Todo tu cuerpo es un inmenso brote de espinas,
pero las aves siguen comiendo en tus manos
y cantan en el bosque como si nada.
Por las noches me enseñas el universo:
hoy han sido las costas de Islandia,
la Edda de Snorri y la promesa de Winland.
Como tu cuerpo está erizado de agujas,
necesito almohadones para amarte;
luego despierto enganchado a tus labios,
cuando el sol es un punto negro en el cielo.
Si hablas, tu voz es una cascada
que arrastra cadáveres y policías de uniforme.
Hablas en verso, como Ovidio y Lope,
como el precoz escaldo Egil Skallagrimsson.
A veces te interrumpo. Tus besos llevan oro,
como las Noches de Stevenson o de Mardrus.
Son algo tan brillante. Como una nueva infancia.
No sé si tu destino es catalogar manuscritos,
si has sido bibliotecaria en Alejandría.
Un día vi cómo perseguías a un jabalí en Dordoña
(esa noche soñé con el Monarca Oscuro).
Podría hacerte un lecho de lirios o de rosas,
aunque preferiría cubrirte de alacranes.
Luego descifraríamos papiros mágicos y emblemas.
No sé cómo decirte lo mucho que te amo.
Hace siglos que desaparecieron los torneos.
Jesús sigue muriendo cada día. Hasta cuándo.
Pero Clodoveo decía que el Gólgota no sería famoso
si él hubiese estado allí, en Jerusalén, con sus francos...
Antes leíamos novelas bizantinas, escuchábamos discos,
no encendías jamás la luz en el desván.
Me parecía haber vivido dos veces los momentos
y bebía del suave terminarse de tus ojos.
Algunos dioses se nos antojaban ridículos:
Júpiter, por ejemplo, todos los que mandaban.
Pero las ninfas de las fuentes, los elfos, los dragones,
Mae West y Miriam Hopkins compensaban la perdida.
Hacer versos, nadar, dar de comer a un pájaro,
ejercer de sportwoman como Diana Palmer.
Buscábamos tesoros en el jardín de tus abuelos,
bajo ese sol de Heráclito que sigue sin ponerse,
con una Jolly Roger ceñida a la cintura,
saqueando glorietas y naufragando en la piscina.
Y ahora que está aquí, mi amor,
tú que eres todas las mujeres,
no sé si voy a ser capaz
de recordarte y recordarme.
Todos vivimos, a la postre,
en una especie de prisión
de la que no podemos salir,
en la que nadie puede entrar.
Pero consta en el Libro Único
que, a pesar de espinas y agujas,
nos amamos alguna vez
y nos amaremos tú y yo.
Hay quien lee las estrellas
la palma de la mano
las huellas digitales
las heridas del amor
los posos del café
la sonrisa de los labios
las cartas del tarot
las vísceras de una paloma
las páginas en blanco
los aditivos alimentarios
los lunares, las uñas
el iris o la cara entera.
Hay quien lee en el autobús
en la playa, en un bar
subido a una farola
metido en la bañera
en braille o en esperanto
con lupa o con prismáticos
con el culo al aire
con bufanda y paraguas
incluso entre líneas
y con la luz apagada
o en el lugar de trabajo
y hasta en una biblioteca.
Han vuelto estos pájaros errantes
con esa multitud que ahoga y clama.
Y nos aferramos a sus alas,
a su risa imaginaria,
a sus graznidos liberadores,
a su salto espacial e ilógico
que nos cambia y nos libera.
Han vuelto esos pájaros
en la mitad de esta noche
en la mitad del fuego y las cenizas.
Esos pájaros errantes...
Con sus noticias fáciles
sin pecados (ni egoísmos).
Han vuelto esos pájaros errantes
y nos aferramos a sus alas;
a su vuelo de todos los tiempos.
Y así nos vamos con ellos,
con sus viajes impredecibles,
con sus lagunas y sus mares propios.
Pronto seremos otros pájaros
errantes, misteriosos e irreales,
ilógicos, inmensamente irracionales,
pero inmortales y felices.
Somos alondras que en su vuelo desandan esclavitudes
Desbaratan dominios que azotaron en fusta sangrienta
Espinas clavaron en el silencio el búho de la angustia
los triturados soles del fracaso
El lento vagar de incertidumbre que colmó el cáliz del hastío
La redención viene de lo alto
Una espera se rompe. El llanto se extingue en la última tortura. Cantamos libertad en el parque de los sueños y la luna encendida despliega sus alas en el techo del infante.
