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Anunciación

ordetordet Pedro Abad s.XII
editado marzo 2015 en Narrativa
Durante la clase de religión, en una tarde que el recuerdo resucita dorada y lánguida, sentí la urgencia súbita de vaciar mis intestinos, mientras sobre el pupitre de madera cruda, un ángel impreso en colores pálidos anunciaba a Maria la llegada milagrosa del Redentor.

Aquella ilustración ya me era familiar mucho antes de que el maestro llegara a leernos el texto que la acompañaba. En más de una ocasión, durante mis exploraciones en el interior de los libros escolares, me había llamado la atención la escena sagrada – una joven tocada de azul celeste, junto a un ventanal gótico, y el alado mensajero, en posición orante, frente a ella – y por algún motivo desconocido, había despertado en mí el ansia del futuro instante en que el discurrir de los días de escuela desembocaran en esa precisa lección.

Los niños, sabedores de que solo el presente existe, suelen manipular las conjeturas temporales con desenvoltura, como si se tratara de un puzzle en el que las piezas encajan siempre, porque son flexibles y maleables. La Anunciación de la Virgen, plasmada en aquella página, era una pieza del futuro, encastada en el presente, o viceversa; el anticipo, en todo caso, de un momento que había de llegar inexorablemente. Más allá de ese anodino aviso, no recuerdo que la imagen despertara en mí mayores inquietudes, pero el hecho de que el esperado – absurdamente esperado – momento coincidiera con aquella presión insoportable y el ferviente deseo de que la clase finalizara, supuso para mí una decepción, aun consintiendo que la vida transcurre – y ya entonces lo intuía – como un rosario incesante de decepciones. La enigmática expectativa naufragaba finalmente en una desagradable emergencia fisiológica.

Cuando llegó la hora del recreo, corrí hasta los urinarios del patio pero no llegué a tiempo; al abrir la puerta del retrete noté, con terror y placer, que un calor sólido brotaba de mis entrañas e hinchaba mis pantalones de colegial. Con ocho años de edad y un rollo de papel de wáter, borrar las huellas de la catástrofe era tarea abocada al fracaso, y así quedó demostrado cuando al reanudarse la clase, los compañeros más cercanos a mi pupitre informaron al maestro, tapándose la nariz con una mano y señalándome con la otra.

Los niños son flexibles, resisten los embates de la tormenta con mayor solvencia que los adultos. Yo sobreviví al incomprensible escarnio – tampoco hoy en día consigo entender que hay de divertido en el sufrimiento ajeno – que el maestro no sólo no censuró sino que alentó con su máscara de perpleja repugnancia, aunque aquel bullicio de risas crueles me acorralara hasta el llanto, que es el refugio final de la impotencia.

Fue el mismo maestro, ya recompuesto y tal vez un poco conmovido por mi desamparo, quien me arrastró de la mano por corredores y escaleras hasta un territorio desconocido para mí. Descubrí que el edifico del colegio, construcción robusta y lóbrega, escondía espacios diáfanos, de utilidad indefinida, sin pupitres ni pizarras, que yo veía desfilar de reojo en aquella carrera por los pasillos. Finalmente, llegamos a una sala inundada por el sol de la tarde, y el maestro me dejó a solas con una mujer robusta que olía a jabón.

De aquella escena remota no logro recuperar más que algunos trazos: la habitación deslumbrante, el ventanal abierto a un patio trasero con macetas, la canción surgida de un aparato de radio, el alivio por haber escapado del infierno. No recuerdo el rostro de la mujer, pero sí sus manos calientes limpiando mi cuerpo tembloroso, su delantal azul, su voz acariciándome el ánimo, su generosidad natural con aquel niño asustado. Su infinita, abrumadora ternura.
De la tarde lejana, donde se confunden la vergüenza y la humillación con la imagen de la Anunciación de Maria, mi memoria quiere rescatar la dulzura de aquella mujer desconocida, objeto final – he querido creer con los años – del misterioso anhelo por una porción del futuro.

Si acaso, en ese bosque asombroso, poblado de espantos y maravillas, que es la infancia, ella ocupa un lugar singular. Su recuerdo me alienta a pretender que más allá del horror y la perplejidad, algunos fragmentos del universo son hermosos, y su sola existencia lo justifica todo. Me apena reconocer que seguramente no supe darle las gracias.

Comentarios

  • SuinaSuina Garcilaso de la Vega XVI
    editado marzo 2015
    Una de cal y otra de arena ¿no Ordet?, como la vida.
    Me ha gustado que relates con esos cuidados términos, casi con florituras, riqueza de léxico, cuidadas formas, un hecho escat...iba a decir, pero diré natural, y que lo mezclaras con algo tan divino como la anunciación. Sobre todo me has hecho sentir la angustia del niño, pobrecito, ( creo que si lo hubieras narrado con un lenguaje algo más sencillo y coloquial, casi por la boca del niño, nos habrias acercado más aún, al dolor y verguenza que sintió), pero nos hubiéramos perdido el tono preciosista, casi de orfebre que tiene tu elaborada prosa.:)
  • ordetordet Pedro Abad s.XII
    editado marzo 2015
    Gracias, Suina
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