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Sobremesa del marqués

EPyePEPyeP Pedro Abad s.XII
editado agosto 2012 en Taller de Prosa
La vida es una lucha, una guerra continua y feroz de unos contra otros. Pero él sabía que no había nadie a cuyo lado valiera la pena luchar.

Todos los hombres son malos, pero no porque obren con crueldad. Son egoístas, el egoísmo es maldad y es la esencia misma del ser humano. Todos los hombres son malos, y las alianzas que se fijan entre ellos, amor, amistad, lealatad, no importa, son sólo conveniencia. Nadie tiene a su lado a otro más que para favorecerse a sí mismo, la generosidad es la cualidad de aquellos cuyo gozo produce bienestar en otros. Pero esa felicidad de ajenos es siempre un medio, jamás un fin.

Él había entendido aquello tiempo atrás, y sabía vivir en consonancia con la relaidad de los hombres. Quizás lamentase que las cosas fuesen así, pero de nada servía sufrir por lo inevitable. La verdad es dura y amarga, pero por ella puede caminar el que busca el placer. El propio disfrute.

Era un hombre solitario, todos los sabían, pese a su presencia en fiestas de postín, sus lúcidos comentarios y sus corteses sonrisas. Era un hombre solitario que se movía con elegancia aunque incómodo por la multitud.

Y no les odiaba. Quizás un instante de debilidad le hiciera caer en el odio al prójimo, pero no era lo que su mente juzgaba sensato. Despreciaba a algunos, a muchos, por supuesto, cómo no hacerlo. Pero sabía valorar a otros, por lo que eran y por lo que podían hacerle sentir.
Todos eran ajenos, lejanos, inalcanzables e indignos de amor u odio, pero unos pocos podían ser interesantes. Por lo que eran, como un buen conversador o un rostro hermoso, simples objetos sin alma, igual que un libro, una sinfonía, un paisaje. Otros, en cambio, pese a ser cuerpos vacíos e indignos, podían suponer un instante de placer efímero, lo único en la vida. La única razón de la existencia.

Cansado pero algo más alentado por esto, se obligó a sonreir. Y sonriendo se acercó al lecho donde le esperaba la víctima, que trató de revolverse en vano, amordazada, atada con minucioso cariño, mientras una llama tenue dibujaba en la penumbra la perfección acerada del cuchillo desnudo.



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