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Susurros de un dominante... es otro regalo

Amo_escritor_27Amo_escritor_27 Pedro Abad s.XII
editado julio 2014 en Erótica
Como pone el título os regalo otra pequeña parte de mi novela. Os regalé el primer capítulo entero y ahora os regalo la parte erótica (solo 10.000 palabras, no me deja más :eek: )

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  • Amo_escritor_27Amo_escritor_27 Pedro Abad s.XII
    editado julio 2014
    Juntó sus piernas, oprimiendo la oscura prenda. Inclinó su cuerpo de nuevo, mostrándome sus jugosos labios apretados, como los labios virginales de una adolescente. La inclinación se acentuaba con el lento descenso de esa única prenda por sus largas y tonificadas piernas, encorvando sus caderas, siguiendo la trayectoria de los brazos. Sus labios íntimos se apretaban cada vez más, oprimidos por la encorvadura de sus caderas. Al tocar el suelo, su cuerpo recuperó la posición primitiva del hombre. Sus pies se alzaron en orden, desprendiéndose de la última prenda que acariciaba su piel morena.
    Ven, le dijo mi dedo índice, doblándose repetidamente en ese antiguo gesto. Su cuerpo desnudo caminó por el artificial suelo de mi salón, dejando atrás la escasa vestimenta.
    —Veo que has sentido placer al complacerme —mis dedos surcaron por su sexo, humedeciéndose con la ligera transparencia de su jugosa excitación—. ¿Ha sido excitante sentirte una hembra sumisa?
    —Sí —dijo separando ligeramente sus piernas, facilitando el acceso a mis dedos.
    —Umm, delicioso; deleita el más refinado y experto paladar masculino —dije al saborear uno de los dedos que contenía aquella fluidez femenina—. No recuerdo el tiempo que hace que no saboreaba algo tan exquisito —su cara se iluminaba de una plena satisfacción. Placer emocional.
    —Ponte cómoda en la cama —dije hurgando en el armario. Su cuerpo desnudo se tendió sobre la fina sábana que cubría mi cama.
    —¿Alguna vez te han atado a la cama? —pregunté sacando cuatro cuerdas de cuero del armario.
    —No. Nunca me han atado a la cama —la primera cuerda ataba a su mano izquierda en el cabecero de la cama.
    —¿Te gustaría?
    —Siempre ha sido una de mis fantasías.
    —¿Nunca se lo pediste a ninguno de tus amantes?
    —No, me daba vergüenza —la segunda cuerda hacia lo mismo con el pie del mismo lado.
    —Esta noche la perderás. Supongo que esa misma vergüenza te impedía pedirle a tus amantes que te vendasen los ojos —las cuatro cuerdas inmovilizaban a mi sumisa en la base de la cama. Hurgué de nuevo en el armario, sacando una venda de una suave seda.
    —¿Me vendará los ojos? —preguntó al ver la venda entre mis manos.
    —Si no te los vendase, te privaría del mayor placer que puede concebir el sexo.
    — ¿Cuál?
    —El erotismo; un placer ciego. ¿Alguna vez lo has sentido? —negó con la cabeza. Mi cuerpo se sentó en el borde de la cama, con las manos acariciando la suave seda. Sus claros ojos me miraron por última vez, oscureciéndolos al vendarlos con la fina seda. La yema de uno de mis dedos recorría desfallecidamente su piel desnuda, despertando al primero de sus sentidos; el tacto—. ¿Sabes con que te estoy tocando?
    —No Amo.
    —La suave seda te está privando de utilizar la rápida estimulación de la vista, desconociendo que está recorriendo sobre tu piel; apagando la ardiente llama de tus ojos —la suave yema seguía navegando parsimoniosamente sobre su excitada piel—. Al apagar esa llama, sientes la oscuridad del erotismo, su intenso misterio: El agudo oído, el sabroso gusto, la sutileza del tacto y el rastreador del olfato; sin olvidarme de la incertidumbre de la ceguera: Un inmenso placer ciego.
    Me levanté de la cama, abandonando la habitación.
    —¿Dónde estás? —no hubo respuesta por mi parte. El cuerpo desnudo seguía inmovilizado por el cuero; su vista vendada, oscurecía a lo que ocurría a su alrededor. El misterio del erotismo—. No me deje aquí atada.
    La refrescante luz de la nevera iluminó la apagada cocina. Volví a cerrar la puerta de la nevera, oscureciendo su bombilla. El ruido del horno microondas retumbó en el oscuro salón, siendo audible desde mi habitación donde mantenía el cuerpo maniatado de mi sumisa. Caminé en la oscuridad del salón.
    —Tranquila, no dejaré atado tu cuerpo esta noche —respondí al entrar de nuevo a mí habitación—. No temas, es solo una pinza. Sería muy sencillo si te dejase despierto el sentido del olfato, reconocerías lo que he traído para ti —Otro sentido menos.
    —¿Qué has traído? —otra respuesta silenciosa brotó de mí.
