emplazado en el también lujoso barrio de la Recoleta, frente al muy chic cementerio homónimo que guarda los huesitos de muchos famosos, como corresponde a la zona. Me había decidido a ver la primera versión fílmica de El señor de los anillos, que por esos días se estrenaba en el país. Recuerdo que miles de pavotes se habían plegado a la moda “Tolkien” por el fenómeno de Hollywood, y eso ya me incomodaba, porque yo era un lector de la primera hora del filólogo medievalista. La película me decepcionó, tanto que ni siquiera me molesté en ver sus secuelas. Pero lo que quería sacar a colación era este incidente: formaba yo parte de la fila multitudinaria para sacar los boletos, cola que hacía varios zigzags, entre un senderito construido por cordones del mismo color que la alfombra, y bajaba al amplio hall del primer piso del shopping center. Yo me ubicaba en las escaleras, a mitad de camino de las ventanillas, parado en un escalón. Temí que no quedaran localidades y consulté a una pareja que, delante de mí, aguardaban abrazados. “¿Qué película vienen a ver?”, les pregunté. “Cualquiera”, me respondieron casi al unísono. Me quedé helado, mirándolos. Pues así era: para ellos se trataba de “ir al cine”, no de un director, un elenco o un género. No: ellos iban al cine sin más. Debían pasar un sábado a la noche allí adentro. ¿Y si allá adelante emitían sólo bodrios yanquis, hubiesen entrado igual? Al parecer sí. Porque se trataba de “ir al cine”, de consumir. El fenómeno estético no importaba. No aguardaban nada, eran contempladores puros del fenómeno “ir al cine”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Telegráficas X
    Revelaciones. Borges hablando sobre su maestro Macedonio Fernández: “En un traspatio de la calle Sarandí, nos dijo una tarde que si él pudiera ir al campo y tenderse al mediodía en la tierra y cerrar los ojos y comprender, distrayéndose de las circunstancias que nos distraen, podría resolver inmediatamente el enigma del universo. No sé sí esa felicidad le fue deparada, pero sin duda la entrevió”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado mayo 2015
    Inmortales papeles póstumos

    Me entero, por el azar de la red, que el año pasado publicaron el tercer volumen de los “Papeles de trabajo” de Juan José Saer, extraídos, según su viuda, de los casi 20 cuadernos de notas que el autor dejó en su archivo personal al momento de morir en París, en 2005. Hay una reseña muy completa, que me demoro en leer. A primera vista me emociona la foto entrañable que incluye la edición de Seix Barral en su tapa: el “turco” aparece de pie, tomando mate, junto a uno de sus maestros y amigos, el poeta entrerriano Juanele Ortiz, hombre que encarnó como pocos a la poesía como forma de vida. También hay otra imagen que reproduce la reseña del suplemento, en donde Juani posa de pie, al borde de una ruta, junto al cartel de vialidad que indica “Serodino 1”, es decir, que está a un kilómetro de distancia de su pueblo natal. Esto me resulta muy significativo, pues la obra de Saer, tan atenta a la aristotélica noción de unidad de lugar, y a pesar de haber vivido en París sus últimos 37 años de vida, nunca salió de esa zona emblemática de referencia que es el litoral santafecino.
    Adentrándome en la reseña de este matutino porteño no puedo dejar de pensar en los libros póstumos, en esa contradictoria combinación de textos que su autor no incluyó en ningún libro, pero que sin embargo arrastró consigo a lo largo de su vida sin decidirse a destruirlos. Algo así ha hecho la viuda de Borges, reeditando tres libros de juventud que el propio Borges había expurgado de las obras completas que publicó en vida, en 1974. Hay una aclaración en el prólogo del propio Borges que no deja dudas: dice que no reedita esos tres títulos porque prefiere que queden en el olvido. Y sin embargo, a la representante legal de una de las obras más emblemáticas del siglo XX eso no bastó para reeditar los pecados de juventud que el poeta rioplatense prefería olvidar.
    Pero volviendo a Saer, uno de los mejores prosistas del siglo XX en lengua española, la cosa se vuelve más difícil si tenemos en cuenta que él definió su propia voz, sin dudas, a partir de la novela Cicatrices, publicada a sus 32 años de edad. Por eso algunos de los poemas de juventud incluidos en este tercer volumen me resultan tan desubicados, más aún viniendo de un escritor que durante toda su vida demostró tener un gran control sobre su escritura: jamás publicó de más, y tan es así que cuesta encontrar colaboraciones cuyos textos no se incorporen con eficacia a su proyecto estético global. Del primer volumen editado, en cambio, hay textos interesantísimos, pues está compuesto por reflexiones teóricas que Juani fue haciendo durante las largas gestaciones de sus libros. Al lector que escribe y que está atento a la cocina de la escritura, y más aún viniendo de un verdadero estilista, muchas reflexiones y reelaboraciones de sus manuscritos, hasta llegar a la forma que publicó, puede resultarle interesante. Yo extraje para uno de mis futuros libros (si es que eso alguna vez sucede) este fragmento para usarlo como epígrafe:

    “Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto. Mecerme en el equilibrio infrecuente y perecedero de la mano que va deslizándose de izquierda a derecha, oyendo los rasguidos de la pluma sobre la hoja del cuaderno, victorioso por haber comprendido por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de todo saber, liberado de toda exigencia de estructura, de estilo o de calidad, y lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí –la voz del mundo y de cada uno que resuena a través de mí en la noche apacible.” (11/2/75)

    Me lo llevé porque en esas reflexiones descubrí cierta pulsión de todo narrador de verdad, la de “estar escribiendo”, la de habitar la geografía de la escritura como una segunda naturaleza, la de estar “en el lenguaje” porque sí, porque no se puede no escribir. Hay una pulsión irresistible que lleva a escribir casi como un acto fisiológico, yo lo he sentido muchas veces, y en ese fragmento de su diario está expresada tal percepción con maestría.
    Pero este tercer volumen, salido de un continuo trabajo arqueológico sobre sus notas manuscritas que casualmente dirige un estudioso de su obra (Sergio Delgado) que fue su amigo y a quien Saer incluye dentro de su galería de personajes en su novela póstuma (La Grande, 2006, que releo por tercer vez y puedo ver sobre mi mesita de luz) con el nombre de Pinocho Soldi, publica poemas de la primera juventud de escritor, cuando éste escribía bajo la influencia de su comprovinciano, el poeta José Pedroni. Aquí se puede ver bien la inutilidad de querer publicarlo todo: Pedroni adhería a una estética coloquialista y sencillista distante a miles de años luz de la del Saer maduro, quien admiraba a Faulkner y era amigo de Robbe-Grillet. He aquí una simple comparación. Leo de sus textos de juventud estos versos recientemente publicados: "Congratulo al crepúsculo, a la tibia paloma,/ al río, porque canta con su múltiple boca,/ al ombú y a la loma". Y los pongo al lado de un poema de “El arte de narrar”, el único libro de versos que Saer quiso publicar en vida: “¡Pobre Petrus Borel! Con la señora pitufar y todo, / se hundió en el cielo estrellado. El Licántropo / comió desde dentro el pan de la poesía hasta las migas / porque vino a llenar, en la opinión de Carlos, / el lugar de los lobos. Ahora su nombre / no es más que un tambor metálico que resuena temblando / un segundo después de redoblar.”