Somos alondras
liberamos promesas
como el vino sacro
en el exilio
Poeta provinciano,
pajarero,
vengo y voy por el mundo,
desarmado,
sin otrosí, silbando,
sometido
al sol y su certeza,
a la lluvia, a su idioma de violín,
a la sílaba fría de la ráfaga.
Sí sí sí sí sí sí,
soy un desesperado pajarero,
no puedo corregirme
y aunque no me conviden
los pájaros a la enramada,
al cielo
o al océano,
a su conversación, a su banquete,
yo me invito a mí mismo
y los acecho
sin prejuicio ninguno:
jilgueros amarillos,
tordos negros,
oscuros cormoranes pescadores
o metálicos mirlos,
ruiseñores,
vibrantes colibríes,
codornices,
águilas inherentes
a los montes de Chile,
loicas de pecho puro
y sanguinario,
cóndores iracundos
y zorzales,
peucos inmóviles, colgados del cielo,
diucas que me educaron con su trino,
pájaros de la miel y del forraje,
del terciopelo azul o la blancura,
pájaros por la espuma coronados
o simplemente vestidos de arena,
pájaros pensativos que interrogan
la tierra y picotean su secreto
o atacan la corteza del gigante
o abren el corazón de la madera
o construyen con paja, greda y lluvia
la casa del amor y del aroma
o jardineros suaves
o ladrones
o inventores azules de la música
o tácitos testigos de la aurora.
Yo, poeta
popular, provinciano, pajarero,
fui por el mundo buscando la vida:
pájaro a pájaro conocí la tierra;
reconocí dónde volaba el fuego:
la precipitación de la energía
y mi desinterés quedó premiado
porque aunque nadie me pagó por eso
recibí aquellas alas en el alma
y la inmovilidad no me detuvo.
en los saxofones anida un ave rara
picotea las llaves del instrumento
provocando
melodías extrañamente dulces
rechaza la vieja embocadura
argumentando olores rancios
y la cambia por un trozo de bambú
en el que viene escrita
la partitura que ejecuta por las noches
y el ave rara comienza a enceguecerse
cuando descubre que los ciegos
inventaron la música
y repite la misma melodía
sólo que más lento
tanto como su vuelo posterior hacia el paraguas
donde el ave decide que no llueva
para dormir como un cadáver terco
mientras los saxofones salen a la calle
a encajarle a la ciudad en plena cara
una música vieja
que recuerda el olor de las tabernas
Cuando llegó el invierno a Chile, miles de pájaros volaron con la primera lluvia, estaban asustados entre la sombra y la muerte, y prefirieron emigrar con sus vidas hacia otras vidas. Tomaron el primer avión desesperados, se arrojaron a los muelles persiguiendo barcos, cruzaron las montañas huyendo de las lanzas, y dejaron atrás la patria y a los herederos del hambre. Algunos no despegaron jamás, les arrancaron las alas en el intento y la lucha, desaparecieron con nombre y apellido bajo los árboles de hierro, los encerraron en jaulas por especies, y cuando años después los encontraron tenían la caricia del cuervo entre sus plumas. Los otros, los perseguidos, los pájaros del pueblo que lograron atravesar la muerte, debieron acostumbrarse a volar de otra manera, a sentir de otra manera, a respirar de otra manera. La tierra ajena los había recibido, la tierra amiga los invitaba a su mesa a compartir el pan y sus dolores. Muchos incluso en la agonía soñaron con ver la patria por última vez, pero la patria también agonizaba, había querido volar con sus alas rotas.
La luz oscila entre la piel de tronco
y el viaje de la fronda.
Este árbol con su región de ceniza
y su porción de bosque
roza el follaje con el viento;
el cónclave de alas
cuyo vuelo escapa de frágiles axilas choca
y el sonido se repite como un leve aplauso
en los senderos de la jugosa penumbra.
No pasa nada entre las hojas,
sólo se forman vitrales temblorosos,
acuden el gorrión, el colibrí, el cenzontle a dúo,
y el perico asciende
como un resumen tropical
hacia el hambre del sol
que lo devora en los cielos.