    Un gemido fue su reacción al sentir como el ardiente hielo, se deslizaba sobre su cuerpo desnudo, dejando un translúcido rastro en su piel. Su cuerpo helado serpenteaba por él a su antojo, movido por mis pinzas. Creaba diminutos círculos en sus pezones, estimulándolos. Otro gemido soltó al introducir su diminuto cuerpo en su jugosa entrepierna, sintiendo sus escarchas en el interior de su cálido sexo. Su transparente cuerpo disminuyó casi de una forma imperceptible al salir, envuelto en su jugosa intimidad.
    Era hora de bañar al empapado cuerpo cuadrado de hielo. Su ducha era el embalse recién fundido de chocolate. Sandra giró la cabeza instintivamente al oír como crujía en el embalse fundido. La expresión de sus labios era la incertidumbre de ese crujido.
    Sostuve el goteante hielo sobre su cuerpo, a la altura de su cintura. Las cálidas gotas refrigeradas caían sobre ella. Varios segundos estuvieron endulzando su piel, levitado en el aire hasta que cesó el goteo. Su rostro vendado se mantuvo inmóvil, paralizado; era in incapaz de reconocerlo con sus sentidos apagados: El olfato y la vista.
    La pomposidad de la cama se hundió al subirme en ella, colocándome sobre su cuerpo desnudo. Mis rodillas se clavaron en su cuerpo artificial, apoyándome delicadamente sobre su pelvis. El dulce baño de chocolate volvía a colorear un gélido rastro sobre su piel morena; la combinación era deliciosa. Solté la pinza junto con el bañado cuerpo de hielo. Incliné mi cuerpo, clavando mis manos en la pomposidad de la cama. Por tercera vez seguí aquel rastro, borrándolo de su piel. Su respiración se aceleraba al sentir como mi humedad se deshacía del dulce rastro, serpenteando por su piel. Mi cuerpo se desplazaba en aquel descenso que era su desnudez. La bombilla de mi habitación me regalaba una imagen deliciosa al iluminar con sus prismas el rastro húmedo de mi lengua sobre su piel exótica.
    —Quiero probarlo —dijo con una voz crujida por las profundas respiraciones que comenzaban a oprimir a sus pulmones por la obstrucción de su nariz.
    Me desprendí de la camisa, desnudando mi torso. Mi cuerpo adoptó la postura del clásico misionero, apoyando las manos a la altura de sus hombros.
    —Aún no, es pronto para revelar el misterio —mis dulces labios besaban su cuello, dejando unas leves huellas de aquel baño fundido. Unos agudos gemidos emanaban de sus adentros con mis besos.
    Mi cuerpo volvió a levantarse de la cama, cayendo al suelo. La ropa que quedaba vistiendo mi cuerpo, la desprendí, quedando completamente desnudo ante los vendados ojos de mi sumisa. La presión de la pinza desapareció.
    Me arrodillé sobre la cama, quedando mis labios a la altura de su húmeda entrepierna. Quería arrancarle de sus adentros el primer orgasmo de la noche. Si firmas, tendrás que pedirme permiso para llegar al orgasmo.
    Mi suave lengua comenzó a lamer los labios hinchados de su cavidad más erótica, estimulando a su cuerpo. Mi lengua creaba lentos círculos sobre los excitados labios, intensificando sus gemidos y su respiración. Mis dedos volvieron a los movimientos rápidos sobre el nervio de placer. Los círculos sobre sus hinchados labios se aceleraron. Su espalda se arqueaba de placer por los rápidos movimientos de mis dedos. Mis labios se inundaban de su espesa excitación, impregnándolos de aquel exquisito sabor. Mis dedos aumentaron ferozmente sus movimientos semicirculares, retorciendo a su espalda en un intenso placer.
    Ambos movimientos cambiaron sus posturas al traspasar dos minutos en ese intenso placer. Tres dedos envestían salvajemente a su entrepierna, separando sus labios en cada una de ellas. Mis labios estimulaban a su nervio de placer. Un tercer invitado se unió al festín, los dientes; dando débiles y excitantes bocados en su entrepierna, mientras que, mis tres dedos seguían en el mismo salvajismo.
    Los gemidos se convirtieron en sonidos; gritos de puro placer ante la faena de mis labios, mis dientes y mis tres dedos.
    Mi mente deambulaba en la oscuridad del pequeño armario de la habitación contigua, donde descansaban varios consoladores de diferentes tamaños y materiales que usaba para estimular a mis sumisas. La habitación de los juegos. Borré esa idea de inmediato de mis pensamientos; rechazaba que mi sumisa apreciase ese cuarto aquella primera noche.
    Mis dedos se paralizaron, arqueándose en las paredes internas de su intimidad, como lo estaba haciendo su espalda. Los tres dedos se lubricaban de su fluida excitación en su interior. Su respiración acelerada, sus gritos de placer y la forma de arquear su espalda, me avisaban de la proximidad de su primer orgasmo de la noche.
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