    Por eso me pregunto qué valor podría tener para su obra, tan sólida, tan solidaria entre sí con cada uno de sus libros, tan, en definitiva, “obra” en sentido pleno de la palabra, publicar estos poemas imitativos de juventud de un Saer que todavía no era él. Me parece que el riesgo de querer publicarlo todo es doble cuando la excavación arqueológica se practica sobre los yacimientos dejados por un experimentador y estilista tan seguro de lo que hacía. Saer era muy cuidadoso con lo que publicaba, sus borradores convivían con él durante años hasta que se decidía a darlo a la imprenta. De eso pueden dar fue, casualmente, sus manuscritos híper corregidos, saturados de notas al margen que reproducen estos “papeles de trabajo” a modo ilustrativo. Pero claro, uno vuelve a preguntarse: enfermo, sintiéndose que se moría, por qué no los destruyó, a sabiendas de lo que hacen las viudas y los críticos con los papeles abandonados.
    En fin, preguntas abiertas que dejan los grandes artistas, pues confirman su condición: aún muertos siguen dando que hablar.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Telegráficas XI
    Numerología. Cuenta Nabokov: «Una vez me comentó un editor que cada escritor lleva grabado un número, que es el número exacto de páginas que será el máximo de todo libro que escriba. El mío, lo recuerdo, era 385.» Graciosa cuantificación de la literatura (no recuerdo quién dijo que para un hombre de negocios, el Quijote no era más que una combinación de papel y tinta) que sólo a un editor se le podría ocurrir. Si yo tuviera que calcular el mío, no pasaría de una cifra, pues soy un rehén del fragmento, un eyaculador precoz de la literatura. Pero tal vez esta última metáfora sea muy vulgar para alguien con veleidades de hombre “léido”. Mejor la borro y me quedo con la primera, “un rehén del fragmento”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    La parte que dice el todo

    (¿el recuerdo sobre una anécdota, o la anécdota sobre un recuerdo?)
    Me gusta la gente que resume sus intervenciones a partir de un detalle mínimo. No quieren dar clase ni aleccionarnos; eligen una anécdota y la cuentan como quien ve llover, y lo no dicho queda a cargo del interlocutor. Esa cifra que engloba toda una experiencia, es a la vez iluminadora del todo y ahorradora de palabras. Pienso en Benjamin, que buscaba en las sobras de la sociedad de consumo la explicación del espíritu de época burgués. O en Borges, maestro miniaturista que en relatos de treinta líneas resignificaba toda una tradición. O en el Che, que redactaba su diario a partir de un hecho minúsculo que justificaba la entrada y los hechos de la jornada.
    Recuerdo que hace unos años me reunía con un ex profesor que tuve de una ex carrera que cursé (soy un abandonador profesional de carreras de estudio. Parafraseando a Macedonio, “busco en mi mente algo en que no haya fracasado, como para que el lector vea que en mi vida hay variedad”) junto a otros colegas de él, para cruzar lecturas y analizar textos o films. En uno de esos encuentros, Susana, profesora en Historia, nos contó sobre su viaje a Cuba junto con su marido. Y todo lo que dijo fue que, paseando por La Habana, fueron asaltados a punta de pistola por un joven. Remarcó que la pistola era antiquísima, “como si la hubiera robado del museo de la revolución”. Cuando volvieron a la casa en la que se hospedaban, se lo contaron a la dueña. La mujer estuvo a punto de descomponerse de la sorpresa y la indignación. Les pidió perdón en nombre de los cubanos, les aseguró que como compatriotas del Che que ellos eran, la afrenta que habían recibido al ser asaltados era doble.
    A mí me pareció magistral. Esta mujer nos resumió la realidad cubana de hoy en dos personas (de dos generaciones bien distintas) y en dos escenas. No hizo falta estadísticas ni nos aburrió con análisis sesudos sobre lo que vivió. (Sí, ya sé, la experiencia subjetiva nada prueba, pero es que ni esta profesora ni yo queremos demostrar nada, sólo mostrar.) En un joven de la isla de la revolución que roba a dos turistas, y en una mujer mayor que recibe ese robo como una vergüenza nacional, está simbolizada gran parte de la realidad de esa isla contradictoria y fascinante. Ella y su marido, claro, podrían haber elegido paraísos menos problemáticos de por ahí, como Saint Martin, o las Bahamas, pero en Cuba también buscaban una mística y no sólo playas paradisíacas.
    En fin, que no es arte sencillo el de encontrar y condensar lo mucho no dicho en una (aparentemente) simple anécdota de pocas líneas. Esa tarde, en una casa de Castelar, yo tuve una pincelada magnífica del delicado arte de la narración oral.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    La cajita feliz
    Entro en una remota sucursal de provincia de la famosa cadena de hamburgueserías. Son las siete de la mañana, recién abrieron al público y con un café y dos medialunas pienso llenar parte de las dos horas que faltan para que los comercios empiecen a abrir. He llegado a esta ciudad en el tren de las cinco y media, el primero del día, y desde las seis que estaba haciendo tiempo sentado en la plaza, frente a la majestuosa basílica neo gótica que es centro de peregrinaciones. Estamos sobre el solsticio de verano y por suerte a esta hora ya ha amanecido. Hasta la plaza llega una brisa matutina que arrastra el olor del río cercano y que, a pesar de que estoy sin dormir, me transmite una sensación de bienestar, ahí sentado en un banco de cemento, con el sol en la cara.
    Pero lo que quiero contar viene después de eso. A media cuadra está el MacDuck, estratégicamente emplazado para los turistas; y allá voy, porque las confiterías a las siete aún siguen cerradas (hábitos de pueblo) y yo necesito una dosis urgente de cafeína para que la perspectiva de la larga jornada no me desmoralice antes de comenzar. En la fachada, un signo de la globalización: sus arcos dorados uniformando las ciudades del mundo. Pero esto no es París, estoy en un triste pueblo de provincia. Me acerco al mostrador y hago la cola, me llega la esperable “promo” de “por dos pesos más tenés...” dicha por uno de estos adolescentes que explotan con fervor en cada sucursal. Digo que sí y le sumo al vaso una dosis extra del excitador natural. Salgo del mostrador con mi bandejita y agarro a la pasada el periódico nacional que dejan ahí para los clientes. Elijo una mesa lo más apartada posible, pero no muy cerca de la puerta de calle pues el camión recolector de la basura aún no ha pasado y una montaña de bolsas de consorcio negras se apilan en la exigua vereda y casi tapa medio frente vidriado del local.
