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Durísimo.

editado enero 2013 en Erótica
Durísimo.

Paseaba desnudo por la luna. Heliotropos blancos, de plata, le llegaban a las caderas. Un leve viento glaciar y cálido a la vez, inexistente, no levantaba ni una minúscula nota de polvo, pero le acariciaba la espalda y el pecho, y le daba en la frente, y se le metía en los ojos haciéndoselos brillar lacrimosos. La larga extensión de cenizas blancas, diamantinas, le invitaba a tirarse en la arena, a fundirse con ella, con el polvo de la luna, sonaban diapasones reverberantes de plata pura, diamantinos, ácidos, líricos, dulcísimos, melosísimos, arriba el cielo era negro como una inmensa pantera, con la imagen azul de la tierra como un enorme balón de futbol. El andaba desnudo por la luna, espalda ancha, hombros robustos, falo ejemplar, nalgas redondas, cuello de rinoceronte, cintura de avispa, brazos capaces de descoyuntar toros. Blanco como la nieve era, tatuado de perlas de rocío plateado, esmaltado en plata. El frío era tan espeso como un cuchillo árabe, de mango de nácar blanco, con un topacio amarillo y ámbar en su extremo. El frío era como una copa de aguardiente dulce, un colapso de bandoneones ronroneantes, como una tarde de otoño con lluvia. La luna estaba blanca y nívea, como una salina de Cádiz, reverberando cristales, como una singular orilla de río, como si toda ella fuera un inmenso azucarero, oh nieve ¿cuándo te fundirás para convertirte en piscina?.. La luna era un cisne de plata y mármol, el ala de un arcángel, una gigantesca cucharada de sal. Sonaban ónices y turquesas en las notas de limón amarillo y el piano desplegaba un vuelo de colibríes argentinos, con el pico azul y violeta y los ojos verdísimos. En cada nota, una aguamarina, y en cada aguamarina un pitufo azul, un selenita gris, con dos cuernecillos dorados, y en la melodía un oasis en medio del desierto, azul sobre una arena de oro, terriblemente caliente, y siete pavos reales, uno por cada color del arcoiris. Blanca era la luna, y brillante, toda ella de nácar y de nieve, con leves toques grises de ceniza de tabaco. El estaba desnudo en la luna, y cortó un heliotropo níveo, del que brotó una savia blanca, que olía a madreselva, y luego se acercó al recodo de un cráter. En el recodo diez muchachos blancos y desnudos se entregaban a todo tipo de caricias, se besaban, se penetraban, se mordían, se acariciaban, se desollaban, se mordían, y se volvían a besar, sonrientes, extasiados, veloces, suaves, duros, nacarinos y aceitosos, totalmente depravados, jóvenes como un arroyo, y despiadados como los tigres de bengala. Se entregaban con lilas en los ojos, y se estragaban, se azotaban con leves cardos blancos, y sobre las espaldas brotaban leves chispas de rubíes pequeñísimos, y volvían a fornicar, sin parar, unos con otros, voluptuosos tal estatuas de alabastro. Grandes cojines dorados sobre la harina selénica, jarrones llenos de hielo picado, pipas para fumar opio, helechos negros y grises entre almohadones de seda de oro, gatos de ángora, orquídeas negras, grises, exuberantes, belcebuícas. Fornicaban los muchachos, entre ellos, se chupaban las vergas, una y otra vez, se comían las orejas, entrechocaban las lenguas, como moluscos rosas húmedos, se lamían los esfínteres anales, y procedían luego a la penetración, durísima, sensual, lenta, rápida, dionisiaca, bebían de cálices de plata batidos de helado de coco, se chupaban los penes con las bocas llenas de batido, se desmayaban en orgasmos multiples, se mordían las nueces del cuello. Cisnes. El muchacho, oculto tras el cráter, todo él una pira de fuego, se consumía de deseo observando a aquellos incubos de la luna, a aquellos arcángeles de nácar, blanquísimos como la harina, posesos de una bacanal de nieve. Sobre un cojín amarillo, un Apolo dorado, con brillantina áurea, se acariciaba su serpiente, abandonado al placer, y la anaconda era durísima como una barra de hierro. Le vieron, se sonrieron, le llamaron, le hicieron un gesto con la mano, le dijeron: Ven. Con una sonrisa de mediodía en la boca. Le dijeron: Ven, Ven, Ven. Le miraron, se lamieron las bocas de nuevo, y le volvieron a decir: Ven. Un gran arpegio de diapasón azul estremeció la espalda del muchacho, franqueó la barrera. Le rodearon, le obsequiaron besos y abrazos, le mordieron el cuello y la oreja derecha, le dieron un gran beso en la boca, y el muchacho más bello de todos, de ojos azules y cabello rizado, se arrodilló ante él y se metió su pene en la boca, como una oración a un Dios de pecado. Luego, abandonado como un naufrago extenuado, se dejó llevar por las olas y las serpientes, acariciado por veinte manos, lamido por cinco bocas a la vez, crucificado una y otra vez en una cruz de deleite, penetrado, manchado, esclavizado, sorbido, hasta que el sueño y el placer se apoderaron de él, varias veces, hasta el agotamiento. Los acordes de armonios dulcificaron la suave tortura a la que fue sometido, y cuando el dolor empezó a instalarse en su cuerpo la orgía cesó.
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