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Dame el chipi chipi

PerplejoPerplejo Fernando de Rojas s.XV
editado agosto 2010 en Narrativa
–¡Dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!

El soltero se incorporó bruscamente como si despertara de una pesadilla. Tardó un rato en reconocer que estaba en la cama sin calzoncillos y con un ligero sabor a sangre en la boca. Giró el reloj despertador para comprobar que todavía era de noche: las cuatro y media de la madrugada. En su mente brilló el término "intempestivas" aunque no asociado a las horas sino a las niñas del piso de al lado. A punto estuvo de montar en cólera pero se contuvo para no desvelarse. Ajustó los tapones de cera, cogió postura y cerró los ojos.

–¡Dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!

El soltero de cuarenta años gimió angustiado. Sabía lo que iba a pasar ahora: las niñas, entusiasmadas, competirían por cantar más fuerte y más agudo, cruzando sus voces disonantes. Así podrían durar minutos o quizás horas. El hombre, en un intento desesperado para amortiguar el sonido, se tumbó boca abajo con la almohada apretada contra las orejas. No resultó. Los chillidos de esas niñas sucias y salvajes de etnia indeterminada penetraban en su cerebro. Estaban ahí, al otro lado del tabique. No soy racista, pensó él, pero podría perforar el muro y pasar el tubo de goma de la bombona de butano. Aunque le llevarían a la cárcel, así es el mundo de injusto. ¿Dónde están sus padres?, ¿por qué no les meten a ellos en la cárcel?, ¿por qué no son responsables y ahogan su producto con la almohada? ¡Ah, claro! Las niñas no están en la cama, que están cantando y bailando al lado de su cabeza.

–¡Dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!, ¡dame el chipi chipi!

El cuarentón mordió las sábanas para reprimir un exabrupto. Las encías volvieron a sangrar. El resto de la noche lloró flojito hasta las seis de la mañana cuando, exhausto, se quedó dormido.

La mañana siguiente era soleada, prometía tranquilidad. El soltero puso la cafetera al fuego. – Café, café, gracias, café. Tengo que comprar un asa – se dijo el hombre. Afortunadamente ese día era festivo y pudo levantarse tarde pero no se sentía, ni de lejos, descansado. Mientras hervía el agua se miró en el espejo del baño. Tenía bolsas en los párpados y un aspecto, en general, lamentable. – Algo debo hacer con esta cara, – pensó. Llenó el lavabo de agua fría, inspiró aire y sumergió la cabeza.

Mientras hacia burbujitas llamaron al timbre de la puerta. Al levantarse de repente se golpeó con el grifo. Blasfemó, se frotó la cabeza y salió apresuradamente a recibir la visita. En ese momento se percató de que debajo de la camiseta no llevaba calzoncillos.

– ¡Un momento! – dijo en voz alta.

La cafetera empezó a borbotear mientras el hombre de cuarenta años abría cajones en busca de un calzoncillo limpio. Acabó poniéndose un pantalón vaquero sin ropa interior. Al subirse la bragueta se pellizcó a medio camino así que aplazó la tarea. El fuego de la cocina chisporroteaba por el café derramado. Volvieron a llamar al timbre con más insistencia.

– ¡Que ya voy!, ladró el hombre.

Con los genitales expuestos el hombre fue a retirar la cafetera del fuego. No tenía tiempo para buscar el paño de cocina y trató de hacer un rápido movimiento de manos. Subestimó el calor. Se quemó ambas manos hasta dejar caer la cafetera. El contenido hirviente fue a parar a su entrepierna. El timbre empezó a sonar de nuevo pero esta vez sin parar, rítmicamente.

– MEEEC, MEEEC, MEEEC, MEEEC, MEEEC, MEEEEC...

– ¡Hostias, que ya voy!, aulló el hombre de cuarenta años abandonando completamente las formas.

Cansado, magullado, quemado y escocido, el hombre estaba dispuesto, ya no a recibir, sino a enfrentarse a muerte con la visita que parecía dispuesta a quemarle el timbre. Se abrochó con delicadeza la bragueta y abrió la puerta como si desenvainara una espada.

