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Antiria

LegendarioLegendario Fernando de Rojas s.XV
editado diciembre 2014 en Ciencia Ficción
Como todas las noches desde el nacimiento de su hijo, ella salió de su refugio en la roca hacia los matorrales junto al arroyo plateado para alimentarse. Los pequeños frutos rojos de esos arbustos le brindaban el azúcar nutritivo necesario para mantenerse viva.

No era suficiente: debía igualmente cazar algunos pequeños insectos para que su leche se enriqueciese. Sin eso, su pequeño y débil hijo no sobreviviría. Hacía días que ella lo veía desvanecerse, y la angustia materna la mortificaba.

Divisó una luciérnaga entre los matorrales, y fue tras ella. Nunca la alcanzó, pues un objeto grande y cortante le destrozó el ala. Cayó al pasto con gran dolor. Unos segundos después se dio cuenta de lo que había ocurrido: un niño humano la había derribado de una pedrada.

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Gildardo era un niño perverso. Su gran afición era hacer sufrir a sus mascotas con los recursos más crueles imaginables.

Aquella noche, aburrido de los lamentos de su perro lastimado, decidió ir a cazar murciélagos. Él sabía que frecuentaban los arbustos de moras junto al arroyo. Tomó su resortera, recogió suficientes piedras, y hacia allá se dirigió.

De repente, apareció un murciélago bajo la claridad de la noche. Tomó una piedra de su bolsa, tensó la goma, liberó la tensión, y el proyectil fue a dar justo en una de las alas de su objetivo. Antiria cayó fulminada, con su ala rota y un inmenso dolor.

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Gildardo se sintió satisfecho de su puntería, pero no del todo con su maldad. Así, preparó una pequeña fogata junto al arroyo, recogió al murciélago herido, y lo arrojó al fuego.

Antiria sabía lo que pasaba. El dolor del ala y de su piel ardiente no le hacía olvidar a su pequeño hijo en el nido. Ahora sabía que él moriría, igual que ella. Los ojos malévolos del niño humano la hicieron presa de un aparentemente infértil odio, pero algo en sus adentros le sugirió que recordara ese rostro. Lo hizo.

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La fogata se extinguió antes del amanecer. Gildardo ya había regresado a su casa. En el suelo calcinado apenas se distinguían algunos restos quemados de huesos muy pequeños.

Volvió a anochecer. Nadie pudo ver el prodigio que ahí ocurría. Tal vez fue la terrible angustia de una madre responsable agonizante. Tal vez fue la enorme carga de odio que Antiria acumuló mientras su cuerpo ardía en la fogata.

Los huesos y las cenizas inesperadamente empezaron a juntarse entre sí. Pudo haber sido el viento, o tal vez algún espíritu del arroyo plateado que había de alguna manera estimaba a Antiria u odiaba a Gildardo. El hecho es que de aquel amorfo montón de polvo gris renació la vida, o algo parecido a la vida, o tal vez más parecido a la muerte. Un murciélago hembra levantó el vuelo unos instantes después. Como el ave fénix, ella había renacido.

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Lo primero que hizo la resucitada Antiria fue volar hacia su nido. Con un gemido de dolor, se dio cuenta de que su hijo había muerto de inanición. Lloró unos instantes antes de liberar todo su rencor.

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El odio de Antiria se vertió sobre Gildardo. Su instinto le permitió localizar su ventana. Penetró sin hacer ruido mientras el niño humano dormía. Ella, convertida en un vampiro sediento de sangre, clavó sus afilados colmillos en el vulnerable cuello del perverso asesino indirecto de su hijo.

Por la mañana, el médico forense no sabía cómo explicar a los aldeanos la extraña muerte de ese niño. Estos no necesitaban explicaciones: sabían de sobra que el maldito Gildardo había sido odiado por el espíritu del arroyo plateado desde hacía mucho tiempo, y este ente misterioso era sabio, verdaderamente sabio.

Antiria lloró a su hijo varias noches, y después se esfumó para siempre en la oscuridad de la noche al lado de su amigo, el arroyo plateado.
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