    Es un diario de formato sábana, el único que, como gesto de tradición, supongo, sigue viniendo en estas dimensiones tan difíciles de desplegar sobre una mesita. Paso enseguida las esperables novedades del ambiente político local, lo mismo con las noticias internacionales hasta que llego al suplemento cultural. Hoy es el día de la semana que sale, he tenido suerte, me digo. Es el único rincón de la publicación donde puede aparecer algo interesante para recortar y guardar, y vale la pena detenerse más allá del título y la bajada. Encuentro algo realmente interesante: han sacado un adelanto del libro póstumo de un escritor que admiro. Me entero que el autor venía narrando sus sueños desde hacía varias décadas, calculando publicarlo algún día. Casualmente, yo estoy haciendo con los míos algo muy similar: cuando recuerdo un sueño interesante por lo imaginativo, lo narro enseguida, antes de olvidarlo (dormido soy más creativo que despierto). Y resulta que “el testamento de la niebla” (tal su poética traducción literal del inglés) estaba planeando algo parecido. Se murió sin verlo publicado, pero por suerte sus herederos encontraron la carpeta y corrieron a la editorial con “el primer póstumo de papá”. (Todavía estarán revolviendo su archivo personal, sopesando si vale la pena publicarle sus poemitas de los cinco años o sus notas dejadas a la mucama.) Lo cierto es que ahí, a cuatro columnas, como perlas entre el barro de la intrascendencia de las noticias, han reproducido dos relatos que son a la vez dos sueños.
    Me encapsulo en la arquitectura de las frases, me olvido de mí mismo, de mis circunstancias, de que estoy ahí, sentado, leyendo en medio de extraños que entran y salen; me fundo con el texto. Me he encerrado en mi íntima cajita feliz. Por unos minutos soy pura textualidad, como un alter ego en un foro virtual. Del ensueño de esa prosa magnífica me saca una de las empleadas del lugar que con la cafetera en la mano me pregunta si no quiero más café (más que por cortesía, lo hacen para no tirar lo que queda antes de preparar nuevo). Le digo que sí y termino el relato del segundo sueño.
    Estoy tentando de guardarme la reseña y los inéditos. Es, definitivamente, para mi hemeroteca personal de recortes. Pero tengo el superyó muy alto y temo que me reconvengan si me ven cortando la página con el borde la mesa. A todo esto me han venido ganas, como decía mi abuela por discreción, de “mover el vientre” (el típico morning crap). Entonces ya no lo pienso más: separo el suplemento cultural, me lo enrollo debajo del brazo y camino hacia los baños, que están en el primer piso y al fondo, como en todos los locales. Mientras subo las escaleras me cruzo con la supervisora (tiene unos pocos años más que el resto de los chicos) que se me queda mirando. Yo le sonrío y le digo, a la pasada, “ya sé que no falta papel higiénico, es para entretenerme” y levanto un poco el rollo de papel que traigo bajo el brazo. Empujo la puerta que dice Caballeros (adentro no hay nadie) y me encierro en un cubículo. Es cierto lo que dije: en los baños de esta cadena de comida chatarra nunca falta papel en los boxes, ni jabón o toallas en el lavabo, y por lo general están limpios y huelen bien. Y además, lo dejan a uno “hacer uso de las instalaciones” sin reclamarle una consumición, algo que las confiterías deniegan. Me siento en la taza y mientras realizo el trámite escatológico también concreto el intelectual: recorto con cuidado la reseña del “testamento de la niebla”, y hasta me queda tiempo para terminar de hojear el suplemento, del que sustraigo una entrevista y otra reseña. Antes de salir del baño, me aseguro de guardarme los recortes, prolijamente dobladitos, en el bolsillo de la camisa. De regreso a mi mesa reintegro los restos del suplemento al periódico, que sigue ahí, y salgo a la calle. A todo esto se han hecho las ocho y media, y en un rato más ya podré arrancar con mi lista de obligaciones (el tan molesto “nec-ocio”), mucho menos atractivas por cierto que la que me deparó, oh paradoja de los tiempos livianos, la hamburguesería cosmopolita.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Parodias institucionales

    “Vamos subiendo la cuesta que, arriba, / mi calle se vistió de fiesta” dice Serrat en una canción tan karaokeada como bella. Por estos lares, ese sentimiento de genuino festejo se ha desmantelado en una parodia de fiesta que el Gobierno, en su disfrazado afán populista, restableció con cuatro días de feriado en febrero. Lo llaman carnaval, pero ni remedo es de lo que alguna vez fue con los negros esclavos en la época de la colonia. En realidad, este feriado interminable es un incentivo más para que recaude la industria del turismo interno, como ese baypass gástrico llamado “feriado puente”.
    La verdad más cruda es que este país no tiene espíritu carnavalesco. Ni por asomo y por más resucitación cardiopulmonar que se le haga a la geografía patria. Yo diría que el argentino (o más puntualmente, el porteño de Buenos Aires) se parece al personaje que él mismo se creó desde las orillas peligrosas de la ciudad, como los facones que llevaban bajo el sobaco: este país se parece al tango, ese pensamiento triste que se baila, tal como lo definió su mejor poeta.
    Yo vivo en una ciudad al margen del margen, y por eso me parece que es más triste que la tristeza. Pero este domingo escucho bombos a la distancia, y para distraerme un rato del embole y el calor, me acerco a ver, cual cotorritas pegándose contra el farol. Desde lejos se nota: es un carnaval que nadie se lo cree. Sobre la calle principal desfilan unas murgas amateurs compuestas por chicos de los barrios. Y los que los miran pasar, aplaudiendo desde el cordón de la vereda, son sus familiares que tal vez vieron a sus vástagos ensayar todo el año para desfilar estos cien metros. También están, en minoría, los vecinos que como yo no saben qué catzo hacer con tanto tiempo regalado de gusto. Los bombos y redoblantes suenan, los pasistas se esmeran enfundados en sus trajes pagados por el clientelismo político. La municipalidad ha puesto lucecitas de colores y ha invertido en un animador que, micrófono en mano, desde un podio insta a los androides a que ejerzan la alegría que el señor intendente no les negó, pues les legó. Sí: la calle pareciera esta noche vestida de fiesta, como dice el catalán, pero por más que el discurso institucional nos inste a que nos divirtamos, no hay voluntad... Ni siquiera una cuesta que subir en esta anodina llanura, chata como nuestro espíritu báquico.
    Dolina, personaje radial, decía que a él le gustaban los carnavales organizados en una curva, cosa de mantener la ilusión de que el festejo es posible, hasta doblar la esquina y verificar la misma obsecuente desidia. El efecto que consiguen es contraproducente: los agentes de la Matrix canjean el traje negro por galeras y lentejuelas y salen a la calle. Al ritmo de la percusión alzan a los zombies por los brazos y los sacuden entre gritos de algarabía, pues hay que institucionalizar la diversión... Sí, el gobierno no escatima los suministros de pan y circo para todos; pero lo único que consiguen es que la gente que no puede escaparse hasta la costa (la mayoría) deba atravesar un embole depresivo de tarde de domingo pero multiplicado por cuatro.