Nadie sabe los horarios del árbol,
caen estrellas ocres a tiempos indebidos
y a la noche se abisma
la luna entre las ramas
como un sol floreciendo a deshoras.
A veces el aire sopla
en el collar de los pájaros
que reposan a las once
cuando se calla el mundo
y los perros se lamen en silencio.
Pájaro del olvido
jamás te tuve más cierto en mi memoria.
Vuelvo ahora
desde no sé qué sombra
al día helado del otoño en esta
ciudad no mía, pero al fin tan próxima,
donde el sol de noviembre tiene
la última dureza
de lo que ya debiera
morir.
¿Y es éste el día
de mi resurrección?
Las hojas arrastradas por el viento
apagan nuestros pasos.
Llego y ni siquiera sé muy bien quién llega
ni por qué fue llamado a este convite
tantos años después.
Loscuentacuentos, loscantacuentos, sólopuedencontarmientrasla nieve cae. Así manda la tradición. Los indios del norte de América tienen mucho cuidado con este asunto de loscuentos. Dicen que cuando los cuentos suenan las plantas no se ocupan de crecer y los pájaros olvidan la comida de sus hijos. Eduardo Galeano
Ningún pájaro de ceniza acude. Para decir, trinar aun sin incendio. Aun sin la nota exacta pero nota. Y desafinar piel, crujir alas de luz. En vez de esta caída: vuelo de sombra a sombra sin un parche de arpegio, sin sanar la torpeza de palabra.
Ningún pájaro de ceniza acude. Ni tan siquiera para ser diapasón del llanto.
Comentarios
Todo tu cuerpo es un inmenso brote de espinas,
pero las aves siguen comiendo en tus manos
y cantan en el bosque como si nada.
Por las noches me enseñas el universo:
hoy han sido las costas de Islandia,
la Edda de Snorri y la promesa de Winland.
Como tu cuerpo está erizado de agujas,
necesito almohadones para amarte;
luego despierto enganchado a tus labios,
cuando el sol es un punto negro en el cielo.
Si hablas, tu voz es una cascada
que arrastra cadáveres y policías de uniforme.
Hablas en verso, como Ovidio y Lope,
como el precoz escaldo Egil Skallagrimsson.
A veces te interrumpo. Tus besos llevan oro,
como las Noches de Stevenson o de Mardrus.
Son algo tan brillante. Como una nueva infancia.
No sé si tu destino es catalogar manuscritos,
si has sido bibliotecaria en Alejandría.
Un día vi cómo perseguías a un jabalí en Dordoña
(esa noche soñé con el Monarca Oscuro).
Podría hacerte un lecho de lirios o de rosas,
aunque preferiría cubrirte de alacranes.
Luego descifraríamos papiros mágicos y emblemas.
No sé cómo decirte lo mucho que te amo.
Hace siglos que desaparecieron los torneos.
Jesús sigue muriendo cada día. Hasta cuándo.
Pero Clodoveo decía que el Gólgota no sería famoso
si él hubiese estado allí, en Jerusalén, con sus francos...
Antes leíamos novelas bizantinas, escuchábamos discos,
no encendías jamás la luz en el desván.
Me parecía haber vivido dos veces los momentos
y bebía del suave terminarse de tus ojos.
Algunos dioses se nos antojaban ridículos:
Júpiter, por ejemplo, todos los que mandaban.
Pero las ninfas de las fuentes, los elfos, los dragones,
Mae West y Miriam Hopkins compensaban la perdida.
Hacer versos, nadar, dar de comer a un pájaro,
ejercer de sportwoman como Diana Palmer.
Buscábamos tesoros en el jardín de tus abuelos,
bajo ese sol de Heráclito que sigue sin ponerse,
con una Jolly Roger ceñida a la cintura,
saqueando glorietas y naufragando en la piscina.
Y ahora que está aquí, mi amor,
tú que eres todas las mujeres,
no sé si voy a ser capaz
de recordarte y recordarme.
Todos vivimos, a la postre,
en una especie de prisión
de la que no podemos salir,
en la que nadie puede entrar.
Pero consta en el Libro Único
que, a pesar de espinas y agujas,
nos amamos alguna vez
y nos amaremos tú y yo.
Luis Alberto de Cuenca
.
.
.