En un primer momento no vio a nadie. Pero al mirar hacia abajo encontró a las dos niñas intempestivas, con los ojos abiertos de terror. Dieron un pasito hacia atrás. La más pequeña, de unos cuatro años, se puso detrás de su hermana, de unos nueve. Vestían de domingo, algo cursis, pero bonitas. La pequeña llevaba dos coleteros de bolas de colores. La mayor tenía el pelo larguísimo y suelto sobre los hombros desnudos, algo quizás demasiado sofisticado para su edad. La pequeña se llevó los dedos a la boca, tratando de calmar la ansiedad. La niña de nueve años se atusó el cabello y no desvió los ojos, entre gitanos y paquistaníes, de la mirada del soltero de cuarenta años que estaba poniendo todo su empeño en apaciguarse.

– ¿Qué queréis?, dijo al fin secamente.
La más pequeña, temerosa, tiró del lazo del vestido de su hermana. Pero ésta no se movió.
– ¿Hola?, ¿no sabéis hablar?, insistió el hombre.
– Hola – musitó la mayor.
– Ah, hola, buenos días. Estabais jugando con el timbre, ¿eh?
– No.
– Ah, ¿no?
La mayor se sintió mal por el tono de voz y agachó la cabeza.
– ¿Y tú mamá?, ¿dónde está?, preguntó el hombre.
– Curando los bebés con grados.
– ¿Con grados?, con fiebre querrás decir.
– Curando los bebés con fiebre. – rectificó la niña mayor.
– Vale. ¿Y tu papá?
– ¡Papá está matado! – chilló la más pequeña muy satisfecha de sí misma.
– Está muerto, aclaró la mayor.
– Ya... Bueno, lo siento.
– Y yo. – dijo la niña de nueve años con evidente sinceridad.

El soltero hubo de reconocer que ahora no tenía ganas de asesinar a las niñas y hasta podía admitir que eran educadas. Decidió abordar el tema de los ruidos nocturnos con tacto.

– Oye, dime, ¿qué es eso del "chipi - chipi" que cantáis por la noche? – preguntó a la niña mayor.

La niña pequeña, al oírlo, gorgojeó de placer. No así su hermana que parecía avergonzada.

– Cosas, dijo la mayor sin levantar la mirada.
– ¿Cómo que "cosas"? Por la noche, cuando quiero dormir, oigo muy fuerte "dame el chipi chipi", "dame el chipi chipi".
– Sí. – admitió la mayor.
– ¿No os dais cuenta de que no se puede dormir si cantáis tan alto?
– No te duermas. – susurró en tono suplicante la niña de nueve años.
– ¿Eh?
– ¡No puedes!, dijo como si los motivos fueran obvios.
– Explícamelo, ¿por qué no?
La niña se revolvió el cabello, reunió valor y volvió a levantar la mirada:
– Tienes que darme el chipi - chipi. Y si no... ¡no te duermes! – sentenció la niña con solemnidad.
– ¿Pero qué es?
–¡CHIPIIIIIII! – gritó alborozada la pequeña.
– Tienes que darme un "chipi" aquí y un "chipi" aquí. – dijo la mayor señalándose las mejillas.
– Vaya... – dijo el soltero. – ¿Un besito antes de dormir?

La niña mayor bajó de nuevo la mirada. Sonrió tímidamente. El soltero se enterneció con las hermanas huérfanas.

– ¿Y si os doy un beso me dejaréis dormir?

Por respuesta, la niña mayor se aproximó a las piernas del soltero. Éste todavía notaba la quemazón en los genitales. Se agachó dolorido y le dio un par de besos. Ella le sorprendió con un beso rápido en la barba. Luego cogió por el brazo a la pequeña para marcharse de allí.

– Oye, ¿y tu hermanita no quiere chipi chipi?
– ¡No!, ¡no! Ella es pequeña. No sabe.

El soltero se quedó mirando como la mayor abría la cerradura del piso de al lado con sus propias llaves y sostenía la puerta para que la pequeña entrase en casa al galope. Ya sola, antes de entrar, miró fijamente al hombre de cuarenta años y le dijo en tono confidencial:

– Eres guapísimo.

Y cerró la puerta.

Comentarios

  • José RubénJosé Rubén Pedro Abad s.XII
    editado agosto 2010
    Buen relato. Formas impecables; lectura fluida y natural. Por otra parte, he disftado mucho de la sintesis que se presenta entre el humor y la ternura.
  • WoodedWooded Garcilaso de la Vega XVI
    editado agosto 2010
    Me gusto el relato, aunque admito la ultima linea me sorprendio.
  • PerplejoPerplejo Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2010
    Gracias a los dos.

    No siempre que hay niños es entrañable. Cuidado que hay trampa.
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