    Empecé la divagación con una cita, terminaré con otra, esa tan karaokeada de Marx que dice que la historia primero se da como tragedia y luego como parodia. El carnaval primero fue la diversión efímera de los esclavos, hoy es la parodia de una festividad que nunca existió.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Sacralidades

    Hace unos años, revisaba yo una mesa de saldos de un cambalache de pueblo que también vendía libros viejos. Sacaban a la vereda pilas de ejemplares destartalados, y le ponían un cartelón que se dejaba leer desde lejos: $ 5. Parecía que los comerciantes mucho no sabían de literatura, porque a veces saldaban a autores interesantes. Había que ir con tiempo y ensuciarse las manos jugando el juego de desenterrar el tesoro. Noté que a muchos de los transeúntes que pasaban por esa calle céntrica lo que los atraía a la mesa, más que la mercancía, era el irrisorio precio de venta. Tal vez así fue como se acercó un muchacho que pasaba, se paró a mi lado y empezó a revolver esa mezcolanza de literatura, historietas, revistas técnicas y manuales de escuela. Algo le comentó a una mujer que estaba con él, presumiblemente su madre. Ella le dijo, mirando las pilas desordenadas, “sí, hay mucho interesante, pero yo no sé nada”. Cuando escuché eso, reprimí las ganas de intervenir para decirle “señora, es literatura, no hay nada que saber. Deje que le cuenten una historia”. Pero me guardé el comentario, tal vez por pulsiones atávicas que me llegaban de la niñez, cuando mis padres me instaban a no hablar con extraños.
    Charlando con un ex compañero del profesorado de lengua (él sí terminó la carrera y hoy es docente en escuelas de nivel secundario, yo en cambio sigo incólume en mi meta de loser, una de cuyas facetas es la de “abandonador profesional de carreras”) le comenté esta anécdota. Y después le pregunté por qué creía él que a la literatura la gente no letrada la miraba de lejos, con temor reverencial, y la abandonaba con el mayor de los respetos. Por qué se ha instalado esa idea de que es necesario cierto saber técnico o erudito para leer literatura, como si Quevedo (por citar un autor ya elevado en el pedestal del canon) hubiera escrito El Buscón pensando en doctores de la Academia. Pero, en cambio, argumentaba yo ante Damián, ese mismo prejuicio no existía en el cine: nadie, antes de ir a ver la última película de, digamos, Wody Allen, creía que debería ponerse a estudiar la filmografía del neoyorquino, conocer en profundidad su simbología, sus características formales con que ha elaborado sus films, y después sí, con esa sapiencia, ya preparado, entraba en la sala. No, le decía a mi ex compañero de estudios, en el cine la gente iba al cine a que le cuenten una historia; si les gustaba se quedaban hasta el final, si no, se paraban y se iban. Pero nadie se arrodillaba ante un film, como sí pasaba con el objeto libro. ¿En qué se falló para que la literatura se haya alejado así de la gente?
    Y Damián me hizo ver que eso que se llama “literatura” era materia de enseñanza del sistema educativo estatal desde su misma creación. Y que el cine (aún, por suerte) no se les enseñaba teóricamente a los chicos. Es decir: no se los forzaba a ver películas, sí a leer libros. Es cierto, me dije, en su misión no de educar, sino de domesticar (desactivar creatividad, imaginación, talento) la escuela ha logrado levantarle un altar a la literatura que la distancie de “los que no saben”. Y desde bien temprano, como parte del “plan de estudios”, en las escuelas se les inculca a los chicos a reverenciar a los libros desde lejos, porque, aunque la ficción no se proponga nada más (ni nada menos) que entretener contando una historia bien escrita, el libro es algo sólo apto para “gente sabida”.
    Concluyo que el Poder ha neutralizado a la literatura con ese otro mecanismo de censura, mucho más sutil que la vulgar y lisa prohibición, y que es la sacralización.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Telegráficas XII
    Incomunicados. En el frontis de la modesta iglesia de mi pueblo (a la que no he vuelto a entrar desde la última vez que me obligaron a hacerlo, cuando la ceremonia de colación de la escuela secundaria), hay una inscripción que reza “Hic domus Dei est”, o sea, “esta es la casa de dios”. Me pregunto cuántos de los que pasan por ahí (entren o no al templo) y la lean, distraídamente, podrán descifrar esas palabras escritas en una lengua muerta hace ya muchos siglos. Por lo visto, el tradicionalismo a veces pasa por un gesto de altanera incomunicación.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Música de ambiente

    Todo se dispara, inevitablemente, con la vida cotidiana. Lo que lleva a la anécdota. Lo que lleva a escribir. Pues bien, esto me pasó hoy mismo, en una incursión a la desmesurada megalópolis capitalina. Caminaba por una calle que desconocía (Gascón, creo) del barrio de Almagro. El azar me llevó hasta las inmediaciones de una peluquería, y yo tenía planes de hacerme cortar el pelo. Me detuve y miré con disimulo, desde la vereda de enfrente, a través de la vidriera. El lugar parecía una cueva, típica peluquería “de viejo” pero mal mantenida. El peluquero, solitario, hacía juego con el abandono de su comercio: un sesentón, le calculé, gordo y mal alineado leía sentado en uno de los sillones de la mini sala de espera, de frente a la luz natural. Serían alrededor de las cuatro de la tarde, y se veía que el hombre se aburría en la tarde porteña esperando clientes. El aspecto general del lugar, digamos que no me transmitía confianza. Pero para una rapada con la máquina rasuradora no es necesario una habilidad especial. En fin, que me dije “un trámite menos del viaje”, y entré.
    El tipo me saludó con corrección y buenos modales. Me senté en el sillón señorial, de esos aparatosos que ya no abundan en las peluquerías modernas (que ahora se llaman “salones de belleza” y están atendidos por “estilistas”), y dejé que me atara la capa de tela con mucha parsimonia. Cuando al fin terminó de ajustármela alrededor del cuello, se quedó mirándome por el espejo. Le hice un único y simple pedido: “Rasúreme con la medida número dos”. Después, a falta de otra vista, me deprimí mirando, en el reflejo autobiográfico, las entradas incipientes y la coronilla que ya empieza a hacer sombra. Éramos, claro, dos perfectos extraños, como suele ocurrir con los clientes en una transacción comercial. Él trabajaba y yo lo miraba en silencio orbitarme. Vi que sobre la repisa de debajo del espejo estaba, abierto boca abajo, donde él había interrumpido su lectura cuando yo aparecí, el libro con el que mataba el tiempo. Trataba sobre la historia del pueblo romano, en esos formatos de bolsillo típicos de las ediciones de divulgación de mediados del siglo pasado. También noté que por encima del murmullo de la rasuradora eléctrica se escuchaba música clásica. Ahí, a un costado, había uno de esos reproductores de compact discs con radio apoyado sobre una mesita. Supuse que sintonizaría alguna emisora de FM de ésas dedicadas exclusivamente a este género musical. Finalmente rompí el silencio. Señalando apenas con un índice que saqué de abajo de la capa, le pregunté qué le gustaba. Me dijo que lo más “moderno” era Debussy, o sea, deduje para mí, que era un tradicionalista al cuadrado. Yo le comenté los méritos de los compositores del siglo XX y me preparé para su esperable objeción: el dodecafonismo. No, le aclaré, ya de pie, sacudiéndome con un cepillo los pelos de mi ropa, Schoenberg no, es tremendamente aburrido. Prokofiev, Shostakovich, Malher. Estuve por nombrar a Bartok, pero me contuve: supuse que sería demasiado para su conservadurismo musical. Reconoció que se los debía.
