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En coche hacia Pedralbes (fragmento)

DamapaDamapa Fernando de Rojas s.XV
editado abril 2012 en Negra
La luz gris y azulada le daba un color de irrealidad y fantasmal al tráfico de los túneles de la Ronda de Dalt. Cogí la salida número diez y estuve dando vueltas por la avenida de Pearson y la carretera de Esplugues, hasta que encontré un hueco donde aparcar en la calle del Castellet, entre un Mercedes deportivo y un Fiat. Bajé del coche con el cuello de la cazadora levantado para resguardarme del aire frío que cortaba la piel, desigual como una hoja de afeitar desgastada, y con las manos en los bolsillos y un sobre debajo del brazo subí por la avenida con paso firme. Había dejado de nevar aquella mañana, pero los dos palmos de nieve de la acera me daban la sensación de estar caminando sobre arenas movedizas y que la tierra me devoraría de un momento a otro, con las deportivas empapadas y los bajos de los pantalones humedecidos hasta la altura de las rodillas.

Crucé la puerta naranja metálica de la finca y recorrí los últimos quince metros que me separaban de mi destino bajo la mirada atenta del Cristo de los Jardines de la Cruz Pedralbes, con los brazos extendidos sosteniendo el cielo y guardando los secretos de su monasterio gótico, el único que tal vez podría perdonar lo que yo no iba a ser capaz de perdonarme: que lo que Él había unido lo separase un hombre.

Mientras esperaba el ascensor, me sobresaltó la voz de alguien con chaqueta azul y pantalones de pana. Era el conserje.

-Disculpe, caballero, ¿le puedo ayudar?

Esa es la manera educada de preguntar qué hacía un tipo como yo en un sitio como ese. Era un hombre de unos sesenta y dos años, un grandullón de mirada amable que posiblemente había encontrado aquel trabajo gracias a algún conocido, para poder cotizar los últimos años en la seguridad social. Tenía el bigote tan blanco y fino que parecía que acaba de tomarse un vaso de leche.

-Voy al ático a ver a Melisa Creixell.

El hombre asintió, mirándome de arriba abajo, tan fijamente que por un momento tuve la impresión de que me iba a lanzar un chorro del limpiacristales que tenía en la mano. Levantó una ceja al mismo tiempo que se daba la vuelta y volvía a meterse en su cuarto, con pasos lentos, como los del elefante que se retira a su cementerio.

Volví a pulsar el botón del ascensor, me bajé el cuello de la cazadora y me arreglé el pelo mientras carraspee ligeramente para aclararme la garganta, mirándome en el reflejo del cristal que tenía delante: parecía un yonqui a punto de atracar una farmacia. A los cinco minutos escuché de nuevo la voz del portero, esta vez cargada de ironía y apretando los labios conteniendo la risa:

-Por cierto, caballero, se me olvidó decírselo: el ascensor no funciona.

Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas. No sé por qué, tampoco me sorprendió.
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