Hay quien lee las estrellas
la palma de la mano
las huellas digitales
las heridas del amor
los posos del café
la sonrisa de los labios
las cartas del tarot
las vísceras de una paloma
las páginas en blanco
los aditivos alimentarios
los lunares, las uñas
el iris o la cara entera.
Hay quien lee en el autobús
en la playa, en un bar
subido a una farola
metido en la bañera
en braille o en esperanto
con lupa o con prismáticos
con el culo al aire
con bufanda y paraguas
incluso entre líneas
y con la luz apagada
o en el lugar de trabajo
y hasta en una biblioteca.
Luis Sánchez Verdeguer (Valencia, 1957-)
.
.
.
Han vuelto estos pájaros errantes
con esa multitud que ahoga y clama.
Y nos aferramos a sus alas,
a su risa imaginaria,
a sus graznidos liberadores,
a su salto espacial e ilógico
que nos cambia y nos libera.
Han vuelto esos pájaros
en la mitad de esta noche
en la mitad del fuego y las cenizas.
Esos pájaros errantes...
Con sus noticias fáciles
sin pecados (ni egoísmos).
Han vuelto esos pájaros errantes
y nos aferramos a sus alas;
a su vuelo de todos los tiempos.
Y así nos vamos con ellos,
con sus viajes impredecibles,
con sus lagunas y sus mares propios.
Pronto seremos otros pájaros
errantes, misteriosos e irreales,
ilógicos, inmensamente irracionales,
pero inmortales y felices.
Ana Iris Salgado
Los pájaros
Sus pasos,
dulces gotas de lluvia
sobre el tejado.
F. Ruiz Udiel
Alondras
Somos alondras que en su vuelo desandan esclavitudes
Desbaratan dominios que azotaron en fusta sangrienta
Espinas clavaron en el silencio el búho de la angustia
los triturados soles del fracaso
El lento vagar de incertidumbre que colmó el cáliz del hastío
La redención viene de lo alto
Una espera se rompe. El llanto se extingue en la última tortura. Cantamos libertad en el parque de los sueños y la luna encendida despliega sus alas en el techo del infante.
Somos alondras
liberamos promesas
como el vino sacro
en el exilio
Ingrid Odgers
Poeta provinciano,
pajarero,
vengo y voy por el mundo,
desarmado,
sin otrosí, silbando,
sometido
al sol y su certeza,
a la lluvia, a su idioma de violín,
a la sílaba fría de la ráfaga.
Sí sí sí sí sí sí,
soy un desesperado pajarero,
no puedo corregirme
y aunque no me conviden
los pájaros a la enramada,
al cielo
o al océano,
a su conversación, a su banquete,
yo me invito a mí mismo
y los acecho
sin prejuicio ninguno:
jilgueros amarillos,
tordos negros,
oscuros cormoranes pescadores
o metálicos mirlos,
ruiseñores,
vibrantes colibríes,
codornices,
águilas inherentes
a los montes de Chile,
loicas de pecho puro
y sanguinario,
cóndores iracundos
y zorzales,
peucos inmóviles, colgados del cielo,
diucas que me educaron con su trino,
pájaros de la miel y del forraje,
del terciopelo azul o la blancura,
pájaros por la espuma coronados
o simplemente vestidos de arena,
pájaros pensativos que interrogan
la tierra y picotean su secreto
o atacan la corteza del gigante
o abren el corazón de la madera
o construyen con paja, greda y lluvia
la casa del amor y del aroma
o jardineros suaves
o ladrones
o inventores azules de la música
o tácitos testigos de la aurora.
Yo, poeta
popular, provinciano, pajarero,
fui por el mundo buscando la vida:
pájaro a pájaro conocí la tierra;
reconocí dónde volaba el fuego:
la precipitación de la energía
y mi desinterés quedó premiado
porque aunque nadie me pagó por eso
recibí aquellas alas en el alma
y la inmovilidad no me detuvo.
Pablo Neruda
en los saxofones anida un ave rara
picotea las llaves del instrumento
provocando
melodías extrañamente dulces
rechaza la vieja embocadura
argumentando olores rancios
y la cambia por un trozo de bambú
en el que viene escrita
la partitura que ejecuta por las noches
y el ave rara comienza a enceguecerse
cuando descubre que los ciegos
inventaron la música
y repite la misma melodía
sólo que más lento
tanto como su vuelo posterior hacia el paraguas
donde el ave decide que no llueva
para dormir como un cadáver terco
mientras los saxofones salen a la calle
a encajarle a la ciudad en plena cara
una música vieja
que recuerda el olor de las tabernas
Eduardo Langagne
(Ciudad de México, 1952)
A mí -dice- me coges.
