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Amor y muerte, muerte y amor

PavelPavlovichPavelPavlovich Anónimo s.XI
editado abril 2012 en Negra
¡Saludos!
Os dejo con este pequeño relato, aunque realmente no sé si está bien publicado en este sitio. De no ser así, por favor, cambiadlo.

¡Gracias por leer y, como siempre, hagan crítica constructiva!

[OCULTAR]Dolor. Cientos de aguijones salían y entraban en su cuerpo sin dejar marcas. Algo crecía en el interior de su pecho, tan grande que trataba de arrancarse la piel con las uñas. Su garganta se cerraba, se comprimía cada vez más, haciendo difícil el respirar. La cabeza le daba vueltas. Al cabo de pocos segundos ya no sabía quién era, dónde estaba; sólo veía sangre. Sangre que corría por sus manos, que brotaba de las heridas de su pecho, y sangre en un cuerpo joven, níveo.
De nuevo, cayó de rodillas y vomitó, aunque ya nada quedaba en su cuerpo. Se sentía vacío, y no eran las náuseas las culpables de esa sensación. Parecía como si hasta el alma hubiese abandonado a aquel chico que, de rodillas, se estremecía, que sufría convulsiones y que se arañaba el pecho como si tuviese oro bajo la piel.
Muy despacio, puso las manos sobre el suelo y, cuando creyó estar preparado, se puso en pie y abrió los ojos. Un pie. Quizá dos. Blancos. Como la nieve. Como la leche. Como la muerte.
Recorrió con sus dedos manchados de sangre dos largas piernas que seguían a aquellos pies, y que tenían el mismo color que estos. Apretó suavemente los músculos, besó aquellas extremidades que algún día habían bailado, brincado de alegría. Ya no lo harían más.
Llevaba el vestido verde. El esmeralda. Aquel que le gustaba tanto. Se había manchado. Tendría que lavarlo antes de que ella se diese cuenta. Era su vestido favorito, no podía estar sucio. Trató de quitar con las manos aquella mancha escarlata, pero se resistía.
Tras muchos intentos, se cansó y rompió la parte del vestido que se había puesto de color rojo. Como el fuego. Como el sol. Como la sangre.
Ya no veía la mancha, pero ahora estaba su piel, del color de la luna, con una incisión teñida de carmesí. No podía apartar la vista. ¿Cómo algo tan pequeño, tan insignificante, podía acabar con una persona? Con sueños, ilusiones, penas, sentimientos, enfados, olvidos, risas, amor. Una vida.
Tras llorar, gritar y mesarse el cabello, se colocó a la cabeza de la chica, cruzó las piernas y comenzó a peinarla.
El cabello color miel fue lo primero que le gustó de ella la primera vez que se encontraron. Caía sobre su rostro de una manera especial, ocultando parte del ojo, dejando al descubierto su tez ligeramente bronceada y, la mayor parte del tiempo, una sonrisa arrebatadora.
Mientras peinaba a su amada, se fijó en los ojos. Si alguna vez habían brillado, que lo habían hecho, no quedaba ni rastro. Demasiado fríos. Demasiado quietos. Demasiado muertos.
La mirada fija se perdía en algún lugar del firmamento; una mirada que le causaba más pánico que cualquier otra cosa.
Tampoco los labios se movían, y habían perdido su color, al igual que las mejillas.
Besó su frente una y otra vez, como si eso fuese a devolverle la vida, antes de volver a caer en un ataque de llanto, convulsiones y más llanto. Sólo tras recuperar la calma, se fijó en un detalle.
Junto a un costado de la que había sido su amada, su vida entera, había un pequeño objeto. Se secó las lágrimas con la manga y se acercó.
Empuñadura y vaina de oro, rubíes incrustados. Hoja de acero que podría cortar una gota de lluvia. Aquella ornamentada daga había arrebatado la vida a su amada. Sería justo que hiciera lo mismo con él.
Lentamente, tomándola en la mano izquierda, se levantó. Dio un último beso en los labios a la joven, le colocó el pelo detrás de la oreja y se sacó la camisa blanca que llevaba.
Con la diestra, agarró la empuñadura y colocó el extremo de la hoja en su pecho, justo sobre el corazón.

-Hasta pronto, querida. Espérame.

Aún sonaba la "e" cuando la hoja ya atravesaba piel, músculos, tejidos, más músculo.
Curiosamiente, no le dolió más que si le hubiesen clavado una aguja. La oscuridad llegó pronto.
[/OCULTAR]
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