    Le pagué y antes de salir le agradecí que hubiera pasado ese rato en una peluquería con música clásica de fondo. Ya no se ven cosas así, le comenté. Y qué importaba que ese ambiente depresivo oliera a humedad (pensé pero no dije). Él aceptó mi gesto con una sonrisa de entendimiento. Y me fui, siguiendo el rastro de la estación del cercano ferrocarril oeste que me trajera de regreso a un suburbio de la provincia. No nos presentamos, pues ni eso es necesario para una transacción comercial peluquero-cliente. Sin embargo, creo que en unos pocos minutos, charlando desinteresadamente, opinando, sin pretensiones de sapiencia ni deseos de convencer al otro, pudimos sentirnos cercanos por esa música ambiente que nos rodeaba. ¿No fue ésta una prueba en miniatura de lo que se llama “civilización”?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Payasadas teledirigidas
    Pobre los payasos de profesión, que alegraban a los chicos por dos pesos y andaban de acá para allá con sus circos trashumantes. Qué culpa tienen ellos de estos giles que salen por tevé. Las convenciones marketineras para hacer programas paracieran haber llegado hasta los rincones menos esperados: los así llamados “culturales”. El mandato es único: Hay que ser divertido, pavear, actuar, hacerse el payaso todo el tiempo, porque si no el televidente se aburre. Parten de la presmisa, claro, de que el conocimiento, el saber, en fin, lo libresco, son cosas tediosas que hay que pasar “de contrabando”, como el jarabe para la tos con gusto a frutilla.
    Trasnochado, hago zapping, y de repente lo veo a Sasturain, escritor él, disfrazado de detective. Está en un set que supone ser su oficina de investigador privado, y dialoga con su secretaria (más tarada que él) sobre un supuesto “caso literario” a resolver. Lo que le da pie para, acto seguido, ir a entrevistar a escritores locales vinculados con la novela negra. Aparece Piglia, promotor de una famosa colección de los sesentas, que trata de seguirle a su colega el juego de la actuación, pero se lo nota incómodo.
    O sea que toda esa puesta en escena se había montado para hablar de la literatura policial, pero de manera “divertida”. ¿Quedará alguien que no se rebaje a hacer el ridículo frente a una cámara? Me acuerdo de eso que el pedagogo Jaim Etcheverry llamaba la “escuela divertida”, que forma parte de “la sociedad divertida”: prohibido ponerse serio, reflexivo, pensativo, todo tiene que ser “pum para arriba” diría un conductor de tevé que llegó tan lejos con su plan de estupidización que hoy los sociólogos en chancletas hablan de “tinellización”. Y esa mentalidad había llegado a la pedagogía educativa en la forma del “docente divertido”: frente a sus alumnos debía hacer de payaso para que los chicos le presten atención. Hay que reírse, ser un histriónico que vive todo el día súper excitado, hay que estar “jodón” siempre. La introspección no vende, eso es evidente. A esa ola parece haberse subido Sasturain en este programa de literatura que sale al aire por la televisión abierta en el horario “cultural” de las doce de la noche. De él apenas he leído un cuento que tengo en una antología, pero al verlo así, apayasado, se me han ido todas las ganas que tenía de conseguir sus novelas. Automáticamente lo encasillo en la categoría de “viejo boludo”. Gordo, pelado y con barba, sin disfrazarse ya daba el perfil de un caricaturesco “Papá Noel”. ¿Es que ya no alcanzan los programas con un conductor sentado detrás de una mesa, que charla con invitados sobre libros? Como si los verdaderos lectores necesitaran que le monten este circo...
    Recordé un programa que hacía el difunto librero y poeta (en este orden de importancia) H. Yanover. Encerrado en su librería de la avenida Las Heras, el viejito caminaba por entre los anaqueles con una cámara que lo seguía, y cada tanto se detenía para comentar algún libro, leyendo fragmentos, intercalando sus anécdotas de décadas en el ambiente. Don Héctor conseguía en ese programa (La librería en su casa) una sensación de intimidad muy seductora: a veces, detrás de él, la cámara dejaba ver la calle, los autos, la gente pasando por ahí, ya de noche, la vida capitalina que seguía con su rutina, mientras él (con la librería cerrada) le recitaba a sus telespectadores algún poema con voz cansina. Era él mismo, sin tener que actuar ni vestirse de nada, sin guiones ni extras. Don Héctor deambulaba por su librería mostrando libros, hablándole a cara limpia a la cámara, de espaldas al murmullo de la calle.
    En fin, pareciera ser que la farandulización de la realidad no tiene límite, karaokeando una canción de los setenta, diría que es un “monstruo grande y pisa fuerte” toda una tradición cultural que valoraba el esfuerzo, el ejercicio concienzudo de pensar y estudiar, como parte del mérito.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Memorabilias XIII
    Prestigios
    Cuando acompañábamos a la abuela al médico, lo más difícil era superar el tedio de la espera. Nunca supe por qué, pero el turno invariablemente venía atrasado, veinte minutos, media hora... ¿De qué servía llegar puntual? ¿El médico no podía hacer turnos más extensos? La cuestión era que, en la sala de espera, solos o con otros pacientes y la secretaria, el tiempo no pasaba nunca. Y había que portarse bien, quedarse quietito, sentado en una butaca como un nieto obediente. Entonces con mi hermano nos entreteníamos contando los cuadritos con los diplomas que los galenos, sin excepción, exhibían de manera ostentosa en la sala de espera. Las cuatro paredes estaban repletas de diplomas enmarcados, detrás de un vidrio, dando fe de los más variados cursos y posgrados que el especialista, oculto dentro del consultorio como una vedette que se hace desear, casi que le enrostraba en la cara a sus pacientes. Siempre me incomodaron los muchos gestos de pleitesía que las viejas solían prodigarle a cualquier tipo que llevara puesto un guardapolvo blanco, como si fueran sanadores más allá del común de los mortales y no un científico que aplicaba un saber. Pero todos esos diplomas, ahí, cubriendo las paredes, parecían querer intimidar a los pacientes ni bien llegaban, como haciéndolos sentir un poco culpables de estar enfermos.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    El escribidor a contramano

    César Aira es un personaje singular dentro del contexto de la narrativa latinoamericana de hoy. Recién ahora empieza a ser visible, después de décadas. Decir de él, como de Gómez de la Serna, que es un escritor “prolífico”, ya es decir poco, porque hasta ese calificativo le queda chico. Más de 90 libros en sesenta y tantos de años. Aunque él, en las poquísimas entrevistas que ha dado fuera de su país, insiste en que escribe poco (“una página por día”) pero luego aclara que escribe todos los días y que, a la corta o a la larga, termina publicando todo lo que escribe. Ya es sabido: cada tres meses manda un borrador a alguna editorial. Siguiendo el principio de uno de sus maestros, Osvaldo Lamborghini, que reza “primero publicar, después escribir”, Aira ha hecho trizas la idea de “corpus literario”.