A mí me encierras
me matas.
¿Puedes coger aquel pájaro?
¿Puedes matar
el aire que escondo
entre mis uñas?
Yannis Ritsos
2
Cuando llegó el invierno a Chile, miles de pájaros volaron con la primera lluvia, estaban asustados entre la sombra y la muerte, y prefirieron emigrar con sus vidas hacia otras vidas. Tomaron el primer avión desesperados, se arrojaron a los muelles persiguiendo barcos, cruzaron las montañas huyendo de las lanzas, y dejaron atrás la patria y a los herederos del hambre. Algunos no despegaron jamás, les arrancaron las alas en el intento y la lucha, desaparecieron con nombre y apellido bajo los árboles de hierro, los encerraron en jaulas por especies, y cuando años después los encontraron tenían la caricia del cuervo entre sus plumas. Los otros, los perseguidos, los pájaros del pueblo que lograron atravesar la muerte, debieron acostumbrarse a volar de otra manera, a sentir de otra manera, a respirar de otra manera. La tierra ajena los había recibido, la tierra amiga los invitaba a su mesa a compartir el pan y sus dolores. Muchos incluso en la agonía soñaron con ver la patria por última vez, pero la patria también agonizaba, había querido volar con sus alas rotas.
Mario Meléndez
El árbol
La luz oscila entre la piel de tronco
y el viaje de la fronda.
Este árbol con su región de ceniza
y su porción de bosque
roza el follaje con el viento;
el cónclave de alas
cuyo vuelo escapa de frágiles axilas choca
y el sonido se repite como un leve aplauso
en los senderos de la jugosa penumbra.
No pasa nada entre las hojas,
sólo se forman vitrales temblorosos,
acuden el gorrión, el colibrí, el cenzontle a dúo,
y el perico asciende
como un resumen tropical
hacia el hambre del sol
que lo devora en los cielos.
Nadie sabe los horarios del árbol,
caen estrellas ocres a tiempos indebidos
y a la noche se abisma
la luna entre las ramas
como un sol floreciendo a deshoras.
A veces el aire sopla
en el collar de los pájaros
que reposan a las once
cuando se calla el mundo
y los perros se lamen en silencio.
María Cruz (México, df, 1974)
Pájaro del olvido
jamás te tuve más cierto en mi memoria.
Vuelvo ahora
desde no sé qué sombra
al día helado del otoño en esta
ciudad no mía, pero al fin tan próxima,
donde el sol de noviembre tiene
la última dureza
de lo que ya debiera
morir.
¿Y es éste el día
de mi resurrección?
Las hojas arrastradas por el viento
apagan nuestros pasos.
Llego y ni siquiera sé muy bien quién llega
ni por qué fue llamado a este convite
tantos años después.
José Angel Valente
Los cuentacuentos,
los cantacuentos,
sólo pueden contar mientras la nieve cae.
Así manda la tradición.
Los indios del norte de América
tienen mucho cuidado con este asunto de los cuentos.
Dicen que cuando los cuentos suenan
las plantas no se ocupan de crecer
y los pájaros olvidan la comida de sus hijos.
Eduardo Galeano
Ningún pájaro de ceniza acude.
Para decir, trinar
aun sin incendio.
Aun sin la nota exacta pero nota.
Y desafinar piel,
crujir alas de luz.
En vez de esta caída:
vuelo de sombra a sombra
sin un parche de arpegio,
sin sanar la torpeza de palabra.
Ningún pájaro de ceniza acude.
Ni tan siquiera para ser diapasón del llanto.
Raquel Vázquez
Así de sencillo
que observa en la rama
teme, madre, por mí
Si no me quita ojo
(el pájaro)
desde su observatorio
Si, todavía más,
no frunce el ceño, parece
como si disecado
Y si, madre, ocurriera
que el pájaro callara,
algo falla en lo oscuro
Y, madre, si ese pájaro
no existe, es sólo sombra
impalpable, implacable
Entonces reza por mi alma.
Se habrá abierto la tierra
y todo, madre, de luto
Gabino Alejandro Carriedo