    Yo he tenido una relación tormentosa con el mitificador del barrio de Flores: la primera novela que leí de él me pareció que tenía el peor remate de la historia de la literatura: inverosímil, forzado, ridículo, berreta... Hizo falta algún tiempo para que entendiera que Aira arruinaba sus novelas a propósito, como parte de su, si se me permite la expresión, política estética. Él ha dicho que no sabe cerrar sus libros, que se aburre, que quiere terminarlo de una vez y empezar otro; pero que como además tiene el prurito balzaciano de querer darle un cierre “decimonónico” a sus historias, entonces las remata así, con el primer exabrupto que se le ocurre, pegándole un cachetazo al efecto de verosimilitud. Y aparecen los delirios aireanos, que ya son muy conocidos en el ambiente. Recién entonces pude seguir leyéndolo. Es cierto, de sus casi cien títulos, hay algunos decididamente malos, y en el afán del autor por querer publicarlo todo, esos libros diluyen un poco el efecto de los buenos. He aquí una idea fuerte: lo bueno y lo malo, lo publicable y lo tirable, el nivel “esperable” de un artista “reconocido”. Yo veo acá una primera provocación a estas nociones tan aferradas a la idea de “obra”.
    Recuerdo una frase de Borges, que podría resumirse así: “Escribir lo necesario, romper mucho y publicar poco”. Es, en el fondo, una idea bien burguesa. Hay que cuidar la obra, hay que ser cauto, hay que mantener el nivel estético. Aira quiere que lo lean, repite que es uno de los pocos escritores que disfruta mucho escribiendo (al contrario de los que cada diez años publican algo para renovar, dice él, el “carnet de escritor”) y en el fondo sigue el consejo que alguna vez le dio Unamuno a uno de sus lectores: “Usted publique y deje que sea el lector el que seleccione”. Aira es, en el fondo, una máquina de escribir, no puede refrenar sus pulsiones narrativas. No corrige. No da entrevistas. No hace presentaciones de sus libros. Pero escribe y publica. Escribe y escribe. Publica y publica. Ésta es otra lección que yo debería aprender: no perder el tiempo paveando en las tertulias literarias. Mejor encerrarse a escribir. La sociabilidad en la literatura es una buena excusa, ahora me doy cuenta, para no enfrentar la página en blanco. A don César pareciera importarle un corno la idea burguesa de lo “estéticamente bien acabado” y pareciera cagarse en la “sociabilidad literaria”, en ese “hacerse ver” que facilitaría el poder publicar.
    Y ahora debería comentar otro de los buenos atributos del césar de Flores: le manda inéditos a quien se lo pida, no importa que sea una editorial menos que chica, de subsistencia, unipersonal, de ésas que duran lo que duran las revistas literarias. Él mismo lo dice: muchas editoriales de Buenos Aires se inauguran con un libro mío. Aunque sea un cuento de treinta páginas, él algo le manda a quien se lo pida. Y se desentiende del proceso de edición: deja que el editor haga lo que quiera con sus borradores, pues él ya estará compenetrado en la escritura de otro libro. Yo no conozco a ningún otro escritor conocido que tenga semejante gesto de generosidad. Hay delirios aireanos para todo el mundo, su prolificidad es parejamente pródiga a la hora de repartir, de dar. Otro gesto anti burgués para aplaudir.
    Sólo entendiendo estas estrategias estéticas, por decirlo así, se pueden entender sus libros arruinados (y diré que es una lástima: crea ambientes verosímiles, para personajes palpables, desarrolla una trama coherente, pero en las últimas treinta páginas, ¡paf!, echa todo a perder cerrando la historia con alguno de sus delirios inesperados), su desmesura a la hora de publicar, sus libros que mejor haber perdido... Y su inmensa gentileza para con los editores noveles. Por eso hoy lo aprecio, porque puedo entender cuál es su juego, su política.
    (Aún tiene teléfono de línea, y está en la guía. Tengo la dirección de su casa, tal vez algún día me baje en la estación Flores del ferrocarril del oeste, me llegue hasta la avenida Bonorino y le toque timbre. No por cholulismo, sino para conocer en persona a ese tipo tímido, anteojos de “culo de botella” y sonrisa pueril que no para de contar historias.)
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Ciencia ficción x 3

    Tres noticias de los otros mundos (posibles o hipotéticos), me han alegrado la semana. Y me han dado alimento para la imaginación (es que me pasan tan pocas cosas interesantes...). Pasen y vean. Creer o reventar.
    La primera: me entero que en pocas semanas llegará al ex planeta (ahora “planeta enano”) Plutón la sonda robótica de la NASA bautizada como “New Horizons”. Después de un viaje de nueve años, la nave no tripulada orbitará este helado mundo de los suburbios del sistema solar, sus satélites conocidos y algunos otros cuerpos celestes de esa zona limítrofe conocida como el cinturón de Kuiper, donde habitan los “objetos transneptunianos”, hoy por hoy los más prometedores de este rincón cercano de la galaxia. Me fascinan los mundos desconocidos, y aunque la misión no lleve ninguna sonda de descenso sobre la superficie misma del planeta, las fotografías que se tomen en el acercamiento me tienen ansioso como un chico.
    La segunda: por recomendación de un amigo veo una película de ciencia ficción estrenada hace poco. Se trata de colonizar nuevos mundos para escaparle a la hambruna que se viene en éste. Y hacen falta exploradores. Descubren un agujero de gusano cerca de Saturno, salvoconducto que lleva a los astronautas directo al sistema solar de una estrella distante. Allí exploran mundos vírgenes, donde el tiempo avanza con mucha mayor velocidad que en la tierra: una hora allí equivale a nueve años de vida terrestre. El primer planeta es de agua, atravesado por inmensas olas que vistas a la distancia parecen montañas. El segundo planeta es de hielo, con sus estribaciones blancas y grises atravesando la superficie (rompí el hechizo quedándome hasta el final de los créditos: informaban que las escenas se habían filmado en las escarpadas regiones de Islandia). Las recreaciones son muy estimulantes, y el giro que se le da al argumento (el viaje a través de ese hipotético atajo espacio-temporal que son los agujeros de gusano) es una vuelta de tuerca ingeniosa para postular un viaje interplanetario de grandes distancias, ya que en un futuro cercano aún careceremos de tecnología adecuada para cruzar las inconmensurables extensiones del universo (que sigue expandiéndose). El film no deja de ser un producto de Hollywood, quiero decir, con su inevitable cuota de patetismo y escenas lacrimosas para ejercitar el vicio del sensiblero, pero los efectos especiales que recrean esos mundos imaginarios han puesto al alicaído cine de ciencia ficción en un primer plano como hace tiempo yo no veía. Ah, y otro dato a su favor: a la hora de explicar los fenómenos de la física en el espacio profundo, no se ahorran datos técnicos.
    La tercera: ayer a la mañana me llegó a casa por correo una carta de mi ex banco, una corporación que si bien lleva el nombre de una ciudad española, hoy es un poderoso gigante multinacional. Durante más de quince años, desde antes incluso que lo compraran estos capitales trasnacionales, soporté los manoseos del banco, hasta que me cansé. Por eso me llamó la atención que me mandaran una carta, ya que es esperable que no les importe en lo más mínimo perder a un cliente-insecto como yo. Y vean por dónde. La misiva me informaba que yo debía pasar a cobrar (¡no a pagar! ¡a cobrar!) una indemnización. Cierta ONG de defensa del consumidor los había obligado a devolverle a miles de ex clientes un porcentaje de lo que les habían cobrado indebidamente como parte de los gastos de mantenimiento de sus cuentas. Tuve que leerla varias veces para creerlo. ¿Existía aún algún David que pudiera doblegar a semejante Goliat en este páramo agreste llamado capitalismo financiero? Que una organización pública haya conseguido, en nombre de ese oxímoron de fantasía llamado “defensa del consumidor”, forzar a un poderosísimo monstruo de la banca mundial a pagarle a perejiles como nosotros un resarcimiento en metálico por sus abusos, eso sí que es ciencia ficción. Esta mañana fui (con la certeza de que entraba por última vez, por lo menos a una sucursal de este banco) e hice dos monumentales colas: una para llegar hasta la mesa de entrada, donde un empleado me hizo la liquidación, más otra cola para llegar hasta el cajero. Casi dos horas para cobrar 655 pesos (que para ser el 20% de devolución mensual en casi 15 años, me pareció poco, pero bue... vinieron de arriba). Como tantas veces, esa espera demencial de horas, en una fila que se mueve muy lento para llegar a una de las dos cajas, me hubiera parecido (otra vez) el fracaso más patente de la raza humana. Pero esta vez no: esta mañana, con las circunstancias frescas en mi cabeza (a saber, que mi incursión a la cueva de ese pulpo insaciable del capitalismo financiero era la última, y que además venía a cobrar) me entretuve observando ese mundo tan extraño. Ahí estaba el empleado de la seguridad privada, en sus múltiples esfuerzos por agilizar una cola que, viniendo desde el fondo, en el primer piso, casi salía a la calle. Ahí estaban las caras de los que a diario deben padecer esas esperas, con sus uniformes de trabajo, con sus hijos colgándoles de la mano, embolados por el aburrimiento. En un momento la cola ascendió al primer piso, y desde la altura, parado en un escalón, tuve una visión panorámica de esa sucursal terrestre del planeta rojo, con sus dos especies en evidente separación: empleados y clientes. Cuando llegué a la caja, la empleada me pasó un documento donde yo aceptaba las condiciones de pago (y juraba no reclamar nunca más nada), y mientras los llenaba con mis datos le dije a través del blíndex de seguridad “milagro: una vez ganamos nosotros”. La mujer se sonrió y cabeceó, pero no dijo nada: una cámara, colgada ahí arriba, filmaba la película de nuestras vidas segundo a segundo.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Aprendizajes de escribidor

    Para quienes como yo tuvimos (y tenemos) pocas experiencias vitales fuertes, y además necesitamos estímulos para escribir, los escritos de otros y la imaginación son las plegarias diarias de nuestro credo. Por eso, me animaría a decir que mis lecturas van en dos direcciones: una hedonista, la otra funcional. Leo porque algunos libros (algunos autores) me causan un gran placer (y un lector hedonista no debería buscarle más excusas para su afición); pero también leo operativamente, quiero decir, busco aquellos registros que se aproximen a lo que estoy escribiendo para sacar ideas, empaparme del tono, saber lo que ya se escribió, conocer más a fondo las posibilidades del registro, incluso para conocer cómo violentar las reglas del género. Las huellas han quedado en mi biblioteca: cuando escribía un diario (de escritor, se entiende, de esos que se planean para publicarse) incursioné en muchos textos autobiográficos: diarios, memorias, autobiografías... Desde aquí, donde estoy sentado, más allá de la pantalla de la notebook, puedo ver algunos lomos en los anaqueles: La viuda de Dostoievski, Tolstoi, Casanova, Gombrowicz, Kafka, Mann... Marcas de lecturas, de proyectos... Aprendizajes que han quedado como marcas en los libros que conservo.
    Y a propósito de esta segunda intención de lectura que he mencionado, hay en el abordaje de un libro de alguien que se propone escribir y lo hace (evito puntillosamente la palabra “escritor”) una manifiesta pretensión formal en su praxis: este lector “con el lápiz en la mano” quiere saber cómo está hecho eso en lo que se sumerge. Y de esto quería hablar, porque lo he pensado bastante últimamente. Un racionalista-neurótico como quien aquí escribe necesita orden, previsión, cálculo para moverse en la selva imprevisible de la escritura: quiere saber hacia dónde va lo que está haciendo, en otras palabras: busca un procedimiento. Y el procedimiento de querer conocerle las entrañas a las cosas lleva a una actitud peligrosa, pues desmantela todo texto que se propone a sí mismo como esencia: mitos de fundación, escrituras “sagradas”, declaraciones hechas desde un hipotético “tiempo cero” de la lengua... Y el lector-escribidor va a esos registros armado de una ganzúa, quiere conocerle las hilachas al revés de esas tramas que se auto postulan como de una sola cara.
    Pero volviendo a los textos literarios, que son los que me interesan, y pensando en esta segunda intencionalidad operativa de la que hablaba, diré que hay dos tipos de autores: los estilistas que priorizan la forma, y los que sólo se proponen contar una historia sin (al parecer) tener un estilo ni jugar con el lenguaje. (Sé que hago mal con esta otra clasificación reduccionista, pero ya he comentado mi enfermedad racional-neurótica, y necesito ordenar para mejor pensar.) Dentro de la primera categoría nombraría (perdón que sólo nombre argentinos, pero es de lo que más conozco) a Juan José Saer, Ricardo Piglia, Marín Kohan, Marcelo Cohen, claro que a Borges... De la segunda, los que se concentran en el fondo: Soriano, Juan Forn, Bioy Casares, Saccomano... Poner en primer plano el registro lingüístico, u “ocultar la cámara” dejando que la historia sea la protagonista. La literatura vuelta hacia sí misma o inclinada hacia afuera. En definitiva: escritores no escribibles o escritores escribibles. Claro que los primeros que nombré son mejores escritores que los segundos, pero a veces se aprende más de los buenos (aunque no grandes) artistas. Yo, escribidor sin talento ni otras cualidades destacables, he aprendido mucho más de los “contadores de historias” que de los experimentadores (aunque estos también cuentan historias). Si debiera escribir como Saer, uno de los mejores narradores de la lengua española, me sentiría, como dicen los chicos, “en el horno” antes de intentarlo. La perfección apabulla. En cambio, leo una novela del gordo Soriano y pienso “capaz que puedo”. Es obvio: si uno apenas puede hacer 2 + 2, mejor ni intentar hacer 2 al cuadrado. Intentarlo, a sabiendas del fracaso que nos reservan nuestras propias limitaciones, sería desilusionarse una vez más, y ya son muchos sopapos para un mismo ego...
    Como decía un manual que alguna vez leí, antes de tener estilo hay que aprender a escribir. Bueno, como lector-escribidor yo me pienso aún dentro de este proceso. Pero el tiempo pasa y uno quiere salir a la cancha. Es mejor no ilusionarse con lo que no se tiene ni se puede desarrollar: el talento. Mejor concentrarse en lo que sí, con mucha práctica, puede adquirirse: la técnica. Y llegar a contar historias llanas, ágiles, entretenidas, en ese “estilo que parece no tener estilo”, bueno, no es poco mérito tampoco. Aunque la experimentación con las formas sea un objetivo inalcanzable para las carencias propias, como he dicho, es preferible “2 + 2” a nada.
    Por otro lado, para muchos la sencillez es un punto de llegada, no de partida. Esta postura también es atendible. No hay que desilusionarse: de tanta prueba y error, algo (un alguito), luego de tirar lo tirable, tal vez quede de todo lo producido. ¿Pero qué otra persona más ilusionada puede haber que aquélla que, sin la más mínima expectativa de ser publicado ni tenido en cuenta, todos los días, dos veces por día, contra todos los pronósticos y sus muchas limitaciones, lleva a cabo la quijotada de sentarse frente a la página en blanco y volver a intentarlo?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Guardianes

    Siempre me intrigó qué buscaba una persona común y corriente escribiendo un diario. Digo, alguien que no escribe más que para llevar un registro de sus pensamientos y hechos de la vida cotidiana, ¿qué espera encontrar, con los años, al revisitar esos manuscritos? (Dijo Ciorán: “Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación”). Ayer estaba en el balcón, entretenido con el trajinar de los demás, cuando vi pasar caminando por la vereda de enfrente a una ex compañera de la escuela primaria, aunque sólo formalmente (y haciendo un gran esfuerzo de imaginación) esa mujer gruesa y un poco zombi era la niña Flavia que compartía conmigo un pupitre doble en el colegio parroquial. Recordé de golpe esa tarde en que, aprovechando el descuido de un recreo, con otros dos chicos nos escabullimos en el aula vacía para leerle su diario íntimo que sabíamos que traía en su cartera. ¿Qué era eso de “llevar un diario”, como lo había comentado en una clase? Tenía uno de esos cuadernos con cinturón y traba, de color rosa y con motivos infantiles para niñas, que se venderían en las librerías de entonces. Supongo que “llevar un diario íntimo” sería un juego más para las niñas de entonces. Nos fijamos en lo último que había anotado, y nos dio gracia que alguien se tomara el trabajo de dejar asentado qué había desayunado esa mañana o lo primero que oyó cuando se despertó. Lo que yo no pude percibir, es que esa compañerita de diez años ya tenía una relación personal con la escritura (y con el lenguaje) de la que yo carecía. Tal vez por falta de vida interior, a nosotros, los varones, nos gustaba inmiscuirnos en la privacidad de Flavia.
    Los diarios de escritores son otra historia. Quien tiene cierto prestigio y practica este hábito sabe que, de no destruirlo a tiempo, esos textos tarde o temprano serán publicados por los ávidos herederos de su obra. Es extraño: en vida no lo dieron a la imprenta pero, sabiendo que se morían, tampoco se lo dieron al fuego. Está el caso también de Gombrowicz, el polaco exiliado por la fuerza en Buenos Aires al comenzar la segunda guerra mundial: privado de sus amigos, sus familiares, sus bienes, ¡su lenguaje!, durante años luchó contra el bloqueo y el vacío escribiendo un diario excepcional, que publicaría a su regreso al viejo continente y luego de 23 años de vida sudamericana. Cito, por ejemplo, esto que vio en un viaje a la Argentina profunda: “¡Innumerables niños y perros! Nunca he visto semejante cantidad de perros... y tan tranquilos. Aquí si ladra un perro lo hace por broma. (...) Lo que vi ayer en el parque: un chiquillo de cuatro años desafió a boxear a una muchachita que no tenía idea de lo que era el box, pero que por ser más gordita y más alta le daba muy duro. Y un grupito de pequeñuelos de dos y tres años, en camisones largos, tomándose de las manos, saltaban y gritaban en su honor: –¡No-na! ¡No-na! ¡No-na!”. También nombraría el voluminoso diario que llevaba Bioy Casares, escritor y amigo íntimo de Borges: con sus anécdotas y observaciones sarcásticas sobre el mundillo de la literatura, sus herederos armaron una biografía del poeta ciego. Lo más llamativo de este libro son las muchas valoraciones de don Adolfo sobre los que lo rodeaban: uno se pregunta cómo un caballero tan respetuoso y cortés en público, podía pensar, en la intimidad de su diario, tantas maldades juntas.
    Y otra historia son, también, las memorias escritas por quienes, sin esperarlo, el destino puso en el rol de guardianes del que ya no está. Ellos y ellas fueron quienes sobrevivieron a sus hermanos, maridos, tíos, padres, para cuidar de su obra y dejar testimonio de lo que vivieron como espectadores privilegiados de otras vidas geniales. Paseando la mirada por los lomos de mi biblioteca me acordé (porque un señalador asomaba a mitad de camino como un índice acusador) de que aún me debía llegar al final de las memorias que escribió la segunda esposa de Dostoievski, Anna Grigórievna Snítkina, que pasó a la historia (oh sociedad patriarcal) como Anna Grigórievna Dostoiesvskaia. Llamó a sus memorias personales “Dostoievski, mi marido”, corriéndose del protagonismo desde el mismo título, como diciéndonos “su destino fue la literatura, mi destino fue él”. Es sabido cómo se conocieron: Fiodor necesitaba de una taquígrafa que lo ayudara en la redacción de esa novela por encargo que a la postre sería “El Jugador”. Dostoievski, en su apuro por salir del acoso de sus acreedores por sus muchas deudas en la que lo metía su adicción al juego y que estaban a punto de encarcelarlo, se comprometía con sus editores en contratos leoninos como en el que estaba por entonces: si no entregaba la novela para una determinada fecha, los derechos de autor de toda su obra pasarían a manos de estos agiotistas. Anna llegó para salvarlo de la coyuntura y del resto de su vida. Busco al tuntún y encuentro el momento en que ella, que aún no sabe que será Dostoiesvskaia, ve a Fiodor por primera vez: “Dostoievski me parecía un hombre extraño. A primera vista me pareció bastante viejo; pero cuando empezó a hablar no demostró más de treinta y siete años. Estatura mediana, muy derecho. El rostro era enfermizo y mostraba cansancio (...)”. Poco después de terminada y entregada la novela, Fiodor y Anna se casaron. Pero mejor dejo acá porque esa, esa es otra historia.
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